Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 10 de diciembre de 2015

Su luz

Admito que así fue... ¿y qué? Éramos jóvenes...

Lestat de Lioncourt 


Regresé a casa, como la oveja negra del rebajo. Mi padre me marcó nada más llegar y soltar mis bártulos en la puerta. Sus ojos centelleaban ira y sus manos poseían la aspereza que tan bien recordaba. Jamás me aceptó como un hijo modélico, pero era el único que tenía. Intenté ser tal y como él esperaba, me ofrecí como carne de cañón para un infierno peor que el inimaginable. Ni el fuego más ardiente, ni las fieras más terribles, pueden compararse con la mirada de rechazo, odio y quebranto de mi padre.

Él había trabajado duro durante años para darme una esmerada educación. Me había echado fuera del pueblo, arrastrándome por las calles heladas, pues pensaba que llegando a París me haría un hombre de provecho, estudiaría y sería un portentoso abogado. Sabía bien que tenía una oratoria excepcional, propia de un demonio que desea comprar tu alma, y él me había educado para no sentirme inferior a los nobles.

Sin embargo, cuando llegué me vi a un hombre hundido en la verdad. Había observado como mis pasos no habían dado frutos, como su esfuerzo no era el idóneo y yo, como no, torcía mi camino porque prefería hacer otro distinto. Para él la música era un tema de ilusos, zarrapastrosos y mendigos. Ensuciaba el buen nombre de la familia, el cual era de gente honrada y trabajadora. Decidió entonces que me enseñaría el oficio de la peletería y aprendería a amar sus callos, que serían los míos, así como el dolor que se clavaría en mi alma. Quería que viese cuan equivocado estaba.

Durante semanas caminé por las húmedas y heladas calles empedradas, llenas de cuestas y casas humildes. Me ahogué en el alcohol por las noches, en las mañanas observaba a mi padre y atendía a sus clientes, y por las tardes daba lustre a las botas, limpiaba con afán los útiles de mi padre y sufría aprendiendo a como curtir la piel de los diversos animales. Esas noches eran placenteras, aunque comenzó a aflorar en mí pensamientos amargos y desquiciados.

Solía componer antes que llegara el amanecer, tras varias jarras de vino tinto. Escribía poemas, pequeños actos de teatro y partituras. Eran numerosas las obras que acumulé en unos pocos días. Todo ese trabajo se lo debía al rufián del pueblo, el hijo menor del noble, que había sido compañero de juegos y travesuras en mis días dorados. Cuando éramos niños aquel infeliz y yo, ambos sin sentirnos distintos o divididos por el linaje que nos separaba, solíamos reunirnos con otros muchachos cerca del lugar donde habían quemado a las inocentes brujas. Él solía llorar allí, mientras que yo sentía una fascinación terrible por la tierra quemada y los árboles retorcidos, negros y secos de aquel terrible paraje.

Llevaba casi un mes observándolo, sin poder apartar mi mirada de sus encantos y como todas las mujeres, sin excepción, caían en sus brazos. Solía entrar en los graneros, cobertizos y pequeños huertos a fornicar con las lozanas muchachas, sus madres e incluso con mujeres maduras que se sentían honradas de ser tentadas por unos dedos jóvenes. Él nunca tenía escrúpulos. Ni siquiera poseía vergüenza para negar sus besos, encuentros e hijos regados por todo el pueblo.

Solía ir tras él, ocultarme en una esquina y observar como levantaba sus faldas. Ellas se dejaban llevar al éxtasis más placentero mientras él, con su alborotada melena rubia, gemía y gruñía como un animal salvaje. Me sentía excitado al ver y escuchar esas escenas, pero no porque yo me imaginara junto a ellas. Aquel libertinaje me quemaba como el fuego a las brujas y corría a mi casa con las mejillas sonrojadas. Sólo me calmaba tocando el violín, despertando así a mi padre, y provocando que su grueso cinturón crujiera sobre mi espalda.

Cuando logró acabar con aquellos lobos, animales indómitos y terribles, rogué a mi padre ser quien los entregara. Él pensaba que era porque deseaba ser amable y servil, pues era mi nuevo oficio y jamás serviría para algo más que sentirme humillado por los nobles, los cuales me darían de comer en un futuro. Si bien, los Lioncourt hacía años que se hallaban arruinados y con el agua al cuello. Eso lo sabía bien, pero todavía tenía tierras y sus hijos podían hacer que aquellos terruños volvieran a ser viñas.

La verdad es que deseaba verme a solas con él. No dudé en acercarme a sus ideales, escuchar sus impertinencias y escuchar su risa llena de vida. Vi en él la luz que a mí me faltaba y me aferré a él como si fuese lo único que pudiese hacer en éste mundo. Quise recobrar la amistad y algo más, pues podía complacerle mejor que cualquier mujer en la cama.

Días después de nuestra primera conversación, tras tantos años, me invitó a montar a caballo. Él tenía unos cuantos en su cuadra, algunos pertenecían a sus hermanos mayores que casi nunca montaban. Los animales estaban allí, esperándonos, pero yo sólo deseaba estar a solas junto a sus ásperas manos curtidas por el rifle de caza, las riendas y las labores más duras en la cuadra.

—Aquí está, es mi nuevo caballo—dijo golpeando suavemente su lomo. Era negro, como la misma noche—. Era de mi hermano, pero él ha conseguido uno mejor. Dentro de unos días lo tendrá aquí, tendré que ayudarlo a domar a la fiera...—comentó entre carcajadas.

—¿Sabes domarlos?—pregunté apoyándome en una de las columnas de madera.

—Por supuesto, igual que a las mujeres. Ellas son fieras en la cama, pero cuando estoy entre sus muslos cambian y se convierten en serpientes sin veneno—sonrió descarado, para luego codearme—. Tú me entiendes. Así son las mujeres.

—No, no te entiendo—respondí con una sonrisa fría, aunque intentaba que mis celos no se descontrolaran.

—Has estado en París, ¿no? Las mujeres allí son mucho mejores que en los pueblos, porque...

—No he estado con mujeres—dije cruzándome de brazos ligeramente incómodo—. Las damas, de baja o alta sociedad, no me atraen. Por mí pueden ser hermosas, feas, bajitas, altas, delgadas, gruesas, jóvenes o ancianas que a mis ojos, y sin excepción, serán oponentes y no amantes cálidas en noches frías—afilé la mirada y alcé mi mentón. Sabía que podía terminar golpeado, como alguna vez había ocurrido.

Él, sin embargo, sólo se apartó del caballo sacudiéndose las manos, para después agarrarme de los brazos separándolos de mi torso. Me miró como mira a una puta barata, con esos ojos pueriles y encendidos, así como con una ligera fascinación. Sonrió paseando sus ojos claros, casi zafiros, por mi torso y cintura ligeramente estrecha. No sé que pensó en ese momento, y ni siquiera me dediqué a preguntarlo. Sólo sé que me soltó con cierta rabia y me atrapó del rostro para hundir sus dedos por mis facciones, deslizando éstos impune y beligerante, para luego besarme como jamás lo habían hecho. Mis piernas temblaron y comprendí porqué todas esas mujeres permitían que él las destrozara, humillara y marcara como sus fulanas.

Sus labios me hicieron arder y mis manos se colaron bajo su ropa de abrigo, palpando su duro vientre, mientras mis pantalones caían al suelo junto a mis calzas y ropa interior. Él sólo sacó su miembro de la comodidad de su bragueta, mostrándolo ligeramente endurecido, para ofrecerlo a un mártir que llevaba semanas deseando caer en su trampa. Allí, entre los animales y los aparejos de limpieza y cuidado, me arrodillé como una puta parisina. Mi lengua limpió su glande y continuó durante todo su falo, hasta borde de la ropa, que ocultaba su vientre, y testículos. Sus caderas no tardaron en moverse, del mismo modo que sus manos se aferraron a mi nuca. Después, sin piedad, me alzó, giró y colocó contra las puertas que encerraba a uno de aquellos nobles animales. Al sentirlo dentro de mí pude dibujar en mi mente un centenar de partituras, las cuales se difuminaron entre el éxtasis y sus palabras sucias. Finalmente, como no, él marcó a su presa, que en éste caso era yo, y quedé a merced de un amor terrible.


Por fortuna para mí le complací demasiado, convirtiéndome en la única fulana capaz de saciar sus más bajos instintos. Porque yo sabía como llenar su alma con filosofía, escuchaba sus penurias y alegraba su cuerpo allá donde él quisiera.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt