Si tuviese que describirte sería
sencillo, aunque tu belleza jamás lo ha sido. Te convertiste en mi
sombra durante algún tiempo. Era tu ejemplo a seguir, por mi
magnífica forma de enfrentarme a los problemas. Los mismos problemas
que yo generaba, seamos sinceros. Jamás he dejado de ser revelde y
de cuestionarme todo, pero tú no eras un revolucionario típico. En
definitiva, tu belleza física no mostraba realmente el joven que
eras, muy distinto a mí y a la vez tan similar que llegué a tenerte
un amor indecible.
Eras torpe, pese a tus pasos y
movimientos elegantes. Tus ojos azules, como zafiros, se clavaban en
el mundo con una curiosidad insaciable. Poseías una boca carnosa,
muy seductora, y que siempre estaba torcida debido a las
preocupaciones. Esas mejillas sonrosadas, ligeramente llenas, y
suaves mostraban a un chiquillo demasiado alto, que aparentaba ser
maduro y centrado, para su edad. Tan sólo tenías dieciocho años,
aunque ¿quién soy yo para juzgar la edad que poseías al ser
creado? Yo tenía tan sólo un par de años más. Tenías unas manos
suaves, de dedos largos y finos, que podían haber sido las de un
excelso pianista, pero en realidad eras un chico bien acomodado que
estudiaba con tutor privado y parecía aquejado de una enfermedad
metal. Parecía, pero no tenías nada. El sol casi no te había
tostado la piel, pues amabas demasiado encerrarte a leer y divagar
sobre el mundo exterior. Querías explorar, rompiste varias normas
para averiguar qué había más allá, y también comprender.
Deseabas tantas cosas, querido amigo.
Me hice tu aliado, tu hombro donde llorar, los brazos que te rodeaban
cuando sentías que nada merecía la pena y sequé tus lágrimas. Los
consejos que te di son los mismos que nunca seguí, pero que tú
parecías aceptar con una fe renovada. Intenté que fueras libre, que
volaras lejos del nido oscuro donde yacías desesperado, y te alzaras
con fuerza. Quizás fui el culpable de verte volar demasiado lejos,
tal vez caíste muerto como Ícaro y eso, sin duda alguna, caerá
sobre mi conciencia. Sin embargo, me siento orgulloso de ti. Si
puedes escucharme, si puedes saber de mí, si has escuchado mi voz a
lo largo de éstas líneas lanzadas a un mar tecnológico, querido
hermanito, quiero que sepas que me siento dichoso de haberte
conocido. Tu aspecto aniñado y delicado cubría un ser fuerte que
languidecía, el cual terminó siendo de hierro e intentando
alimentar su espíritu con dictámenes más allá de los
establecidos.
Siempre te querré,
Lestat de Lioncourt
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