Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 5 de enero de 2016

Fanfic Regalo de reyes 3 - El amor en los tiempos de la locura y el hambre.

He encontrado cosas de Nicolas y sigo descubriendo quien era. De verdad, no me percataba de nada.

Lestat de Lioncourt



Estaba sentado allí, sobre el tejado del teatro, observando a la multitud salir tras abrirse las puertas. Las señoras parecían decididas a seguir coqueteando y suspirando por la obra que acababan de ver representada, los hombres parecían más entretenidos en entusiasmarlas que en recordar la melodía que él hacía tocado. Los músicos en el foso sólo eran la melodía, la magia se hacía en el escenario y allí Lestat irradiaba una luz infinita.

En aquel pequeño escenario se recreaba una historia de amor, intriga palaciega y desesperación. Lestat era Leilo, el joven conquistador, y bailaba mientras entonaba canciones llenas de pasión y belleza. La obra siempre cambiaba, de un día a otro, por los pequeños matices que mejoraban con las sesiones anteriores. Todo París estaba deseando ver a aquel maldito idiota de pueblo convertirse en estrella. La sala se llenaba de aplausos y admiración para el joven actor. Pronto su nombre estaría en carteles más importantes y con letras doradas, letras que había del actor principal y no del secundario.

Estaba seguro que destacaría. Era el príncipe de los imposibles. Siempre lo había visto como los viejos príncipes que se enfrentaban incluso a dragones o peligros inesperados. Él había conquistado cosas que ningún otro había logrado siquiera imaginar. Despachó a ocho lobos, dejando su sangre manchada en la nieve y en sus ropas, marcando su alma para siempre. Le había dado un poder incalculable, pues había tomado fuerzas para seguir rodeado de perdedores en una taberna.

Sin embargo, esa misma fuerza, la cual derrochaba en el escenario, empequeñecía aún más mi alma. Me sentía desterrado de su corazón. Empecé a preguntarme si no era más feliz humillado y golpeado por mi padre, en una aldea nevada y perdida, que en un ático en los suburbios de una ciudad donde podía ser libre, pero comprobar como mi amor se hundía en brea.

Me encogí sobre el tejado, dejando mi violín guardado en su funda y colgado de mi espalda. Deseaba esfumarme. Imaginé al mundo tragándome mientras intentaba mantenerme sereno, pues no quería llorar de rabia y desesperación. Entonces, como de la nada, apareció con aquella ropa del teatro y esa peluca empolvada. Reía a carcajadas coqueteando con todas las fulanas del teatro, sonriendo maravillado.

Decidí incorporarme, sacar el violín y comenzar a tocar como si mi vida dependiera de ello. La música rasgó la noche. Las nubes que encapotaban los cielos parecían condensarse aún más, como si quisieran derramar las lágrimas que yo mismo soportaba. Él me estaba arrojando a la demencia, me estaba quitando lo único por lo cual me mantenía en los límites de la cordura y la enajenación mental.

Él alzó la vista, guardando su satisfacción y mostrando ciertas reservas. Acomodó su chaqueta, sacudió el polvo que había caído de su peluca y se la arrancó de la cabeza dándosela a una de las mujeres. Colocó su espalda recta, puso sus manos tras la espalda y aguardó a que terminara de tocar. Pero yo no me detenía. Con furia, como si incitase a la tormenta, tocaba para él, para mis sentimientos y para el mundo entero si hacía falta. Me sentía perdido en las tinieblas y su luz se apagaba, como la llamarada de una vela ante una ligera corriente de aire.

—¡Nicolas!—exclamó—¡Detente y baja!

Alcé el arco del violín hacia las nubes, y por mera casualidad cayeron un par de gotas sobre mí. Empezó a llover. Sonreí dejando el arco a mis pies y comencé a tocar pellizcando las cuerdas del instrumento. La locura se había desatado, como la tormenta. Él me llamó de nuevo, pero no lo escuché. No escuché sus súplicas, ni sus palabras amables, y tampoco sus furiosos deseos.

Cuando ya me hallaba empapado, calado hasta los huesos, noté que estaba a mi lado rodeándome y cubriéndonos con su capa. Una capa que nos había acompañado desde el inicio de nuestra relación. Su aroma me condujo a un estado mental distinto. Bajé los brazos rendidos y me oculté en su pecho sollozando. Odiaba ser su última preocupación, su último sueño. Yo no era más que un estorbo en su brillante carrera, pero él parecía que aún no se había percatado.

Me arrancó el violín de las manos, lo guardó en su funda junto a su arco, para luego abrazarme con fuerza. Percibía sus brazos fuertes y su torso marcado. Sus labios carnosos, de boca grande y dientes ligeramente perfectos, rozaron mi frente con el cabello castaño revuelto. Me sentía cansado y deseaba precipitarme hacia los adoquines, dejando que la lluvia se uniera a mi sangre y sesos esparcidos. No quería seguir viviendo. No había motivo para vivir. Pero era un idiota. No me había percatado que sí los había, que todavía no había llegado el peor de los momentos, pero quizás algo en mí se intuía que pronto me vería destruido y arrojado a un rincón aún más oscuro.

—¿Me amas?—pregunté casi sin voz.

—Por supuesto, si no te amara no hubiese huido contigo—respondió sin dudarlo. Sus palabras parecían sinceras y amables, pero dudaba de ellas. Posiblemente estaba confundiendo gratitud con amor. ¿Qué iba a saber un ingenuo como él? Aún no estaba siendo corrompido, aunque sabía que acabaría siéndolo y yo me vería privado de todo.

—Ingenuo—susurré—. ¿Cómo puedes amarme? No tengo nada—dije con la voz quebrada—. No tengo talento.

—Tienes talento—afirmó.

—Quizás, pero no seré un virtuoso—alcé el rostro y lo miré a los ojos.

Esos ojos profundos, azules como el cielo despejado y llenos de vida. Unos ojos muy distintos a los míos. Era un ser desquiciado intentando aferrarse a algo, a cualquier señal, para no terminar precipitándome a los infiernos y a mi propio asesinato.

Sonrió para mí, como si esa sonrisa me salvara de la oscuridad reinante, y me besó ésta vez en la boca. Sus labios los sentí como nunca. La lluvia seguía cayendo y podíamos caernos ambos. Sin embargo, lo hacía. Me besaba sin importarle en absoluto que nos viesen sus fervientes admiradoras.

—Baja conmigo—susurró retirando su capa, para bajar con cuidado del tejado.

Por mi parte eché un último vistazo a París. Un París con sus luces y sombras, cargado de misterio y bañado en una lluvia tupida. Después emprendí el descenso. El violín iba a mi espalda, en una funda gruesa.

Cuando llegué a bajo él me esperaba con el cabello suelto, pegado a su rostro y con una estúpida sonrisa. Tenía los brazos abiertos, como si deseara que volviese a acurrucarme en su pecho. De hecho, creó que corrí hacia él dejándome acariciar y arrinconar contra una de las paredes de la parte trasera del teatro. Allí solíamos salir a descansar, beber un poco de vino y continuar con la función. Y allí bajo mis pantalones y medias, así como sus empapadas prendas, para hacerme parte de él.

Condenó de nuevo mi alma con sus pretensiones, envenenó mi cuerpo febril y desquiciado, que tanto había extrañado sus caricias y sus palabras encendidas. Sus dientes rozaron la piel de mi nuca, tras retirar mis empapados cabellos castaños, y sus manos apretaron mis caderas. Sus dedos se marcaron en mi rosácea piel, su miembro me partía en dos y sus jadeos me alentaban a no sentir dolor. Siempre era demasiado violento. Gemía como una furcia mientras la lluvia no nos detenía. De hecho creo que nada podía habernos detenido. No sentía pudor, pues difícilmente se veían nuestros cuerpos, pues la capa nos cubría bastante. Además los pocos que quedaban allí, en aquel pequeño teatro, y los que estaban hicieron oídos sordos a nuestras necesidades.

—No me dejes por ellas—supliqué entre balbuceos mientras notaba sus manos ásperas apretar con rabia mi pene y testículos. Mi boca se abrió y mi torso se pegó aún más. Movió rápidamente los dedos de su mano derecha, mientras la otra apretaban los testículos.

—Ellas no tienen lo que me complace tanto—susurró a mis espaldas—. Ni una es capaz de hacerme temblar como tú.

Se había detenido un instante. Momento en el cual recibí por completo su sexo, en toda su magnitud, y mis ojos se cerraron. Segundos más tarde se movió rudo como si desease destruirme. Él entonces se vino, dejando que su esperma me rellenara. Yo me vacié también contra el muro, así como contra la palma de su mano, para luego ofrecerme su sabor llevando sus dedos a mi boca. No dudé en lamerlos y chuparlos, lo cual provocó que se echara a reír.

Al terminar mis piernas temblaban y salí aferrado a él, casi desvanecido.A penas comíamos, bebíamos demasiado y el sexo me agotaba. Me llevó arrastrándome por las calles hasta la boardilla que compartíamos, para luego arrojarnos a la cama tras arrancarnos la ropa. Esa fue prácticamente nuestra última noche.


Si escribo ésto es para no olvidar, para mantener la esperanza. Siempre que creo caer en la vesania, que me dejo llevar, él aparece. Llevo tres semanas hundido en la miseria. No me interesa el dinero, ni las numerosas cartas que llegan a diario para comentarme de sus proezas, de sus deseos, de sus sueños y su necesidad de verme. Mentiras. Todo es mentira. Yo sé cuando miente incluso cuando escribe. Y ni siquiera escribirá él, pues no me creo que haya aprendido de la noche a la mañana a escribir algo más que su estúpido nombre.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt