Estaba a solas, escuchando a Amel
conversar sobre los grandes reyes de la historia. Repasábamos la
historia mundial momento a momento, con todos sus avances y tesoros.
Era seductora la idea de rememorar aquello viéndolo desde su punto
de vista, ofreciéndole el mío y riéndonos cuando no llegábamos a
un acuerdo cierto. Pero entonces la sentí. Mi madre había llegado.
No podía escuchar sus pensamientos,
pero sí su corazón. Un corazón salvaje, intrépido, lleno de
sangre recién ingerida. Dejé que se acercara a mi habitación, la
que fue siempre mía, y al entrar la vi con un hermoso mastín en sus
brazos.
—No es ese maldito perro que
adoptaste, pero estoy segura que lo amarás—dijo alzándolo para
que lo viese bien—. Sé que estos animales te siguen entusiasmando
demasiado.
Desde la muerte de Mojo no me había
atrevido a acercarme a un animal. Admiraba la elegancia de los
felinos, me regodeaba en la nobleza de los perros y el canto alegre
de los pájaros me animaba cuando no tenía nada que hacer en las
mañanas. Pero no había decidido tener un animal en mi hogar. Ni
siquiera peces. Marius tuvo cientos en un enorme acuario, pero yo no
era de tener animales tan pacíficos que no pudiese abrazar, o al
menos escuchar.
—¿No dices nada?—preguntó.
—¿Estás hablando en serio?—dije
bajando las botas de la mesa, para salir de detrás de ésta y
acercarme al animal.
El perro se movía inquieto. Era igual
a los que una vez tuve. Era un hermoso mastín y era mío. Noté en
seguida que era macho y que iba a ser inquieto. De inmediato me eché
a llorar mientras lo abrazaba. Recordé mi infancia, mi juventud y a
mi amado compañero Mojo. Lloré porque él me duró ocho hermosos
años, los cuales siempre fueron felices porque podía ir a verlo,
abrazarlo y sentir que todo el dolor se iba.
—Ya te pusiste sentimental—farfulló—.
Éste es mi regalo de navidad tardío. Espero que lo
disfrutes—comentó dándome una palmada en el hombro—. Te quiero,
hijo. Sólo quiero que tengas algo que siempre te acompañe, que
sepas que tu madre te quiere.
—Yo también te quiero, madre—murmuré
entre sollozos.
El perro lamía mis sanguinolentas
lágrimas y movía su cola. Era hermoso. Pero no era tan hermoso como
el gesto que ella había tenido. Sobre todo cuando se acercó, me dio
un beso en la mejilla y luego se marchó tal como llegó.
Me dejó allí con el animal y con Amel
riendo a carcajadas. No sabía quién era más feliz si él, el perro
o yo mismo. Los tres celebramos estar juntos. Sobre todo cuando llegó
Louis y se sorprendió al ver que teníamos un invitado perpetuo con
nosotros.
Lestat de Lioncourt
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