Hoy nuestro querido filósofo, mártir y humano inmortal... nos trae un viejo recuerdo. Oh, Louis... siempre lloriqueando.
Lestat de Lioncourt
Quedé en silencio frente a la imagen
de aquel crucifijo. Aguanté la respiración centrándome en el dolor
del rostro de Jesús crucificado, muerto para salvar a la humanidad,
con la bondad típica en sus ojos moribundos y sus labios resecos,
algo agrietados y abiertos, pidiendo clemencia a su padre. Sin duda
era una talla valiosa no sólo por su antigüedad, como verdadera
reliquia, sino por su belleza y grado de perfección. Sus cabellos
habían sido tallados pelo a pelo, dándole un aspecto vivo y
natural, y su pecho lleno de heridas, así como sus manos adoloridas,
parecía rezumar sangre en cada milésima de segundo. No pude
siquiera pestañear.
Las vidrieras de colores de mi
alrededor, a cual más soberbia y hermosa, eran iluminadas
tímidamente por los cirios que habían encendido los numerosos
creyentes. El sacerdote estaba cerca del sagrario, acomodando algunas
flores nuevas muy aromáticas y coloridas, mientras una mujer lloraba
mientras se encomendaba a un Dios que estaba sordo, ciego y muerto
para muchos. Aún no sabía si también estaba muerto para mí.
Desconocía hasta que punto me había desprendido de él hasta
llegarlo a ejecutar.
Me senté en uno de los bancos
contemplando como las llamas de las velas, pequeñas y insinuantes,
se movían suavemente con las ligeras brisas que corrían dentro del
templo. Dentro de mí empezaron a bullir palabras que creí
olvidadas. Empecé a rezar sacando el viejo rosario de mi hermano.
Enredé mis dedos entre las cuencas, cerré mis ojos y rogué con
fuerza que todo lo que había estado viviendo fuese una pesadilla,
que ese último año no existiera. Pero fue en vano.
Sentí, con una fuerza atronadora, un
deseo insaciable de sangre. Abrí mi boca dejando que un jadeo
saliera como una daga que cortara el aire. Me incorporé y salí
corriendo hacia la puerta. El demonio había estado en la casa de
Dios y no había sufrido. La oveja negra había regresado a la casa
del padre, pero éste no estaba. El rosario se quebró entre mis
dedos al apretar mi puño y algunas lágrimas sanguinolentas, rápidas
aunque apreciables, mancharon mi rostro. Un rostro que nunca
cambiaría, que siempre tendría la misma expresión doliente.
No habría piedad para mí y Dios no se
personaría en una causa tan perdida.
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