Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 3 de enero de 2016

Fic regalo de reyes - 1 - Llámalo Amor.

No estaba muy convencido de ofreceros esto, puesto que hemos tenido problemas y muchos han sido desagradables, pero aquí va...
Lestat de Lioncourt


Estaba allí de pie observando el árbol iluminado, como si todavía hubiese tiempo para celebrar la navidad con alguien especial. El tiempo de hipocresía había terminado, poco a poco se iba desmantelando la ilusión del comercio y la inocencia infantil se iba devaluando, como cada año. Una nueva noche había comenzado. Otra velada más a solas. Había decidido vivir solo unas semanas. Necesitaba reorganizar su vida, pensar en todo lo que había ocurrido éstos años y en las numerosas reuniones mantenidas.

Ya no era el más sabio, ni el más viejo, ni el más importante y ni mucho menos el mecenas más prodigioso. Era un vampiro más, de una larga lista de inmortales con talento y tiempo libre para dedicarse a lo que más amaban. Sin embargo, no se sentía menospreciado. No podía ser ingrato. Muchos guardaban esperanzas en sus reglas, los jóvenes tenían fe en sus palabras y sus pinturas comenzaban a llegar al mercado de arte con gran aceptación.

Seguía pintando a pastel y óleo. Ocasionalmente usaba algo más que los clásicos caballetes. Amaba pintar en las paredes. Había conseguido encontrar una nueva técnica, la del spray, y estaba intentando aprender de los jóvenes artistas callejeros que plagaban las grandes ciudades. Durante días había estado observando a un muchacho que solía inspirarse en esos trabajos, que escribía sobre el arte urbano y tomaba fotografías a la ciudad con una cámara algo retro, pero con una calidad excepcional.

Persiguiendo al periodista descubrió un nuevo mundo. Un mundo que le pareció placentero. Sin embargo, seguía amando su pincel y dedicándose a pintar las obras clásicas a su modo, así como creando otras nuevas con las técnicas que aprendió en Venecia.

Pero en esos momentos, observando el árbol y el pequeño nacimiento que yacía bajo éste, recordó una obra que había pintado con meticulosidad. Su corazón sufrió un vuelco. La adoración de los Reyes Magos, el fresco que estaba en aquel palazzo que ardió hasta los cimientos, le hizo pensar en él. Armand era una constante en su vida. No podía sacarse de su cabeza la culpa, de su alma el deseo de buscarlo y de sus manos el tacto sedoso de su cabello de fuego. Una obsesión insana seguía en él, viva como siempre, pero no podía doblegarse y buscarlo con la excusa de saber si se encontraba cómodo, angustiado o pensando en las musarañas.

Su Amadeo, su querido Amadeo, había cambiado y en los últimos tiempos se convirtió en un ser mucho más adulto, más realista y lóbrego. Ya no era su querido niño, tampoco el frustrado sectario de París. Era un hombre de negocios con aspecto angelical, un muchacho que acudía a la ópera con sus mejores ropas o paseaba por Nueva York como cualquier jovenzuelo, sin levantar sospechas, buscando una víctima o simplemente queriendo ser libre.

Cada vez que escuchaba su nombre, en labios mortales o inmortales, algo en él se revolvía. Había demasiadas cosas que le recordaban a él. Demasiadas. Sobre todo las cosas que no podía eliminar del mundo o de sus cargos de conciencia. Había pedido disculpas, pero habían sido tomadas a la ligera. No podía hacer nada. Se sentía frustrado.

Entonces, como si sus pensamientos hubiesen alentado a Armand a buscarlo, lo vio reflejado en el escaparate donde estaba colocado aquel enorme árbol navideño. Pensó que sus deseos le jugaban una mala pasada, pero finalmente al girarse lo vio. Estaba allí de pie, como si fuese un ángel bajado del cielo para consolarlo, con el rictus de su rostro serio y sus manos metidas en el chaquetón de plumas azul oscuro que llevaba. La bufanda roja, tan roja como la chaqueta que él mismo llevaba, colgaba cerrada a un lado. Sus mejillas estaban iluminadas, así que significaba que se había alimentado con glotonería.

—¿Qué haces aquí?—dijo.

—Vivo en Nueva York. Es mi territorio. ¿Acaso empieza a fallarte la memoria, maestro?—preguntó con un retintín sarcástico que le molestó, pero no hizo amago de levantar su puño, o su ira, contra él—. Ven conmigo. En casa tenemos la chimenea encendida—miró hacia el cielo nocturno y luego lo miró a él—. Hoy es día cinco... es la adoración de los Reyes. ¿Quieres adorarlos conmigo frente al fuego y olvidarte de quedarte helado bajo los copos de nieve que ya están cayendo?

—Quizás...—susurró—. ¿Estará tu violinista?

—Está en la ópera con Sybelle y Benjamín—aseguró provocando que algo en él bailara de felicidad—. Sólo estoy yo, pues Daniel ha decidido salir a caminar acompañando a Jesse y David. Ellos vinieron ayer para dejar algunos informes...

Las calles parecían querer atraparlos entre el tráfico. Los logotipos de las rebajas empezaban a aparecer en los grandes almacenes y algunos operarios, con cierta torpeza y cansancio, retiraban las estridentes luces de colores. Los taxis pasaban sin atender las señales de algunos clientes, los semáforos parecían enloquecer y el ruido de los motores era ya un murmullo clásico en aquel enjambre de almas.

No estaba demasiado lejos el edificio de Armand. Era gris, imponente y poseía un ajardinado cercano bastante llamativo. Las luces estaban encendidas, pues el personal se estaba haciendo cargo del orden y la limpieza de cada planta.

Al llegar Marius se sintió tentado. Deseaba cuestionar algunos hechos a quien fue su joven pupilo, el niño que rescató de la muerte y la miseria. Él, que ahora parecía rey del mundo moderno, parecía perdido en mitad de sus dudas. El imponente romano acabó abrazándolo en mitad del hall. Allí, bajo la lámpara de lágrimas de pedrería, besó las mejillas encendidas de su muchacho.

—¿Y Pandora?—preguntó apartándose de él—. ¿Por qué no vas a buscarla como aquella noche? ¿Ya no la amas?

—Siempre la amaré, pero nunca podremos estar juntos. Es imposible—esa respuesta no complació en absoluto sus deseos, sino que aumentó su rabia y celos—. También te amo a ti.

—Pero yo soy más insignificante—replicó caminando por aquellas baldosas de mármol recién pulido.

Su pequeña espalda se estrechaba en una cintura similar al de una mujer. Poseía unas caderas tentadoras, pero no tanto como sus glúteos. Los ojos de Marius se deslizaban por aquel pequeño monumento ruso. Era como un animal salvaje a punto de saltar sobre él, clavando sus uñas en el rostro y gritando que no era justo ese trato. Exótico y peligroso. Él lo sabía. Sin embargo, aquel romano no era un amante convencional, él sabía ser cruel y terrible.

Se aproximó a su creación con calma y lo tomó de los hombros, apoyando ambas manos sobre éstos, para luego susurrar versos de poemas que una vez recitó entre sábanas de seda roja, e hilos de oro y plata. Armand cerró los ojos dejándose llevar por la belleza y pronunciación de cada palabra. Era como una canción dulce que alentaba a creer que le amaban, que había un lugar llamado hogar donde regresar. Se abrazó rodeando su cintura, clavando sus dedos en sus costados, mientras intentaba contener las lágrimas. Cuando él se acercaba, cuando lo tocaba y dejaba su aroma disperso sobre sus ropas, sentía que volvía a estar seguro en Venecia. Se sentía joven de nuevo, un hombre casi niño, correteando por los pasillos de un palazzo lleno de frescos hermosos y lienzos magníficos. Podía incluso saborear el cerdo asado, el vino y la fruta madura recién traída del mercado. Incluso podía saborear aquel pan tierno que saciaba su apetito con un poco de manteca y unos trozos de pollo. Volvía a ser mortal e inocente, si alguna vez lo fue.

Se giró para mirarlo. Quería ver aquella hermosa escultura cincelada con el paso de los siglos. De inmediato colocó sus dedos sobre sus duras mejillas, deslizó las puntas de éstos por cada arruga pasada por alto por el ojo humano y dejó estos cerca de la comisura de sus labios. La mirada azul glacial que poseía tenía una pasión distinta, muy llamativa y tentadora, a la de cualquier otro. Sus ojos castaños, llenos de dolor y miseria, cambiaban por completo cuando se hallaban contemplando los de su maestro. Pese a sus celos se sentía dichoso, vivo, eufórico y enamorado.

Había confesado una gran mentira, pueril y torpe, a Gregory. Le había dicho que jamás amó, que no sabía amar, pero sí lo sabía. Había amado a Marius cuando era sólo un muchacho. Aquello no fue un capricho. Era el amor que siempre guardaría en sus recuerdos. Unos recuerdos que se volvían trágicos y olían a humo, cenizas y lágrimas. Pero ahora amaba a Antoine, un músico que endulzaba sus noches arropando su cuerpo, así como su alma, con la música de su violín y la seducción de su piano. Aquellas manos finas y amables no podían compararse con las toscas caricias de Marius. Sin embargo, eran lo mismo. Amaba a ambos. No había duda. Su corazón de dividía en mil pedazos y Marius, sabedor de todo, se sentía vencedor.

Su maestro no perdió el tiempo. Mientras él se debatía, Marius había abierto su chaqueta y empezado a tirar de su ropa. Armand se vio convertido en un chiquillo, en un muchacho deseoso de ser acariciado, y cuando lo tuvo desnudo tomó su lugar entre sus brazos. Un abrazo cruel con unas manos grandes que se deslizaban por su espalda, tocaban sus caderas y se dejaba llevar por la pasión.

Se cortó la lengua y le ofreció sangre, cálida y espesa, a su excepcional creación. Rodeó con sus labios los cálidos y atentos de su criatura. Abrazó con fuerza su cuerpo y dejó que la mente de Armand se perdiera. Aprovechó entonces para alzarlo y subirlo por la escalera. Sin perder el tiempo lo llevó a uno de los baños.

La habitación poseía unas hermosas vidrieras, grifería de oro que imitaban a hermosos cisnes con las alas plegadas, y lujosos muebles de baño vintage. La bañera poseía unas patas doradas de grifo, las delanteras eran de ave con unas escamas terribles y las traseras de león. La luz era tenue y el agua salía caliente con facilidad.

Dejó introducido en la bañera a Armand, permitiendo que las sales de baño y la sangre lo dejaran extasiado. Su mirada mostraba a un joven embelesado, perdido en el momento, mientras Marius se marchaba dirigente a su habitación. Quería encontrar una dosis de testosterona, el producto milagroso que Fareed había creado, para poder hacerle el amor.

Sin embargo, a quien encontró fue a Antoine. El cual clavó sus ojos azules, profundos como el océano, en aquel imbécil que iba y venía robando el cariño de Armand. Allí estaba, sentado en la cama de Armand con el violín entre sus brazos. Poseía el torso desnudo, pero sus piernas estaban enfundadas en unos pantalones vaqueros comunes, algo vulgares, ligeramente rotos en sus bajos.

Se bajó de la cama, dejó el violín y salió corriendo buscando a su amante y compañero. Marius farfulló, pero se sentía ganador. Creí que no podría echarlo, que quien saldría derrotado era el joven. Por eso le permitió ir hasta el baño, para que encontrara a Armand hundido en su mundo.

Sin embargo, no fue como Marius supuso. Fue terrible comprobar como ambos se abrazaban y lloraban. Armand se sentía perdido aún, pero desilusionado. Había fallado a su nuevo amante, el cual había dado todo por conocerlo y protegerlo. Sabía que era joven, frágil y que posiblemente podía ser condenado a la muerte. Conocía bien la historia de Antoine.

Antoine era un joven músico, pero su alma parecía ser antigua. Había estado tocando en tugurios, dejado que el fuego lo consumiera en dos ocasiones, luchado por las terribles heridas causadas por las llamas y la soledad, admitido su fracaso y buscado el aliento en las viejas conversaciones con un patán como Lestat. Un hombre de honor y orgullo extraño. Un muchacho comparado con él. De aspecto débil, por lo esbelto, y ligeramente frágil por sus rasgos minimamente aniñados. Si bien, fuerte. Siempre fue bueno con los puños y ahora, sin duda alguna, era fuerte mentalmente. Había padecido demasiado para rendirse y no luchar, para no redimir su dolor.

Marius aguardó en el marco de la puerta, esperando que Armand reaccionara finalmente y echase de aquel lugar al joven vampiro. Quería proseguir con sus juegos, los cuales eran injustos. Sin embargo, Armand no dijo nada. No echó a Antoine. De hecho besó sus labios y lo introdujo con él en la bañera.

Los besos suaves, casi tiernos, que se profesaban llenaron de cólera a Marius. Una cólera que no pudo contener. El espejo del baño estalló dejando vacío su marco de oro, para luego azotar la puerta con gran indignación logrando que se rompiera el marco. Allí quedaron los dos amantes, mientras el maestro de las pinturas, el que se creía dueño de su corazón, huía lleno de rabia.

Recordó entonces la noche anterior, vino a él la imagen de Arjun y Pandora conversando amablemente en las escaleras de uno de los museos de Londres. Uno de tantos. Había cientos en aquella ciudad. Era uno de los museos de historia y ellos parecían conversar sobre la suya propia. Él la adulaba con cariño, arropaba sus hombros con su propia gabardina y sostenía una mirada dulce, sosegada y entregada a una mujer que deseaba ser retada constantemente. Pero allí estaba, dejando que él la amara.

Decidió aguardar el momento para lanzarse, para apropiarse de su propia mujer, pero al seguirlos hasta un hotel cercano, bastante discreto en apariencia aunque de ostentoso lujo en su interior, notó como ambos se deshacían en caricias en el ascensor. Corrió por la parte trasera, se elevó hasta la última planta donde tenían la habitación y los observó por la ventana. En medio de una habitación recargada de pinturas elegantes, muebles clásicos y sofisticados, así como esculturas similares a las helénicas.

La pasión de aquellos dos cuerpos desnudos, acariciándose mutuamente, mientras se miraban con cariño. Los besos eran suaves, elegantes incluso, como los de cualquier hombre locamente enamorado. Sus cuerpos se entrelazaban, los gemidos comenzaron y el movimiento suave de las caderas del hindú le llenaron de rabia. Ver sus senos desnudos y temblorosos, con sus pezones castaños y duros, bajo los dientes de aquel idiota le destrozó por dentro. Aún más al escuchar perfectamente los gemidos y ver como ella le arañaba, convirtiéndose en la bestia y él en el seducido. Si bien no era sexo duro, sino sexo lleno de amor. Un amor intenso, pero equitativo. Él no intentaba dominarla y ella no deseaba torturarlo. Sólo se ofrecían mutuo consuelo lleno de lujuria.

Ese fue el momento exacto en el que toda la ciudad quedó a oscuras. Siempre había intentado que la ira no le consumiese, que el dolor no le afectase, que el desastre no llegase a controlarlo pero era imposible. Desde aquel momento se encontraba rabioso, insoportable y lleno de rabia. Para colmo de sus males se había encontrado con Armand y éste le había rechazado.

Entonces, cuando más furioso estaba, me encontró a mí. Estaba allí de pie con los brazos cruzados sobre mi torso. Había decidido desprenderme del grupo. David y Jesse se hallaban ensimismados en una de las bibliotecas públicas leyendo viejos documentos, informándose de noticias mucho más antiguas que ellos mismos. Me apasionaba la historia, las noticias, el periodismo de calle y la investigación. Sin embargo, me acababa fastidiando todo aquello. Necesitaba salir y estirar las piernas.

Amaba comprar café caliente y sostenerlo entre mis manos. Siempre le echaba un poco de whisky y aspiraba su aroma. Era delicioso volver a sentir el calor entre mis dedos, el aroma embriagándome, y sobre todo la sensación de ser normal. Era un muchacho más comprando café, caminando por la calle con un vaso de plástico término y dejándose llevar por sabe dios qué pensamientos.

—¿Estás molesto?—pregunté arrojando el café a una papelera cercana.

—¿No estabas con esos dos eruditos?—murmuró.

—Sí, pero disfruto más de tu compañía.

Aquellas palabras le arrancaron una sonora carcajada. Ambos nos comprendíamos de algún modo. Era como si fuésemos dos almas que, através de los siglos, hubiesen conectado más allá de cualquier impedimento. No había muros, no había fronteras culturales o ideológicas. Habíamos sido seres dichosos de algún modo, pero a la vez solitarios y sombríos, cargados de excesos y de futuro nada prometedor según nuestros padres. Nos convertimos en lo que deseábamos ser, pese a las críticas y el entusiasmo de otros por vernos fracasar, creímos perder el juicio por el fracaso y finalmente nos levantamos de algún modo sacudiéndonos las heridas. Eso éramos. Dos hombres que habían luchado codo con codo contra sí mismos.

Pasó su brazo derecho sobre mis hombros y me pegó contra él. Pude sentir el peso de su miembro, la dureza de su pecho y el roce de sus rubios cabellos contra mi mejilla. Me dio un beso en la comisura de mis labios y yo reí de nuevo. Era divertido sentirse libre, sin un lugar determinado en el cual vivir. Sin embargo, los dos teníamos nuestros pecados y sabíamos bien que, pese a todo, volvíamos el uno con el otro. Libres para ir y venir, pero atados al deseo constante de saber el uno del otro. Vivir con él era delicioso, pues no sólo aprendías de arte sino también de una historia que no suele contarse. Apreciaba los matices de la vida porque él los realzaba.

—Aún no te he dado mi regalo navideño—murmuró.

—Cierto...

Pasábamos por un edificio en ruinas, a punto de ser derruido para construir uno de esos elegantes y consumistas centros comerciales. No lo pensé demasiado. Simplemente actué. Me giré pegándome a su pecho y lo besé. Mi lengua se introdujo en su boca como una serpiente y decidí enroscarme en ella. Mis manos lo lo dudaron y bajaron hasta su bragueta, mientras mis pasos provocaban que él me siguiera hasta el interior del edificio. La puerta estaba hinchada y vieja, no fue difícil abrirla.

En ese momento saqué un paquete de parches. Había parches de testosterona. Fareed me había enviado un cargamento de nuevos productos. A todos nos tenía como conejillos de indias. No sólo eran para probar el sexo, sino también para mejorar nuestra comunicación mental. Incluso estaba vislumbrando como poder comunicarnos creados con nuestros creadores, igual que hacía Amel, sin impedimento de estar cercanos en sangre. Esos parches eran tan efectivos como las inyecciones, los podías transportar sin riesgo y parecían pequeñas tiritas.

Él se dejaba hacer, como si necesitara reconstruir su orgullo herido. Un orgullo demasiado inmenso, como su sexo. Bajé sus pantalones y me arrodillé mientras colocaba varios parches en sus muslos y vientre. Deseaba un fuerte efecto en él, para que así olvidase incluso su nombre. Pero no estaba decidido a que fuese únicamente el tratamiento quien incitase su deseo, pues mi lengua comenzó a lamer su glande. Pasaba la punta en círculos, para luego hacer sentir mi aliento y provocar que notara mis colmillos a punto de hacerle algún rasguño, sin pretenderlo.

Marius echó su cabeza hacia atrás, dio dos pasos contra la pared y se dejó guiar. No había tiempo que perder, por eso le pasé los parches para que me los colocara él. Le di dos de los apliques, los cuales terminaron en mi zurda. Mi lengua pasó del glande hasta la base y subía, para luego enroscarse y dejar que entrara su sexo en mi boca, hasta mi garganta. Cerré los ojos y perdí el control. Él me agarró de la cabeza, por las sienes, apretando con sus dedos mi cráneo. Llevaba un ritmo rápido y desesperado con sus caderas, mientras me bloqueaba cualquier movimiento con mi cabeza. Su pene entraba y salía de mis labios, los cuales apretaban con deseo aquel músculo duro y henchido.

Rápidamente, cuando el efecto estaba dominándome también a mí, me tiró al suelo y me arrancó la ropa, para luego girarme contra las sucias baldosas. No tardó en alzar mis caderas y colocarme como a una vulgar puta. Mis brazos se apoyaron en el suelo, mi cabeza quedó entre mis hombros y él me penetró con rabia. Una rabia que me hizo gemir entre el dolor y el placer.

Se sacó el cinturón y me azotó la espalda, logrando herirme y haciendo que salpicara algo de sangre. Sus movimientos eran cada vez más fuertes y profundos. Eran demasiado placenteros. Mis muslos temblaban. Mi figura se perló de sudor y sangre. Los azotes pararon cuando el cinturón se convirtió en mi correa, alrededor del cuello, la cual tiraba con impetuosidad.

—Daniel... —balbuceó entre gruñidos.

—Amo... amo...—suspiré casi sin aliento.

Puso su pie derecho sobre mi espalda. Mi pecho se pegó al polvoriento y roto suelo. Su miembro se clavaba haciéndose notar. Cada vena, cada trozo de él, era delicioso. Aquello era el paraíso del pecado, el cual ardía a mi alrededor. Y, entonces, caí desvanecido llegando al orgasmo final. Él decidió salir, girarme y venirse sobre mi rostro.

No recuerdo más, sólo sé que desperté en la cama mullida de su palazzo con él a mi lado. Olía a flores de jazmín y lavanda. Las pinturas del fresco del techo eran muy hermosas y me recordaban a Armand, aunque con una bondad para nada comparable con la malicia de su alma inmortal.


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Lestat de Lioncourt