He encontrado cosas de Nicolas y sigo descubriendo quien era. De verdad, no me percataba de nada.
Lestat de Lioncourt
Estaba sentado allí, sobre el tejado
del teatro, observando a la multitud salir tras abrirse las puertas.
Las señoras parecían decididas a seguir coqueteando y suspirando
por la obra que acababan de ver representada, los hombres parecían
más entretenidos en entusiasmarlas que en recordar la melodía que
él hacía tocado. Los músicos en el foso sólo eran la melodía, la
magia se hacía en el escenario y allí Lestat irradiaba una luz
infinita.
En aquel pequeño escenario se recreaba
una historia de amor, intriga palaciega y desesperación. Lestat era
Leilo, el joven conquistador, y bailaba mientras entonaba canciones
llenas de pasión y belleza. La obra siempre cambiaba, de un día a
otro, por los pequeños matices que mejoraban con las sesiones
anteriores. Todo París estaba deseando ver a aquel maldito idiota de
pueblo convertirse en estrella. La sala se llenaba de aplausos y
admiración para el joven actor. Pronto su nombre estaría en
carteles más importantes y con letras doradas, letras que había del
actor principal y no del secundario.
Estaba seguro que destacaría. Era el
príncipe de los imposibles. Siempre lo había visto como los viejos
príncipes que se enfrentaban incluso a dragones o peligros
inesperados. Él había conquistado cosas que ningún otro había
logrado siquiera imaginar. Despachó a ocho lobos, dejando su sangre
manchada en la nieve y en sus ropas, marcando su alma para siempre.
Le había dado un poder incalculable, pues había tomado fuerzas para
seguir rodeado de perdedores en una taberna.
Sin embargo, esa misma fuerza, la cual
derrochaba en el escenario, empequeñecía aún más mi alma. Me
sentía desterrado de su corazón. Empecé a preguntarme si no era
más feliz humillado y golpeado por mi padre, en una aldea nevada y
perdida, que en un ático en los suburbios de una ciudad donde podía
ser libre, pero comprobar como mi amor se hundía en brea.
Me encogí sobre el tejado, dejando mi
violín guardado en su funda y colgado de mi espalda. Deseaba
esfumarme. Imaginé al mundo tragándome mientras intentaba
mantenerme sereno, pues no quería llorar de rabia y desesperación.
Entonces, como de la nada, apareció con aquella ropa del teatro y
esa peluca empolvada. Reía a carcajadas coqueteando con todas las
fulanas del teatro, sonriendo maravillado.
Decidí incorporarme, sacar el violín
y comenzar a tocar como si mi vida dependiera de ello. La música
rasgó la noche. Las nubes que encapotaban los cielos parecían
condensarse aún más, como si quisieran derramar las lágrimas que
yo mismo soportaba. Él me estaba arrojando a la demencia, me estaba
quitando lo único por lo cual me mantenía en los límites de la
cordura y la enajenación mental.
Él alzó la vista, guardando su
satisfacción y mostrando ciertas reservas. Acomodó su chaqueta,
sacudió el polvo que había caído de su peluca y se la arrancó de
la cabeza dándosela a una de las mujeres. Colocó su espalda recta,
puso sus manos tras la espalda y aguardó a que terminara de tocar.
Pero yo no me detenía. Con furia, como si incitase a la tormenta,
tocaba para él, para mis sentimientos y para el mundo entero si
hacía falta. Me sentía perdido en las tinieblas y su luz se
apagaba, como la llamarada de una vela ante una ligera corriente de
aire.
—¡Nicolas!—exclamó—¡Detente y
baja!
Alcé el arco del violín hacia las
nubes, y por mera casualidad cayeron un par de gotas sobre mí.
Empezó a llover. Sonreí dejando el arco a mis pies y comencé a
tocar pellizcando las cuerdas del instrumento. La locura se había
desatado, como la tormenta. Él me llamó de nuevo, pero no lo
escuché. No escuché sus súplicas, ni sus palabras amables, y
tampoco sus furiosos deseos.
Cuando ya me hallaba empapado, calado
hasta los huesos, noté que estaba a mi lado rodeándome y
cubriéndonos con su capa. Una capa que nos había acompañado desde
el inicio de nuestra relación. Su aroma me condujo a un estado
mental distinto. Bajé los brazos rendidos y me oculté en su pecho
sollozando. Odiaba ser su última preocupación, su último sueño.
Yo no era más que un estorbo en su brillante carrera, pero él
parecía que aún no se había percatado.
Me arrancó el violín de las manos, lo
guardó en su funda junto a su arco, para luego abrazarme con fuerza.
Percibía sus brazos fuertes y su torso marcado. Sus labios carnosos,
de boca grande y dientes ligeramente perfectos, rozaron mi frente con
el cabello castaño revuelto. Me sentía cansado y deseaba
precipitarme hacia los adoquines, dejando que la lluvia se uniera a
mi sangre y sesos esparcidos. No quería seguir viviendo. No había
motivo para vivir. Pero era un idiota. No me había percatado que sí
los había, que todavía no había llegado el peor de los momentos,
pero quizás algo en mí se intuía que pronto me vería destruido y
arrojado a un rincón aún más oscuro.
—¿Me amas?—pregunté casi sin voz.
—Por supuesto, si no te amara no
hubiese huido contigo—respondió sin dudarlo. Sus palabras parecían
sinceras y amables, pero dudaba de ellas. Posiblemente estaba
confundiendo gratitud con amor. ¿Qué iba a saber un ingenuo como
él? Aún no estaba siendo corrompido, aunque sabía que acabaría
siéndolo y yo me vería privado de todo.
—Ingenuo—susurré—. ¿Cómo
puedes amarme? No tengo nada—dije con la voz quebrada—. No tengo
talento.
—Tienes talento—afirmó.
—Quizás, pero no seré un
virtuoso—alcé el rostro y lo miré a los ojos.
Esos ojos profundos, azules como el
cielo despejado y llenos de vida. Unos ojos muy distintos a los míos.
Era un ser desquiciado intentando aferrarse a algo, a cualquier
señal, para no terminar precipitándome a los infiernos y a mi
propio asesinato.
Sonrió para mí, como si esa sonrisa
me salvara de la oscuridad reinante, y me besó ésta vez en la boca.
Sus labios los sentí como nunca. La lluvia seguía cayendo y
podíamos caernos ambos. Sin embargo, lo hacía. Me besaba sin
importarle en absoluto que nos viesen sus fervientes admiradoras.
—Baja conmigo—susurró retirando su
capa, para bajar con cuidado del tejado.
Por mi parte eché un último vistazo a
París. Un París con sus luces y sombras, cargado de misterio y
bañado en una lluvia tupida. Después emprendí el descenso. El
violín iba a mi espalda, en una funda gruesa.
Cuando llegué a bajo él me esperaba
con el cabello suelto, pegado a su rostro y con una estúpida
sonrisa. Tenía los brazos abiertos, como si deseara que volviese a
acurrucarme en su pecho. De hecho, creó que corrí hacia él
dejándome acariciar y arrinconar contra una de las paredes de la
parte trasera del teatro. Allí solíamos salir a descansar, beber un
poco de vino y continuar con la función. Y allí bajo mis pantalones
y medias, así como sus empapadas prendas, para hacerme parte de él.
Condenó de nuevo mi alma con sus
pretensiones, envenenó mi cuerpo febril y desquiciado, que tanto
había extrañado sus caricias y sus palabras encendidas. Sus dientes
rozaron la piel de mi nuca, tras retirar mis empapados cabellos
castaños, y sus manos apretaron mis caderas. Sus dedos se marcaron
en mi rosácea piel, su miembro me partía en dos y sus jadeos me
alentaban a no sentir dolor. Siempre era demasiado violento. Gemía
como una furcia mientras la lluvia no nos detenía. De hecho creo que
nada podía habernos detenido. No sentía pudor, pues difícilmente
se veían nuestros cuerpos, pues la capa nos cubría bastante. Además
los pocos que quedaban allí, en aquel pequeño teatro, y los que
estaban hicieron oídos sordos a nuestras necesidades.
—No me dejes por ellas—supliqué
entre balbuceos mientras notaba sus manos ásperas apretar con rabia
mi pene y testículos. Mi boca se abrió y mi torso se pegó aún
más. Movió rápidamente los dedos de su mano derecha, mientras la
otra apretaban los testículos.
—Ellas no tienen lo que me complace
tanto—susurró a mis espaldas—. Ni una es capaz de hacerme
temblar como tú.
Se había detenido un instante. Momento
en el cual recibí por completo su sexo, en toda su magnitud, y mis
ojos se cerraron. Segundos más tarde se movió rudo como si desease
destruirme. Él entonces se vino, dejando que su esperma me
rellenara. Yo me vacié también contra el muro, así como contra la
palma de su mano, para luego ofrecerme su sabor llevando sus dedos a
mi boca. No dudé en lamerlos y chuparlos, lo cual provocó que se
echara a reír.
Al terminar mis piernas temblaban y
salí aferrado a él, casi desvanecido.A penas comíamos, bebíamos
demasiado y el sexo me agotaba. Me llevó arrastrándome por las
calles hasta la boardilla que compartíamos, para luego arrojarnos a
la cama tras arrancarnos la ropa. Esa fue prácticamente nuestra
última noche.
Si escribo ésto es para no olvidar,
para mantener la esperanza. Siempre que creo caer en la vesania, que
me dejo llevar, él aparece. Llevo tres semanas hundido en la
miseria. No me interesa el dinero, ni las numerosas cartas que llegan
a diario para comentarme de sus proezas, de sus deseos, de sus sueños
y su necesidad de verme. Mentiras. Todo es mentira. Yo sé cuando
miente incluso cuando escribe. Y ni siquiera escribirá él, pues no
me creo que haya aprendido de la noche a la mañana a escribir algo
más que su estúpido nombre.
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