Estaba sentado en la oscuridad, con
aquel relicario entre sus manos. Sus ojos verdes estaban perdidos en
algún punto de la habitación. Una habitación revuelta, con cientos
de libros apilados en todas partes, con papeles arrojados en un
montón cerca de la puerta y flores marchitas en varios jarrones.
Olía a polvo, humedad y moho. Los muebles tenían la madera
hinchada, los cojines estaban desfilachados y el sillón donde se
hallaba, de alto respaldo y forrado en cuero marrón, estaba a punto
de hundirse por su peso.
No era la primera vez que lo encontraba
en una situación similar. Muchas veces buscaba refugios así de
mugrientos, como si deseara pudrirse como todo lo que les rodeaba. No
dijo nada. Ni siquiera cruzamos la mirada. Parecía absorto en sus
pensamientos, tan lúgubres como la vestimenta elegida aquella noche.
Me senté a su lado, en una silla
podrida como el resto de enseres, y guardé silencio. Esperaba que él
dijera algo, lo que fuese, pero no lo hizo. Carraspeé para llamar su
atención, estiré mis piernas y crucé mis piernas a la altura de
mis tobillos. Eché hacia atrás la cabeza, agité mis cabellos
dorados y me eché a reír. Intentaba sacarlo de sus casillas, pero
nada.
—Louis...—dije tras varios minutos.
—¿Qué quieres?—preguntó.
—¿Por qué te has ido de la fiesta?
Se supone que todos estábamos disfrutando—comenté encogiéndome
de hombros.
—Se supone, tú lo has dicho—musitó.
Sabía en qué estaba pensando. Podía
ver en sus ojos todo lo que sentía. La frustración carcomía su
corazón y pudría su alma. Él, Louis de Pointe du Lac, buscaba
guaridas infectadas por el tiempo, la dejadez y la muerte de sus
habitantes para rememorar ese momento. El momento que cambió
nuestras vidas. Igual que encendía velas para recordar que la luz
existe en la oscuridad, que puede iluminar parte de nuestras vidas,
pero que son frágiles y acaba apagándose. Era un metódico, un
melodramático y un idiota. Sin embargo, esa filosofía, esas
metáforas, me atraían. Era irresistible.
—Claudia hace mucho que ha
muerto—dije levantándome.
Las maderas del suelo se quejaban,
chirriaban como si fuesen a ceder bajo mi peso. Él al fin se dignó
a mirarme. Tenía el rostro lleno de lágrimas sanguinolentas. Mi
corazón se contrajo, mi aliento se congeló y mis manos temblaron.
Deseé tomarlo de la chaqueta, levantarlo de allí y besarlo. Sin
embargo, sólo me incliné con un pañuelo de seda blanco, para luego
limpiar sus lágrimas y besar su frente despejada.
Louis aún la amaba, como yo lo hacía.
Claudia siempre estaba en nuestro recuerdo. Jamás se iría aquella
niña, esa muñeca mágica, que se movía con elegancia y una especie
de dulzura macabra. Aquella perfecta asesina, esa dulce muerte, que
parecía un ángel descendido del cielo con todo el encanto de un
demonio.
Casi podía sentirla allí,
contemplando la escena, sonriendo encantadora con crisantemos blancos
en sus pequeñas manos. Una pequeña criatura vestida de satén azul,
con un encantador lazo en sus revueltos cabellos rizados,
contemplándonos como si fuéramos dos marionetas.
—Un nuevo año ha empezado, Louis...
—Lo sé—sonrió al fin, como si
recordara que debíamos ser felices pese a las desgracias del
pasado—. Pero me pregunto si hubiésemos podido ayudarla...
—Eso es absurdo, Louis. No pudimos
hacer nada—dije abriendo mis brazos.
Él se incorporó y se cobijó en mi
torso. Sentí su cabeza contra mi torso y sus lágrimas correr de
nuevo, manchando mi chaqueta y camisa. Dejé que llorara. Permití
que lo hiciera como hacía tanto tiempo. Acepté sus lágrimas como
nunca.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario