Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 19 de noviembre de 2015

Encuentros

Ésto ocurrió cuando mi concierto... sí... cuando la Reina despertó.

Lestat de Lioncourt 

Observaba su rostro como él observaba el mío. El silencio era intenso y apabullante. Tenía demasiadas preguntas que hacer, pero no me atrevía siquiera a alzar la voz. Mantenía las distancias con gestos fríos y breves. Él me parecía hermoso, pero algo había cambiado. Notaba como parte de su alma había muerto, para germinar una parte oscura terrible. La oscuridad le rodeaba como un abrigo cálido que le daba cierta fortaleza ante mí.

—Escuché grandes proezas sobre ti—dije dando un par de pasos hacia él.

Se hallaba sentado en un sofá negro de piel, con unas elegantes orejeras y unos sofisticados apoyabrazos. Allí parecía diminuto, como un muñeco perfecto que cobraba vida. Su piel era blanquecina, como la leche pura, y sus ojos almendrados que me recordaban la fiebre que una vez hizo brotar en mi alma.

—¿Tú crees que se puede llamar proeza a recorrer las calles de París sin esperanza alguna?—dijo apoyándose en el dorso de la mano derecha, clavando el codo en el apoyabrazos diestro y mirándome como lo haría un animal carroñero. Yo era sólo un despojo, un recuerdo, y él me iba a picotear. Lo sabía.

—Lograste sobrevivir rodeado de...—intenté buscar palabras dignas para esos miserables, pero no lo lograba.

—Dilo—chistó—. No busques suavizar la verdad, pues estoy harto de tener que soportar el vacío de tu sinceridad—sus labios tenían una sonrisa amarga y cruel. No parecía feliz de verme. Aunque sabía, que muy en el fondo, se alegraba de saber que yo, su Maestro de las pinturas, estaba vivo.

—Me dijeron que estabas aquí y...—mi voz se impuso, pero de nuevo no encontré palabras. Odiaba esos momentos en los cuales mi elocuencia brillaba por su ausencia.

—No has venido por mí, sino por la terrible crisis que Lestat ha generado—dijo incorporándose para caminar hacia mí.

Por un momento creí ver a un fantasma. Bajo la luz tenue de la sala pude fantasear con el muchacho vestido de ricas telas terciopelo, de leotardos blancos y botas pulcras. Contemplé a uno de mis tesoros, de esos grandes amores que el tiempo no olvida ni desluce, caminando hacia mí con la elegancia de esos tiempos. Pero no, apareció el animal salvaje que ahora era. Un animal que parecía estar despojado de fe, al menos de fe hacia mí.

—Aún así, he venido a verte en cuanto he llegado—dije con sinceridad.

Mael me había indicado que mi “Amadeo” estaba en la casa, por eso corrí dentro a buscarlo. Quería abrazarlo y oler su perfume, deleitarme con su pequeño cuerpo contra el mío y perderme en viejos, y emotivos, recuerdos. Pero parecía imposible.

—Llegas unos cuantos siglos tarde, ¿no crees?—me enfrentó como se enfrenta a un enemigo y mi alma se llenó de cólera.

—Basta, Amadeo—respondí con rabia.

—Armand—me indicó.

—No haces fáciles las cosas—reproché.

—Fáciles... ¿hay algo fácil en ésta vida?—susurró con una sonrisa maliciosa—. Amar no es fácil. Creí amar una vez, lo di todo, y destruyeron mi corazón convirtiéndolo en cenizas. ¿Crees que es fácil vivir sin corazón?—se detuvo frente a mí, a unos centímetros, y yo no dudé en colocar mis manos sobre sus hombros.

—Posees corazón—dije.

De inmediato él me apartó las manos, alejándose de mí, para rebasarme e ir hacia la puerta.

—Poseo instinto de supervivencia, horribles deseos despiadados y diversas inquietudes que nada tiene que ver con sentimentalismos baratos—se encogió de hombros, se giró suavemente y negó con la cabeza—. Ya no—pronunció.

—No eres un monstruo—estaba seguro de ello, aunque sus acciones y palabras demostraban lo contrario.

—Oh, ahora no soy un monstruo... Vaya...—noté que quería llorar, pero se contenía. La rabia, el dolor, la impotencia, la necesidad, la soledad y la brutalidad del tiempo estaba tocándole el alma. Por un momento creí que correría hacia mí.

—Amadeo—dije abriendo mis brazos con esperanza.

—Mi nombre es Armand—repitió levantándose para caminar hacia mí. Lleva las ropas comunes y vulgares que cualquier muchachito llevaría. Parecía aún más bajo y delicado que antes. Sus largos cabellos rojizos caían sobre su chaqueta de cuero y rozaban sus mejillas llenas. Era hermoso. Un ángel vestido con ropas mundanas, sin lugar a dudas, pero sus ojos eran de vidrio oscuro—. Amadeo murió en Venecia y fue enterrado en Roma—sonrió amargamente—. Roma... capital del viejo imperio por el cual has derramado tantas lágrimas, muchas más que por mí, ¿no es cierto? Oh, sí... Ya he escuchado el relato de tu estupidez por boca de otros. Pero, tranquilo, yo he llorado por cosas peores... por cretinos con manos de pintores. Por monstruos que pintaban ángeles, quizás.

Me dejó en la pequeña sala de aquella vivienda. La reunión iba a comenzar. Me encontraba sin aliento y destruido. Había visto lo que mi estupidez y terquedad habían logrado junto con el paso de los años, la dejadez y el orgullo.


Bajé mis brazos sintiéndome lleno de ira, pero era una ira distinta. Me odié por imbécil. Quise golpearme a mí mismo, pero decidí calmarme diciéndome que hice lo apropiado. Me mentí, como siempre, para poder soportar el dolor.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt