Lestat de Lioncourt
Habíamos bajado a la bodega de una de
las sedes más antiguas de Talamasca, la de Londres, y estábamos
revolviendo entre viejas cajas fuertes. Había objetos valiosos,
algunos ligeramente restaurados y otros completamente destruidos por
el paso del tiempo. Acumulaban tesoros, como las urracas, y él
conocía donde estaban todos y cada uno. Poseía una mente brillante,
pero también una memoria increíble.
Por mi parte, como no, merodeaba
observando los numerosos lienzos que allí se amontonaban acumulando
polvo. Uno de ellos era de Marius. Me quedé con los ojos clavados en
la imagen de Armand, su querido Amadeo en aquella dulce época
veneciana, y sentí un extraño escalofrío recorrerme por toda la
columna vertebral. Era como una tarántula que se movía lentamente,
por cada vértebra, recordándome que yo ahora era parte de esa
historia, de ese ser que se mostraba como un ángel y de su
desesperanza. Tomé aire aspirando el aroma a cerrado, polvo y
humedad. Sentí que era un desperdicio que algunos objetos se
convirtieran en mera tramoya de una historia que no podía contarse,
algo que me desesperaba, y cuando me giré para comentarle algo lo vi
mirándome con meticulosidad.
—Estás juzgándonos—comentó—.
Pero confía en nosotros, por favor.
—¿Nosotros? ¿Vuelves a ser parte de
ésta Orden?—pregunté metiendo mis manos en los amplios bolsillos
de mis tejanos—. Explícate.
—Posiblemente, no lo sé—se encogió
de hombros y se echó a reír—. No como antes, por supuesto, pero
si puedo ayudar lo haré. Ellos me dejan bajar aquí, aceptan mi
colaboración, y yo acepto la suya—mientras hablaba me percaté que
tenía una caja, algo dañada, entre sus manos.
Era una caja de cartón gruesa,
posiblemente de hacía más de veinte o treinta años, con las
esquinas rotas y cubierta con una ligera capa de polvo. Me acerqué a
él, acaricié la caja y la levanté. Él nunca veía mal mis
decisiones, aunque fuesen improvisadas y demasiado temeraria. La tapa
quedó entre mis dedos, pero rápidamente cayó al suelo. No dudé en
tomar el objeto que contenía con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Mi grabadora!—exclamé.
—Y tus viejas cintas—afirmó.
Rápidamente la puse sobre una pequeña
mesa metálica, la cual poseía unas minúsculas ruedecillas
chirriantes, y al dejarla allí sentí mi corazón agitarse. Volvía
a ser un muchacho estúpido, ligeramente alcoholizado y con los
pulmones llenos de tabaco. Sí, volvía a ser el idiota buscavidas de
siempre. Por unos segundos David Talbot dejó de existir, su elegante
figura ya no estaba y tampoco su amable tono de voz hablándome sobre
cómo habían dado con ella. No. No había nada ni nadie allí, tan
sólo ella y yo.
Las cintas también estaban, con la voz
de la mala conciencia de Louis, cargadas de una información que
transcribí durante algunas horas y que me costó lágrimas, sudor y
la cordura. Había vuelto a dar con ellas, encontrándome cara a cara
con mi pasado, y me sentí mareado. Jadeé un par de veces, me sequé
las lágrimas con el puño de mi blanco suéter, y me eché a reír.
—Gremt las consiguió hace años—dijo,
después de percatarse que antes no lo había escuchado.
—Estas y las viejas cintas de otros
periodistas, de los que estuvieron en el concierto, podrían ser una
crónica viva de todo lo sucedido durante esos años—comenté
acariciando con cariño sus botones—. ¿Podríamos escucharlas?
David me lanzó entonces un paquete de
pilas, se sentó en una de las sillas que allí se hallaban y me miró
condescendiente. De inmediato las coloqué e hice sonar aquellas
cintas, las hermosas cintas que había conseguido de aquella historia
tan impresionante como falsa. Louis había mentido demasiado, pero el
sentimiento era cierto. Sólo cuando hablaba de Claudia, de aquella
pequeña que le rompió el corazón, se sinceraba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario