No estaba muy convencido de ofreceros esto, puesto que hemos tenido problemas y muchos han sido desagradables, pero aquí va...
Lestat de Lioncourt
Estaba allí de pie observando el árbol
iluminado, como si todavía hubiese tiempo para celebrar la navidad
con alguien especial. El tiempo de hipocresía había terminado, poco
a poco se iba desmantelando la ilusión del comercio y la inocencia
infantil se iba devaluando, como cada año. Una nueva noche había
comenzado. Otra velada más a solas. Había decidido vivir solo unas
semanas. Necesitaba reorganizar su vida, pensar en todo lo que había
ocurrido éstos años y en las numerosas reuniones mantenidas.
Ya no era el más sabio, ni el más
viejo, ni el más importante y ni mucho menos el mecenas más
prodigioso. Era un vampiro más, de una larga lista de inmortales con
talento y tiempo libre para dedicarse a lo que más amaban. Sin
embargo, no se sentía menospreciado. No podía ser ingrato. Muchos
guardaban esperanzas en sus reglas, los jóvenes tenían fe en sus
palabras y sus pinturas comenzaban a llegar al mercado de arte con
gran aceptación.
Seguía pintando a pastel y óleo.
Ocasionalmente usaba algo más que los clásicos caballetes. Amaba
pintar en las paredes. Había conseguido encontrar una nueva técnica,
la del spray, y estaba intentando aprender de los jóvenes artistas
callejeros que plagaban las grandes ciudades. Durante días había
estado observando a un muchacho que solía inspirarse en esos
trabajos, que escribía sobre el arte urbano y tomaba fotografías a
la ciudad con una cámara algo retro, pero con una calidad
excepcional.
Persiguiendo al periodista descubrió
un nuevo mundo. Un mundo que le pareció placentero. Sin embargo,
seguía amando su pincel y dedicándose a pintar las obras clásicas
a su modo, así como creando otras nuevas con las técnicas que
aprendió en Venecia.
Pero en esos momentos, observando el
árbol y el pequeño nacimiento que yacía bajo éste, recordó una
obra que había pintado con meticulosidad. Su corazón sufrió un
vuelco. La adoración de los Reyes Magos, el fresco que estaba en
aquel palazzo que ardió hasta los cimientos, le hizo pensar en él.
Armand era una constante en su vida. No podía sacarse de su cabeza
la culpa, de su alma el deseo de buscarlo y de sus manos el tacto
sedoso de su cabello de fuego. Una obsesión insana seguía en él,
viva como siempre, pero no podía doblegarse y buscarlo con la excusa
de saber si se encontraba cómodo, angustiado o pensando en las
musarañas.
Su Amadeo, su querido Amadeo, había
cambiado y en los últimos tiempos se convirtió en un ser mucho más
adulto, más realista y lóbrego. Ya no era su querido niño, tampoco
el frustrado sectario de París. Era un hombre de negocios con
aspecto angelical, un muchacho que acudía a la ópera con sus
mejores ropas o paseaba por Nueva York como cualquier jovenzuelo, sin
levantar sospechas, buscando una víctima o simplemente queriendo ser
libre.
Cada vez que escuchaba su nombre, en
labios mortales o inmortales, algo en él se revolvía. Había
demasiadas cosas que le recordaban a él. Demasiadas. Sobre todo las
cosas que no podía eliminar del mundo o de sus cargos de conciencia.
Había pedido disculpas, pero habían sido tomadas a la ligera. No
podía hacer nada. Se sentía frustrado.
Entonces, como si sus pensamientos
hubiesen alentado a Armand a buscarlo, lo vio reflejado en el
escaparate donde estaba colocado aquel enorme árbol navideño. Pensó
que sus deseos le jugaban una mala pasada, pero finalmente al girarse
lo vio. Estaba allí de pie, como si fuese un ángel bajado del cielo
para consolarlo, con el rictus de su rostro serio y sus manos metidas
en el chaquetón de plumas azul oscuro que llevaba. La bufanda roja,
tan roja como la chaqueta que él mismo llevaba, colgaba cerrada a un
lado. Sus mejillas estaban iluminadas, así que significaba que se
había alimentado con glotonería.
—¿Qué haces aquí?—dijo.
—Vivo en Nueva York. Es mi
territorio. ¿Acaso empieza a fallarte la memoria, maestro?—preguntó
con un retintín sarcástico que le molestó, pero no hizo amago de
levantar su puño, o su ira, contra él—. Ven conmigo. En casa
tenemos la chimenea encendida—miró hacia el cielo nocturno y luego
lo miró a él—. Hoy es día cinco... es la adoración de los
Reyes. ¿Quieres adorarlos conmigo frente al fuego y olvidarte de
quedarte helado bajo los copos de nieve que ya están cayendo?
—Quizás...—susurró—. ¿Estará
tu violinista?
—Está en la ópera con Sybelle y
Benjamín—aseguró provocando que algo en él bailara de
felicidad—. Sólo estoy yo, pues Daniel ha decidido salir a caminar
acompañando a Jesse y David. Ellos vinieron ayer para dejar algunos
informes...
Las calles parecían querer atraparlos
entre el tráfico. Los logotipos de las rebajas empezaban a aparecer
en los grandes almacenes y algunos operarios, con cierta torpeza y
cansancio, retiraban las estridentes luces de colores. Los taxis
pasaban sin atender las señales de algunos clientes, los semáforos
parecían enloquecer y el ruido de los motores era ya un murmullo
clásico en aquel enjambre de almas.
No estaba demasiado lejos el edificio
de Armand. Era gris, imponente y poseía un ajardinado cercano
bastante llamativo. Las luces estaban encendidas, pues el personal se
estaba haciendo cargo del orden y la limpieza de cada planta.
Al llegar Marius se sintió tentado.
Deseaba cuestionar algunos hechos a quien fue su joven pupilo, el
niño que rescató de la muerte y la miseria. Él, que ahora parecía
rey del mundo moderno, parecía perdido en mitad de sus dudas. El
imponente romano acabó abrazándolo en mitad del hall. Allí, bajo
la lámpara de lágrimas de pedrería, besó las mejillas encendidas
de su muchacho.
—¿Y Pandora?—preguntó apartándose
de él—. ¿Por qué no vas a buscarla como aquella noche? ¿Ya no
la amas?
—Siempre la amaré, pero nunca
podremos estar juntos. Es imposible—esa respuesta no complació en
absoluto sus deseos, sino que aumentó su rabia y celos—. También
te amo a ti.
—Pero yo soy más
insignificante—replicó caminando por aquellas baldosas de mármol
recién pulido.
Su pequeña espalda se estrechaba en
una cintura similar al de una mujer. Poseía unas caderas tentadoras,
pero no tanto como sus glúteos. Los ojos de Marius se deslizaban por
aquel pequeño monumento ruso. Era como un animal salvaje a punto de
saltar sobre él, clavando sus uñas en el rostro y gritando que no
era justo ese trato. Exótico y peligroso. Él lo sabía. Sin
embargo, aquel romano no era un amante convencional, él sabía ser
cruel y terrible.
Se aproximó a su creación con calma y
lo tomó de los hombros, apoyando ambas manos sobre éstos, para
luego susurrar versos de poemas que una vez recitó entre sábanas de
seda roja, e hilos de oro y plata. Armand cerró los ojos dejándose
llevar por la belleza y pronunciación de cada palabra. Era como una
canción dulce que alentaba a creer que le amaban, que había un
lugar llamado hogar donde regresar. Se abrazó rodeando su cintura,
clavando sus dedos en sus costados, mientras intentaba contener las
lágrimas. Cuando él se acercaba, cuando lo tocaba y dejaba su aroma
disperso sobre sus ropas, sentía que volvía a estar seguro en
Venecia. Se sentía joven de nuevo, un hombre casi niño, correteando
por los pasillos de un palazzo lleno de frescos hermosos y lienzos
magníficos. Podía incluso saborear el cerdo asado, el vino y la
fruta madura recién traída del mercado. Incluso podía saborear
aquel pan tierno que saciaba su apetito con un poco de manteca y unos
trozos de pollo. Volvía a ser mortal e inocente, si alguna vez lo
fue.
Se giró para mirarlo. Quería ver
aquella hermosa escultura cincelada con el paso de los siglos. De
inmediato colocó sus dedos sobre sus duras mejillas, deslizó las
puntas de éstos por cada arruga pasada por alto por el ojo humano y
dejó estos cerca de la comisura de sus labios. La mirada azul
glacial que poseía tenía una pasión distinta, muy llamativa y
tentadora, a la de cualquier otro. Sus ojos castaños, llenos de
dolor y miseria, cambiaban por completo cuando se hallaban
contemplando los de su maestro. Pese a sus celos se sentía dichoso,
vivo, eufórico y enamorado.
Había confesado una gran mentira,
pueril y torpe, a Gregory. Le había dicho que jamás amó, que no
sabía amar, pero sí lo sabía. Había amado a Marius cuando era
sólo un muchacho. Aquello no fue un capricho. Era el amor que
siempre guardaría en sus recuerdos. Unos recuerdos que se volvían
trágicos y olían a humo, cenizas y lágrimas. Pero ahora amaba a
Antoine, un músico que endulzaba sus noches arropando su cuerpo, así
como su alma, con la música de su violín y la seducción de su
piano. Aquellas manos finas y amables no podían compararse con las
toscas caricias de Marius. Sin embargo, eran lo mismo. Amaba a ambos.
No había duda. Su corazón de dividía en mil pedazos y Marius,
sabedor de todo, se sentía vencedor.
Su maestro no perdió el tiempo.
Mientras él se debatía, Marius había abierto su chaqueta y
empezado a tirar de su ropa. Armand se vio convertido en un
chiquillo, en un muchacho deseoso de ser acariciado, y cuando lo tuvo
desnudo tomó su lugar entre sus brazos. Un abrazo cruel con unas
manos grandes que se deslizaban por su espalda, tocaban sus caderas y
se dejaba llevar por la pasión.
Se cortó la lengua y le ofreció
sangre, cálida y espesa, a su excepcional creación. Rodeó con sus
labios los cálidos y atentos de su criatura. Abrazó con fuerza su
cuerpo y dejó que la mente de Armand se perdiera. Aprovechó
entonces para alzarlo y subirlo por la escalera. Sin perder el tiempo
lo llevó a uno de los baños.
La habitación poseía unas hermosas
vidrieras, grifería de oro que imitaban a hermosos cisnes con las
alas plegadas, y lujosos muebles de baño vintage. La bañera poseía
unas patas doradas de grifo, las delanteras eran de ave con unas
escamas terribles y las traseras de león. La luz era tenue y el agua
salía caliente con facilidad.
Dejó introducido en la bañera a
Armand, permitiendo que las sales de baño y la sangre lo dejaran
extasiado. Su mirada mostraba a un joven embelesado, perdido en el
momento, mientras Marius se marchaba dirigente a su habitación.
Quería encontrar una dosis de testosterona, el producto milagroso
que Fareed había creado, para poder hacerle el amor.
Sin embargo, a quien encontró fue a
Antoine. El cual clavó sus ojos azules, profundos como el océano,
en aquel imbécil que iba y venía robando el cariño de Armand. Allí
estaba, sentado en la cama de Armand con el violín entre sus brazos.
Poseía el torso desnudo, pero sus piernas estaban enfundadas en unos
pantalones vaqueros comunes, algo vulgares, ligeramente rotos en sus
bajos.
Se bajó de la cama, dejó el violín y
salió corriendo buscando a su amante y compañero. Marius farfulló,
pero se sentía ganador. Creí que no podría echarlo, que quien
saldría derrotado era el joven. Por eso le permitió ir hasta el
baño, para que encontrara a Armand hundido en su mundo.
Sin embargo, no fue como Marius supuso.
Fue terrible comprobar como ambos se abrazaban y lloraban. Armand se
sentía perdido aún, pero desilusionado. Había fallado a su nuevo
amante, el cual había dado todo por conocerlo y protegerlo. Sabía
que era joven, frágil y que posiblemente podía ser condenado a la
muerte. Conocía bien la historia de Antoine.
Antoine era un joven músico, pero su
alma parecía ser antigua. Había estado tocando en tugurios, dejado
que el fuego lo consumiera en dos ocasiones, luchado por las
terribles heridas causadas por las llamas y la soledad, admitido su
fracaso y buscado el aliento en las viejas conversaciones con un
patán como Lestat. Un hombre de honor y orgullo extraño. Un
muchacho comparado con él. De aspecto débil, por lo esbelto, y
ligeramente frágil por sus rasgos minimamente aniñados. Si bien,
fuerte. Siempre fue bueno con los puños y ahora, sin duda alguna,
era fuerte mentalmente. Había padecido demasiado para rendirse y no
luchar, para no redimir su dolor.
Marius aguardó en el marco de la
puerta, esperando que Armand reaccionara finalmente y echase de aquel
lugar al joven vampiro. Quería proseguir con sus juegos, los cuales
eran injustos. Sin embargo, Armand no dijo nada. No echó a Antoine.
De hecho besó sus labios y lo introdujo con él en la bañera.
Los besos suaves, casi tiernos, que se
profesaban llenaron de cólera a Marius. Una cólera que no pudo
contener. El espejo del baño estalló dejando vacío su marco de
oro, para luego azotar la puerta con gran indignación logrando que
se rompiera el marco. Allí quedaron los dos amantes, mientras el
maestro de las pinturas, el que se creía dueño de su corazón, huía
lleno de rabia.
Recordó entonces la noche anterior,
vino a él la imagen de Arjun y Pandora conversando amablemente en
las escaleras de uno de los museos de Londres. Uno de tantos. Había
cientos en aquella ciudad. Era uno de los museos de historia y ellos
parecían conversar sobre la suya propia. Él la adulaba con cariño,
arropaba sus hombros con su propia gabardina y sostenía una mirada
dulce, sosegada y entregada a una mujer que deseaba ser retada
constantemente. Pero allí estaba, dejando que él la amara.
Decidió aguardar el momento para
lanzarse, para apropiarse de su propia mujer, pero al seguirlos hasta
un hotel cercano, bastante discreto en apariencia aunque de ostentoso
lujo en su interior, notó como ambos se deshacían en caricias en el
ascensor. Corrió por la parte trasera, se elevó hasta la última
planta donde tenían la habitación y los observó por la ventana. En
medio de una habitación recargada de pinturas elegantes, muebles
clásicos y sofisticados, así como esculturas similares a las
helénicas.
La pasión de aquellos dos cuerpos
desnudos, acariciándose mutuamente, mientras se miraban con cariño.
Los besos eran suaves, elegantes incluso, como los de cualquier
hombre locamente enamorado. Sus cuerpos se entrelazaban, los gemidos
comenzaron y el movimiento suave de las caderas del hindú le
llenaron de rabia. Ver sus senos desnudos y temblorosos, con sus
pezones castaños y duros, bajo los dientes de aquel idiota le
destrozó por dentro. Aún más al escuchar perfectamente los gemidos
y ver como ella le arañaba, convirtiéndose en la bestia y él en el
seducido. Si bien no era sexo duro, sino sexo lleno de amor. Un amor
intenso, pero equitativo. Él no intentaba dominarla y ella no
deseaba torturarlo. Sólo se ofrecían mutuo consuelo lleno de
lujuria.
Ese fue el momento exacto en el que
toda la ciudad quedó a oscuras. Siempre había intentado que la ira
no le consumiese, que el dolor no le afectase, que el desastre no
llegase a controlarlo pero era imposible. Desde aquel momento se
encontraba rabioso, insoportable y lleno de rabia. Para colmo de sus
males se había encontrado con Armand y éste le había rechazado.
Entonces, cuando más furioso estaba,
me encontró a mí. Estaba allí de pie con los brazos cruzados sobre
mi torso. Había decidido desprenderme del grupo. David y Jesse se
hallaban ensimismados en una de las bibliotecas públicas leyendo
viejos documentos, informándose de noticias mucho más antiguas que
ellos mismos. Me apasionaba la historia, las noticias, el periodismo
de calle y la investigación. Sin embargo, me acababa fastidiando
todo aquello. Necesitaba salir y estirar las piernas.
Amaba comprar café caliente y
sostenerlo entre mis manos. Siempre le echaba un poco de whisky y
aspiraba su aroma. Era delicioso volver a sentir el calor entre mis
dedos, el aroma embriagándome, y sobre todo la sensación de ser
normal. Era un muchacho más comprando café, caminando por la calle
con un vaso de plástico término y dejándose llevar por sabe dios
qué pensamientos.
—¿Estás molesto?—pregunté
arrojando el café a una papelera cercana.
—¿No estabas con esos dos
eruditos?—murmuró.
—Sí, pero disfruto más de tu
compañía.
Aquellas palabras le arrancaron una
sonora carcajada. Ambos nos comprendíamos de algún modo. Era como
si fuésemos dos almas que, através de los siglos, hubiesen
conectado más allá de cualquier impedimento. No había muros, no
había fronteras culturales o ideológicas. Habíamos sido seres
dichosos de algún modo, pero a la vez solitarios y sombríos,
cargados de excesos y de futuro nada prometedor según nuestros
padres. Nos convertimos en lo que deseábamos ser, pese a las
críticas y el entusiasmo de otros por vernos fracasar, creímos
perder el juicio por el fracaso y finalmente nos levantamos de algún
modo sacudiéndonos las heridas. Eso éramos. Dos hombres que habían
luchado codo con codo contra sí mismos.
Pasó su brazo derecho sobre mis
hombros y me pegó contra él. Pude sentir el peso de su miembro, la
dureza de su pecho y el roce de sus rubios cabellos contra mi
mejilla. Me dio un beso en la comisura de mis labios y yo reí de
nuevo. Era divertido sentirse libre, sin un lugar determinado en el
cual vivir. Sin embargo, los dos teníamos nuestros pecados y
sabíamos bien que, pese a todo, volvíamos el uno con el otro.
Libres para ir y venir, pero atados al deseo constante de saber el
uno del otro. Vivir con él era delicioso, pues no sólo aprendías
de arte sino también de una historia que no suele contarse.
Apreciaba los matices de la vida porque él los realzaba.
—Aún no te he dado mi regalo
navideño—murmuró.
—Cierto...
Pasábamos por un edificio en ruinas, a
punto de ser derruido para construir uno de esos elegantes y
consumistas centros comerciales. No lo pensé demasiado. Simplemente
actué. Me giré pegándome a su pecho y lo besé. Mi lengua se
introdujo en su boca como una serpiente y decidí enroscarme en ella.
Mis manos lo lo dudaron y bajaron hasta su bragueta, mientras mis
pasos provocaban que él me siguiera hasta el interior del edificio.
La puerta estaba hinchada y vieja, no fue difícil abrirla.
En ese momento saqué un paquete de
parches. Había parches de testosterona. Fareed me había enviado un
cargamento de nuevos productos. A todos nos tenía como conejillos de
indias. No sólo eran para probar el sexo, sino también para mejorar
nuestra comunicación mental. Incluso estaba vislumbrando como poder
comunicarnos creados con nuestros creadores, igual que hacía Amel,
sin impedimento de estar cercanos en sangre. Esos parches eran tan
efectivos como las inyecciones, los podías transportar sin riesgo y
parecían pequeñas tiritas.
Él se dejaba hacer, como si necesitara
reconstruir su orgullo herido. Un orgullo demasiado inmenso, como su
sexo. Bajé sus pantalones y me arrodillé mientras colocaba varios
parches en sus muslos y vientre. Deseaba un fuerte efecto en él,
para que así olvidase incluso su nombre. Pero no estaba decidido a
que fuese únicamente el tratamiento quien incitase su deseo, pues mi
lengua comenzó a lamer su glande. Pasaba la punta en círculos, para
luego hacer sentir mi aliento y provocar que notara mis colmillos a
punto de hacerle algún rasguño, sin pretenderlo.
Marius echó su cabeza hacia atrás,
dio dos pasos contra la pared y se dejó guiar. No había tiempo que
perder, por eso le pasé los parches para que me los colocara él. Le
di dos de los apliques, los cuales terminaron en mi zurda. Mi lengua
pasó del glande hasta la base y subía, para luego enroscarse y
dejar que entrara su sexo en mi boca, hasta mi garganta. Cerré los
ojos y perdí el control. Él me agarró de la cabeza, por las
sienes, apretando con sus dedos mi cráneo. Llevaba un ritmo rápido
y desesperado con sus caderas, mientras me bloqueaba cualquier
movimiento con mi cabeza. Su pene entraba y salía de mis labios, los
cuales apretaban con deseo aquel músculo duro y henchido.
Rápidamente, cuando el efecto estaba
dominándome también a mí, me tiró al suelo y me arrancó la ropa,
para luego girarme contra las sucias baldosas. No tardó en alzar mis
caderas y colocarme como a una vulgar puta. Mis brazos se apoyaron en
el suelo, mi cabeza quedó entre mis hombros y él me penetró con
rabia. Una rabia que me hizo gemir entre el dolor y el placer.
Se sacó el cinturón y me azotó la
espalda, logrando herirme y haciendo que salpicara algo de sangre.
Sus movimientos eran cada vez más fuertes y profundos. Eran
demasiado placenteros. Mis muslos temblaban. Mi figura se perló de
sudor y sangre. Los azotes pararon cuando el cinturón se convirtió
en mi correa, alrededor del cuello, la cual tiraba con impetuosidad.
—Daniel... —balbuceó entre
gruñidos.
—Amo... amo...—suspiré casi sin
aliento.
Puso su pie derecho sobre mi espalda.
Mi pecho se pegó al polvoriento y roto suelo. Su miembro se clavaba
haciéndose notar. Cada vena, cada trozo de él, era delicioso.
Aquello era el paraíso del pecado, el cual ardía a mi alrededor. Y,
entonces, caí desvanecido llegando al orgasmo final. Él decidió
salir, girarme y venirse sobre mi rostro.
No recuerdo más, sólo sé que
desperté en la cama mullida de su palazzo con él a mi lado. Olía a
flores de jazmín y lavanda. Las pinturas del fresco del techo eran
muy hermosas y me recordaban a Armand, aunque con una bondad para
nada comparable con la malicia de su alma inmortal.
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