Admito que así fue... ¿y qué? Éramos jóvenes...
Lestat de Lioncourt
Regresé a casa, como la oveja negra
del rebajo. Mi padre me marcó nada más llegar y soltar mis bártulos
en la puerta. Sus ojos centelleaban ira y sus manos poseían la
aspereza que tan bien recordaba. Jamás me aceptó como un hijo
modélico, pero era el único que tenía. Intenté ser tal y como él
esperaba, me ofrecí como carne de cañón para un infierno peor que
el inimaginable. Ni el fuego más ardiente, ni las fieras más
terribles, pueden compararse con la mirada de rechazo, odio y
quebranto de mi padre.
Él había trabajado duro durante años
para darme una esmerada educación. Me había echado fuera del
pueblo, arrastrándome por las calles heladas, pues pensaba que
llegando a París me haría un hombre de provecho, estudiaría y
sería un portentoso abogado. Sabía bien que tenía una oratoria
excepcional, propia de un demonio que desea comprar tu alma, y él me
había educado para no sentirme inferior a los nobles.
Sin embargo, cuando llegué me vi a un
hombre hundido en la verdad. Había observado como mis pasos no
habían dado frutos, como su esfuerzo no era el idóneo y yo, como
no, torcía mi camino porque prefería hacer otro distinto. Para él
la música era un tema de ilusos, zarrapastrosos y mendigos.
Ensuciaba el buen nombre de la familia, el cual era de gente honrada
y trabajadora. Decidió entonces que me enseñaría el oficio de la
peletería y aprendería a amar sus callos, que serían los míos,
así como el dolor que se clavaría en mi alma. Quería que viese
cuan equivocado estaba.
Durante semanas caminé por las húmedas
y heladas calles empedradas, llenas de cuestas y casas humildes. Me
ahogué en el alcohol por las noches, en las mañanas observaba a mi
padre y atendía a sus clientes, y por las tardes daba lustre a las
botas, limpiaba con afán los útiles de mi padre y sufría
aprendiendo a como curtir la piel de los diversos animales. Esas
noches eran placenteras, aunque comenzó a aflorar en mí
pensamientos amargos y desquiciados.
Solía componer antes que llegara el
amanecer, tras varias jarras de vino tinto. Escribía poemas,
pequeños actos de teatro y partituras. Eran numerosas las obras que
acumulé en unos pocos días. Todo ese trabajo se lo debía al rufián
del pueblo, el hijo menor del noble, que había sido compañero de
juegos y travesuras en mis días dorados. Cuando éramos niños aquel
infeliz y yo, ambos sin sentirnos distintos o divididos por el linaje
que nos separaba, solíamos reunirnos con otros muchachos cerca del
lugar donde habían quemado a las inocentes brujas. Él solía llorar
allí, mientras que yo sentía una fascinación terrible por la
tierra quemada y los árboles retorcidos, negros y secos de aquel
terrible paraje.
Llevaba casi un mes observándolo, sin
poder apartar mi mirada de sus encantos y como todas las mujeres, sin
excepción, caían en sus brazos. Solía entrar en los graneros,
cobertizos y pequeños huertos a fornicar con las lozanas muchachas,
sus madres e incluso con mujeres maduras que se sentían honradas de
ser tentadas por unos dedos jóvenes. Él nunca tenía escrúpulos.
Ni siquiera poseía vergüenza para negar sus besos, encuentros e
hijos regados por todo el pueblo.
Solía ir tras él, ocultarme en una
esquina y observar como levantaba sus faldas. Ellas se dejaban llevar
al éxtasis más placentero mientras él, con su alborotada melena
rubia, gemía y gruñía como un animal salvaje. Me sentía excitado
al ver y escuchar esas escenas, pero no porque yo me imaginara junto
a ellas. Aquel libertinaje me quemaba como el fuego a las brujas y
corría a mi casa con las mejillas sonrojadas. Sólo me calmaba
tocando el violín, despertando así a mi padre, y provocando que su
grueso cinturón crujiera sobre mi espalda.
Cuando logró acabar con aquellos
lobos, animales indómitos y terribles, rogué a mi padre ser quien
los entregara. Él pensaba que era porque deseaba ser amable y
servil, pues era mi nuevo oficio y jamás serviría para algo más
que sentirme humillado por los nobles, los cuales me darían de comer
en un futuro. Si bien, los Lioncourt hacía años que se hallaban
arruinados y con el agua al cuello. Eso lo sabía bien, pero todavía
tenía tierras y sus hijos podían hacer que aquellos terruños
volvieran a ser viñas.
La verdad es que deseaba verme a solas
con él. No dudé en acercarme a sus ideales, escuchar sus
impertinencias y escuchar su risa llena de vida. Vi en él la luz que
a mí me faltaba y me aferré a él como si fuese lo único que
pudiese hacer en éste mundo. Quise recobrar la amistad y algo más,
pues podía complacerle mejor que cualquier mujer en la cama.
Días después de nuestra primera
conversación, tras tantos años, me invitó a montar a caballo. Él
tenía unos cuantos en su cuadra, algunos pertenecían a sus hermanos
mayores que casi nunca montaban. Los animales estaban allí,
esperándonos, pero yo sólo deseaba estar a solas junto a sus
ásperas manos curtidas por el rifle de caza, las riendas y las
labores más duras en la cuadra.
—Aquí está, es mi nuevo
caballo—dijo golpeando suavemente su lomo. Era negro, como la misma
noche—. Era de mi hermano, pero él ha conseguido uno mejor. Dentro
de unos días lo tendrá aquí, tendré que ayudarlo a domar a la
fiera...—comentó entre carcajadas.
—¿Sabes domarlos?—pregunté
apoyándome en una de las columnas de madera.
—Por supuesto, igual que a las
mujeres. Ellas son fieras en la cama, pero cuando estoy entre sus
muslos cambian y se convierten en serpientes sin veneno—sonrió
descarado, para luego codearme—. Tú me entiendes. Así son las
mujeres.
—No, no te entiendo—respondí con
una sonrisa fría, aunque intentaba que mis celos no se
descontrolaran.
—Has estado en París, ¿no? Las
mujeres allí son mucho mejores que en los pueblos, porque...
—No he estado con mujeres—dije
cruzándome de brazos ligeramente incómodo—. Las damas, de baja o
alta sociedad, no me atraen. Por mí pueden ser hermosas, feas,
bajitas, altas, delgadas, gruesas, jóvenes o ancianas que a mis
ojos, y sin excepción, serán oponentes y no amantes cálidas en
noches frías—afilé la mirada y alcé mi mentón. Sabía que podía
terminar golpeado, como alguna vez había ocurrido.
Él, sin embargo, sólo se apartó del
caballo sacudiéndose las manos, para después agarrarme de los
brazos separándolos de mi torso. Me miró como mira a una puta
barata, con esos ojos pueriles y encendidos, así como con una ligera
fascinación. Sonrió paseando sus ojos claros, casi zafiros, por mi
torso y cintura ligeramente estrecha. No sé que pensó en ese
momento, y ni siquiera me dediqué a preguntarlo. Sólo sé que me
soltó con cierta rabia y me atrapó del rostro para hundir sus dedos
por mis facciones, deslizando éstos impune y beligerante, para luego
besarme como jamás lo habían hecho. Mis piernas temblaron y
comprendí porqué todas esas mujeres permitían que él las
destrozara, humillara y marcara como sus fulanas.
Sus labios me hicieron arder y mis
manos se colaron bajo su ropa de abrigo, palpando su duro vientre,
mientras mis pantalones caían al suelo junto a mis calzas y ropa
interior. Él sólo sacó su miembro de la comodidad de su bragueta,
mostrándolo ligeramente endurecido, para ofrecerlo a un mártir que
llevaba semanas deseando caer en su trampa. Allí, entre los animales
y los aparejos de limpieza y cuidado, me arrodillé como una puta
parisina. Mi lengua limpió su glande y continuó durante todo su
falo, hasta borde de la ropa, que ocultaba su vientre, y testículos.
Sus caderas no tardaron en moverse, del mismo modo que sus manos se
aferraron a mi nuca. Después, sin piedad, me alzó, giró y colocó
contra las puertas que encerraba a uno de aquellos nobles animales.
Al sentirlo dentro de mí pude dibujar en mi mente un centenar de
partituras, las cuales se difuminaron entre el éxtasis y sus
palabras sucias. Finalmente, como no, él marcó a su presa, que en
éste caso era yo, y quedé a merced de un amor terrible.
Por fortuna para mí le complací
demasiado, convirtiéndome en la única fulana capaz de saciar sus
más bajos instintos. Porque yo sabía como llenar su alma con
filosofía, escuchaba sus penurias y alegraba su cuerpo allá donde
él quisiera.
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