Lestat de Lioncourt
Noche lluviosa y fría en Auvernia. Los
árboles se quejaban doblándose fuera. La ventisca era intensa, pues
tenía ráfagas de aire bastante fuertes capaces de arrancar árboles,
aunque no hacía el suficiente frío como para que nevera. Ese año
aún no había caído ni un copo. Era extraño ver el paisaje
invernal de ese modo, estando a primeros de Enero. Sin embargo, no
había nada que hacer. No se podía controlar un tiempo que se estaba
destruyendo por culpa de la contaminación del hombre, sus deseos
insaciables de destruir el mundo a cambio de monedas y billetes.
Nada. Uno no puede hacer nada si el resto camina al contrario.
Semanas atrás había sido casi
imposible caminar por París, una ciudad que no estaba muy lejos de
donde se situaba el castillo, debido a seguridad tras los atentados y
a la gran afluencia turística. Muchos enamorados seguían decidiendo
ir a la ciudad del amor, la moda, la alta cocina y robo a mano armada
en las diferentes céntricos cafés, restaurantes y terrazas de todo
tipo. Aún así el negocio estaba en auge.
Auvernia era muy distinto. Aún era un
pueblo olvidado de la mano de Dios. Todavía el turismo no acudía en
masa. La ladera seguía teniendo los animales más afortunados de la
región, pues nadie los espantaba ni cazaba. El castillo se mostraba
siempre imponente, con algunas luces encendidas, convertido en una
llama que avivaba el corazón de un pueblo que estaba condenado a ser
olvidado. Pero ya no.
Lestat había reconstruido éste piedra
a piedra, invirtiendo una gran suma de dinero e ilusiones. El
constructor, como todo su equipo, vivía no muy lejos. Todavía
quedaban salas por terminar, pero era habitable y él disfrutaba de
aquel lugar como nunca.
Louis estaba allí, convirtiendo sus
días y noches en algo distinto. Sin olvidar un cachorro de mastín
que había adquirido recientemente, fruto del amor de su madre, y el
propio Amel que coexistía en su mismo cuerpo. Por así decirlo,
Lestat no sentía la soledad en ese momento. Había encontrado lo que
necesitaba, lo que siempre había estado buscando.
—Viktor dijo que vendría—murmuró
Louis mirando el gran reloj de la sala.
Era un reloj de péndulo, el cual había
que darle cuerda de vez en cuando, y que se mostraba imponente,
sofisticado y como una decoración más que como algo útil. Lestat
sólo lo miraba para regodearse en su buen gusto, pero para nada más.
Nunca echaba en cuenta las horas, pues para él siempre era demasiado
temprano. Un vampiro como Lestat podía despertarse cuando el sol aún
estaba en el cielo, reinando con cierta soberbia, y podía marcharse
a descansar después del amanecer, casi a medio día.
Su mártir, su filósofo eterno, su
piadosa muerte y, en definitiva, su corazón estaba inquieto. Siempre
vivía inquieto. Jamás era del todo feliz. Buscaba cualquier excusa
para mostrarse abatido o infeliz. Fuese cual fuese. Era algo
intrínseco, como le ocurre a los humanos. Los humanos nunca son
felices por completo, siempre están insatisfechos y quejosos de
cualquier cosa. No importa el contexto. Jamás se sienten dichosos y
siempre mejorarían sus vidas, se lamentan por cosas ocurridas en el
pasado y sufren terriblemente. Lestat también lo hacía, como no,
pero optaba por callarse y asumir un drama mucho más intenso. El
Príncipe de los Vampiros vivía un duelo eterno consigo mismo, con
sus deseos y frustraciones. Itnentaba poner remedio a sus torpezas y
fracasos, alentándose así mismo y no hundiéndose. Pese a la
soledad en la cual vivía, que siempre le rondaba con sus manos frías
similares a la muerte, él no se dejaba ahogar por las penas. Sin
embargo, Louis estaba encantado.
—Si no te lamentas no eres
feliz—resopló tras el periódico.
Aún compraba el periódico. De hecho
compraba periódicos de diversos lugares del mundo, de indistinta
ideología, y conseguía así cuestionarse todo e informarse a la
vez. Como todos los vampiros, jóvenes o viejos, tenía manías y
costumbres. Él, sin duda alguna, tenía esa y no podía evitarlo.
—¿Me estás llamando
melodramático?—preguntó Louis ofendido. Éste dejó el libro que
tenía entre sus manos a un lado, colocándolo a pocos centímetros
de él en el asiento libre entre ambos.
—¿Acaso no lo eres?—dijo sin
perder el hilo de sus lecturas—. Vaya, al parecer los productos
hindúes están revolucionando el mercado tecnológico...
—¡No me cambies de tema de
conversación!—exclamó tomando el libro, para luego lanzárselo
con fallida puntería.
El libro aterrizó contra el suelo,
quedando abierto con el lomo, la contraportada y portada hacia
arriba. Lestat había logrado esquivarlo, y su periódico también.
Las memorias de aquella actriz famosa, de cine y teatro, habían sido
arrojadas en vano.
—¡Contesta!—gritó arrancándole
el periódico.
—¡Mi periódico! ¡Iba a mirar como
iban mis inversiones en bolsa!—refunfuñó—. Louis...
—Si vas a quejarte de mí, de mi
forma de ser y sentir, por favor te pido que seas valiente y lo hagas
a la cara. ¡Mírame!—dijo agarrándolo del cuello de su camisa
color cereza.
Desde que Lestat le había dado de
nuevo la sangre, pasando por lo que ahora sabía a ciencia cierta,
Louis había despertado. Ya no era tan lánguido ni se dejaba vencer
con facilidad. Era ligeramente más terco y parecía encajar mejor
las discusiones. Por eso acabó sobre las piernas de Lestat, con la
frente pegada a la suya y sus ardientes ojos verdes fijos en los azul
grisáceos, con fabulosos toques violetas, que Lestat poseía.
Ambos eran muy distintos físicamente,
pero también sus almas lo eran. Lestat era terco, orgulloso, amaba
las discusiones y también meter las narices en asuntos que no le
debían siquiera importar. Siempre ha estado inmerso en problemas por
querer indagar en cuestiones tóxicas, inapropiadas o fuera de la
ley. Amaba trasgredir normas. Pero también amaba seguir otras
tendencias, como la moda. Llevaba prendas que había visto anunciada
en distinguidas boutiques, pantalones tejanos de diseño harapiento y
unas botas de punta ligeramente alargada, con algo de tacón, que
Louis le había comprado recientemente. Tenía la imagen de un
muchacho rebelde, aunque intentase por todos los medios parecer
clásico. La chaqueta de cuero estaba tirada, de cualquier modo, en
el sillón de orejas próximo, y estaban junto a sus gafas de sol y
unos guantes sin dedos que usaba para conducir sus deportivos o su
amada harley. Louis era más precavido, y alimentaba su curiosidad
con preguntas a otros. Nunca se exponía demasiado al gran público,
aunque había tomado decisiones precipitadas y temerarias en los
últimos tiempos como salvar a Rose de aquella horrible institución.
Su ropa era más clásica. Su camisa tenía unos botones menos
llamativos, del mismo color negro que la tela de la prenda, y sus
pantalones eran de vestir y llevaba chaleco. Lestat tenía el pelo
suelto y rebelde, pero Louis lo tenía recogido y bien peinado.
Dos seres distintos que se atraían a
la vez que discutían. De hecho, las discusiones mantenían la llama
encendida. Pues del mismo modo que se gritaban, se besaban. Y eso
ocurrió. La ropa no tardó demasiado en desprenderse de sus cuerpos
y quedar ambos sobre la alfombra de imitación de piel de oso pardo.
—¿Tienes dosis?—preguntó Louis
aceptando que Lestat mordisqueara su lóbulo derecho.
—Sí, tengo parches en la
chaqueta—susurró.
—¡Y por qué tienes parches
ahí!—dijo tomándolo del rostro para que le respondiera.
—Tengo parches en muchas de mis
prendas—respondió con una sonrisa divertida—. Así siempre los
tengo a mano...
—Para usarlo con golfas...—musitó
arrugando la nariz, deseando salir de allí.
—¿Te estás llamando golfa?—preguntó
echándose a reír—. La única golfa que deseo eres tú, imbécil.
Estiró su mano tomando la prenda,
logrando que cayera cerca de ambos. Del interior de uno de sus
bolsillos sacó un par de parches, los cuales acabaron sobre el
vientre de Louis y el suyo propio. Los besos se encendieron y sus
cuerpos también. El calor sofocante de una llamarada, de fuego
abrasador, parecía haberse iniciado en ambos. Sobre todo, el calor
entre sus piernas. Ambos miembros se endurecieron aún más, mientras
sus labios se seducían con lujuria y necesidad.
Louis jadeaba bajo, permitiendo que los
dientes de Lestat rasguñaran su perlada piel. Sus pezones, estaban
duros, y parecían necesitados de caricias, por eso acabaron
pellizcados, e incluso mordidos, mientras sus piernas se abrían y
sus caderas se elevaban. Quería sentirlo dentro de él, rompiéndole
en dos. Necesitaba olvidar la discusión, la angustia y cualquier
penuria con el cuerpo de quien siempre había sido su único amor.
Él nunca había amado antes. Jamás se
entregó a otro hombre. Se había sentido tentado por algunos
muchachos, también por alguna mujer. Pero el amor era imposible. Al
único hombre que había amado de forma sincera fue a su hermano, y
era un amor puro y para nada pecaminoso. Lestat le recordaba a él en
algunos aspectos, pues le había salvado del mundo del mismo modo que
Paul había querido salvarlo a él. Un mundo que se había convertido
en un libro salvaje, un jardín paradisíaco lleno de demonios,
gracias al pacto que hicieron. Lestat era su demonio, su Lucifer
particular, y él un idiota que se dejaba tentar con facilidad.
La lengua serpenteante de Lestat
formaban pequeños caminos insinuantes, muy excitantes, que alentaban
al deseo. La punta húmeda y ágil había jugueteado cerca de su
ombligo, bajando hacia su vientre y rozado el inicio de su sexo. Sus
muslos temblaron, aunque en realidad Louis se agitó por completo. El
latido de su corazón y respiración eran acelerados.
—Hazlo, hazlo... —le animó
hundiendo sus largos dedos en el cabello rubio de su amante.
Lestat no estaba dispuesto a ir tan
rápido, así que simplemente lo giró dejándolo de espaldas a él,
para comenzar a lamer entre sus nalgas. Hundía su lengua en aquel
pequeño orificio, el cual estaba deseando ser penetrado con rabia y
erótica violencia. Los gemidos de Louis no tardaron en elevarse
hasta el techo, justo donde se hallaban las hermosas lámparas que
habían adquirido hacía unas noches. Sus gritos de placer rebotaban
en cada esquina, como si quisieran derribar los fuertes puros
repletos de viejos escudos y pendones con el símbolo de la casa
Lioncourt.
Y, entonces, en medio de ese salvaje
placer llegó otro mayor. Lestat lo penetró con fuerza, sin previo
aviso, provocando que Louis hundiese su cabeza entre sus delgados
brazos. Así, acorralado contra el suelo, se le acentuaba aún más
la cintura. Era menudo, mucho más que Lestat, aunque con las prendas
solía parecer más masculina su figura.
Gruñían, gemían y se confesaban
palabras sucias. Lo hacían sintiéndose libres, sin nadie que
pudiese verlos, pero no fue así. Viktor y Rose entraron en el gran
salón encontrándose la escena. La joven sólo se llevó las manos a
la boca y abrió los ojos, atónita, mientras que el muchacho
simplemente observó con curiosidad como su padre “domesticaba” a
la fiera. En ese instante Louis llegó, manchando la alfombra con su
semen, y poco después lo hizo Lestat.
—Ya no veré igual a esa
alfombra—murmuró Viktor haciéndose notar.
—¡Lestat! ¡Mi ropa! ¡Lestat!
¡Aparta!—dijo al girar su rostro y ver a ambos, allí de pie,
observando la escena—. ¡Tus hijos, Lestat!
—¡No digas que somos hijos suyos!
¡Me hace sentir sucia al acostarme con Viktor!—reprochó Rose
ocultándose tras el doble perfecto de Lestat, aunque ligeramente más
alto y fornido.
—No digas tonterías, Rose. He
conocido familias infectadas por el incesto. De hecho...
—No es momento para hablar de
historia, ¿no crees?—dijo riéndose su hijo. Su propio vástago se
burlaba de esa escena, pero en sus fueros internos había imaginado a
Rose bajo su cuerpo.
Se preguntó, como no, si era así como
se veían cuando hacían el amor. Louis tenía ciertos rasgos
similares a Rose. Era de cabello negro como el ébano, ojos claros,
piel delicada y de aspecto frágil. Y él, como no, era la viva
imagen de su padre.
En aquellos momentos, mientras Louis
intentaba huir y Lestat correteaba tras él, recordó la noche
anterior. Rose tenía sus senos perfumados y envueltos en un
sofisticado dos piezas negro lleno de encaje, y alguna pedrería, que
él mismo había comprado y elegido. Ella se dejó hacer, como si
fuera una esclava sexual dominada por los más bajos instintos. Sus
manos pequeñas y finas habían masturbado su miembro, masajeado sus
testículos, y erizado su piel con sus largas uñas. La lengua de su
amante era sensual y atrevida, para nada tímida como era fuera de la
cama.
Nada más recordar sus ingles
calientes, su vagina húmeda y receptiva, se excitó deseando tener
los parches a mano. Podía robar los de su padre, llevarla a su
habitación y hacerla suya. Deseaba susurrarle palabras sucias y
terribles, hacerle proposiciones deshonestas y lamer su cuello antes
de tirarla a la cama, penetrarla con fuerza y hacerla sentirse
acorralada, y aplastada, por el peso de su cuerpo.
Su padre finalmente fue arrastrado por
Louis hacia su habitación. El efecto de los parches eran más
duraderos, pues se iba dosificando poco a poco y no era tan directo
como las inyecciones. Y, allí, a disposición suya quedaron los
parches. Sin embargo, recordó que no quedaban femeninos. Que no
podría ofrecerle el mismo placer a su encantadora Rose. Así que
desechó la idea, aunque se giró y la tomó del rostro sonriendo
perversamente.
—Hoy te libras, amada mía—dijo
apoyando su frente sobre la de su acalorada, y algo asustada,
muchacha—. Pero mañana el lobo vendrá a comerte—susurró
agarrándola de la cintura, para besarla de forma apasionada.
Y, os puedo asegurar, que de tal palo
tal astilla. He intentado por todos los medios que Viktor no sea como
su padre. Sin embargo, cada día compruebo que la genética va más
allá del color de ojos, algunas patologías y diversos mecanismos de
defensa. Esto va mucho más allá. ¡Sobre todo porque me tienen que
contar sus juegos sexuales! ¿Acaso yo cuento los míos con Seth?
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