Ésto ocurrió cuando mi concierto... sí... cuando la Reina despertó.
Lestat de Lioncourt
Observaba su rostro como él observaba
el mío. El silencio era intenso y apabullante. Tenía demasiadas
preguntas que hacer, pero no me atrevía siquiera a alzar la voz.
Mantenía las distancias con gestos fríos y breves. Él me parecía
hermoso, pero algo había cambiado. Notaba como parte de su alma
había muerto, para germinar una parte oscura terrible. La oscuridad
le rodeaba como un abrigo cálido que le daba cierta fortaleza ante
mí.
—Escuché grandes proezas sobre
ti—dije dando un par de pasos hacia él.
Se hallaba sentado en un sofá negro de
piel, con unas elegantes orejeras y unos sofisticados apoyabrazos.
Allí parecía diminuto, como un muñeco perfecto que cobraba vida.
Su piel era blanquecina, como la leche pura, y sus ojos almendrados
que me recordaban la fiebre que una vez hizo brotar en mi alma.
—¿Tú crees que se puede llamar
proeza a recorrer las calles de París sin esperanza alguna?—dijo
apoyándose en el dorso de la mano derecha, clavando el codo en el
apoyabrazos diestro y mirándome como lo haría un animal carroñero.
Yo era sólo un despojo, un recuerdo, y él me iba a picotear. Lo
sabía.
—Lograste sobrevivir rodeado
de...—intenté buscar palabras dignas para esos miserables, pero no
lo lograba.
—Dilo—chistó—. No busques
suavizar la verdad, pues estoy harto de tener que soportar el vacío
de tu sinceridad—sus labios tenían una sonrisa amarga y cruel. No
parecía feliz de verme. Aunque sabía, que muy en el fondo, se
alegraba de saber que yo, su Maestro de las pinturas, estaba vivo.
—Me dijeron que estabas aquí y...—mi
voz se impuso, pero de nuevo no encontré palabras. Odiaba esos
momentos en los cuales mi elocuencia brillaba por su ausencia.
—No has venido por mí, sino por la
terrible crisis que Lestat ha generado—dijo incorporándose para
caminar hacia mí.
Por un momento creí ver a un fantasma.
Bajo la luz tenue de la sala pude fantasear con el muchacho vestido
de ricas telas terciopelo, de leotardos blancos y botas pulcras.
Contemplé a uno de mis tesoros, de esos grandes amores que el tiempo
no olvida ni desluce, caminando hacia mí con la elegancia de esos
tiempos. Pero no, apareció el animal salvaje que ahora era. Un
animal que parecía estar despojado de fe, al menos de fe hacia mí.
—Aún así, he venido a verte en
cuanto he llegado—dije con sinceridad.
Mael me había indicado que mi “Amadeo”
estaba en la casa, por eso corrí dentro a buscarlo. Quería
abrazarlo y oler su perfume, deleitarme con su pequeño cuerpo contra
el mío y perderme en viejos, y emotivos, recuerdos. Pero parecía
imposible.
—Llegas unos cuantos siglos tarde,
¿no crees?—me enfrentó como se enfrenta a un enemigo y mi alma se
llenó de cólera.
—Basta, Amadeo—respondí con rabia.
—Armand—me indicó.
—No haces fáciles las
cosas—reproché.
—Fáciles... ¿hay algo fácil en
ésta vida?—susurró con una sonrisa maliciosa—. Amar no es
fácil. Creí amar una vez, lo di todo, y destruyeron mi corazón
convirtiéndolo en cenizas. ¿Crees que es fácil vivir sin
corazón?—se detuvo frente a mí, a unos centímetros, y yo no dudé
en colocar mis manos sobre sus hombros.
—Posees corazón—dije.
De inmediato él me apartó las manos,
alejándose de mí, para rebasarme e ir hacia la puerta.
—Poseo instinto de supervivencia,
horribles deseos despiadados y diversas inquietudes que nada tiene
que ver con sentimentalismos baratos—se encogió de hombros, se
giró suavemente y negó con la cabeza—. Ya no—pronunció.
—No eres un monstruo—estaba seguro
de ello, aunque sus acciones y palabras demostraban lo contrario.
—Oh, ahora no soy un monstruo...
Vaya...—noté que quería llorar, pero se contenía. La rabia, el
dolor, la impotencia, la necesidad, la soledad y la brutalidad del
tiempo estaba tocándole el alma. Por un momento creí que correría
hacia mí.
—Amadeo—dije abriendo mis brazos
con esperanza.
—Mi nombre es Armand—repitió
levantándose para caminar hacia mí. Lleva las ropas comunes y
vulgares que cualquier muchachito llevaría. Parecía aún más bajo
y delicado que antes. Sus largos cabellos rojizos caían sobre su
chaqueta de cuero y rozaban sus mejillas llenas. Era hermoso. Un
ángel vestido con ropas mundanas, sin lugar a dudas, pero sus ojos
eran de vidrio oscuro—. Amadeo murió en Venecia y fue enterrado en
Roma—sonrió amargamente—. Roma... capital del viejo imperio por
el cual has derramado tantas lágrimas, muchas más que por mí, ¿no
es cierto? Oh, sí... Ya he escuchado el relato de tu estupidez por
boca de otros. Pero, tranquilo, yo he llorado por cosas peores... por
cretinos con manos de pintores. Por monstruos que pintaban ángeles,
quizás.
Me dejó en la pequeña sala de aquella
vivienda. La reunión iba a comenzar. Me encontraba sin aliento y
destruido. Había visto lo que mi estupidez y terquedad habían
logrado junto con el paso de los años, la dejadez y el orgullo.
Bajé mis brazos sintiéndome lleno de
ira, pero era una ira distinta. Me odié por imbécil. Quise
golpearme a mí mismo, pero decidí calmarme diciéndome que hice lo
apropiado. Me mentí, como siempre, para poder soportar el dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario