Fin del Archivo Talamasca. Como habéis visto se ha finalizado este archivo y la próxima semana se inicia la Radio de la Tribu. Sin embargo, los pequeños Archivos de Talamasca continuarán como siempre.
Lestat de Lioncourt
Jesse Reeves había
despertado la curiosidad de Benjamín. La historia de la joya maldita
había provocado en el pequeño diablillo una necesidad insaciable.
Él podía aparentar ser un hombre adulto, con gran intelecto y
capacidad para absorber información, pero sin duda alguna seguía
siendo un niño codicioso de misterios y bienes. Las manos pequeñas,
de dedos finos y hábiles, se habían llevado la joya de aquella
fiesta sin que nadie se percatara. Él la robó sólo para mostrarla
pudiendo haber hecho tan sólo una fotografía, pero quizás era la
necesidad de contemplarla bajo una luz distinta, sin la vitrina y sin
los focos que la rodeaban, lo que hizo que no dudara en llevársela.
David Talbot estaba
frente a la joya dudando en tomarla o no entre sus dedos. Su aspecto
era serio, pero sus ojos brillaban como los de un demonio lleno de
codicia. Él también codiciaba la aventura y necesitaba su dosis de
adrenalina porque había estado décadas tras un escritorio,
redactando informes y sellando documentos intentando gestionar los
bienes del inmenso patrimonio de Talamasca y de su propio apellido.
Por mi parte guardé
silencio y ni siquiera mostré interés en la joya. Había escuchado
historias similares en los últimos años pues incluso tenía un
libro de objetos malditos. Sin embargo los hermosos diamantes
comenzaron a llamarme como si fuera la voz de miles de sirenas
cantando en la orilla de un mar peligroso.
—¿Y qué
harás?—pregunté—. Ya sabes la historia, comprendes que
realmente puede estar maldita, pero ¿vas a devolverla sin más?
¿Cómo y cuándo? Además, pudiste haber tomado una fotografía—dije
sintiéndome molesto por algún motivo.
Sabía que si Marius se
enteraba de sus trapicheos entraría en cólera, igual que Armand y
Sybelle. No me importaba en realidad que la pianista y el loco de la
tecnología se desquiciaran, pero yo aún convivía con Marius y le
amaba. No quería ver como sucumbía a la ira y se mostraba
decepcionado porque yo estaba al tanto de la situación.
—Deja de pasar tiempo
con Marius, por favor—dijo tomando su sombrero para colocárselo
correctamente—. Ya hasta pronuncias discursos similares.
—¡Ni hablar!—grité
colocando mis manos sobre la mesa e inclinándome hacia él—. Esta
joya es peligrosa y no sólo por su supuesta maldición. ¿Sabes que
ese cretino podría investigarte y comprender que somos vampiros de
verdad?
—¿Y?—preguntó con
una sonrisa de aires burlones. Sonreía igual que un gato y se movía
quizás igual de sigiloso—. No creo que pueda tocarme un pelo de mi
cabeza.
—Además, Daniel, ¿cómo
puedes decirle eso después de ser tú quien inició todo? Ventilaste
los trapos sucios de Lestat y Louis en esa biografía que publicaste
sobre nuestro cínico favorito—susurró Jesse apoyándose
suavemente en mi hombro izquierdo—. Daniel, relájate. Esto es una
pequeña aventura como las que vives con David de vez en cuando.
—Daniel tiene razón en
algo y es que debe devolverse la joya en cuanto antes—comentó
tomando el collar entre sus manos.
—Alguien cabal...
—Pero antes deberíamos
investigar a fondo la leyenda e intentar exorcizarla si se puede...
—susurró mirando hacia el fondo de la habitación.
Todos los presentes
podíamos ver fantasmas si estos decidían manifestarse para todos
nosotros, pero había seres que eran capaces de ocultarse ante
nuestros privilegiados ojos. De entre todos nosotros el único que
podía ver ciertas energías ocultas era David Talbot. Sus poderes
sensoriales se intensificaron cuando Lestat lo creó y al beber de él
ocasionalmente, como muestra mutua de afecto, provocó el desarrollo
de los diez sentidos habituales más un onceavo que era el que podía
en práctica continuamente.
—Ves algo en la sala.
Yo lo he notado nada más llegar, pero pensé que estaba
equivocada—dijo Jesse, apartándose de mí, quedándose de pie
intentando discernir algo de entre los carteles de viejas
producciones teatrales que Benji usaba para decorar su pequeño
estudio—. Yo sólo veo algunas corrientes muy bajas de energía.
—No es un demonio, pero
sí es un fantasma muy antiguo y astuto—susurró alejándose de la
mesa con el collar entre sus manos.
Guardé silencio como el
resto. Era un silencio sobrecogedor y sólo se rompía por el
murmullo de las pisadas de los impecables mocasines de David. Fuera
la ciudad seguía con sus sirenas, su bullicio, sus luces y sombras
mientras la noche se hacía más espesa y los delitos se
multiplicaban. Nueva York era una ciudad llena de sueños y
pesadillas y en aquella sala estábamos quizás a punto de desvelar
un misterio que podría quitar el sueño a cualquiera.
Imprevisiblemente una de
las estanterías cayó en seco dejando sus preciados libros
desperdigados. Los cristales empezaron a estallar dejando las
ventanas libres de cualquier pedazo, liberando estos hacia la acera y
provocando el caos en ella. El frío nocturno y el ruido de los
cláxones se introdujeron en la escena. Nadie se movió salvo David.
Todos sabíamos que era inútil intervenir. Nuevamente otra oleada de
energía cruzó toda la sala y la joya, que llevaba David entre sus
dedos, cayó al suelo rompiéndose en pedazos. Abrí mi boca para
decir algo pero no pude hablar y sólo acepté un fuerte impacto que
me hizo caer de espaldas. Al incorporarme la vi. Vi con claridad el
fantasma que estaba aferrado al collar. Era una mujer muy atractiva
pero sin demasiadas curvas y parecía haber estado llorando.
No sé qué idioma era el
que empezó a hablar David, pero sonaba algo similar al portugués.
Me quedé sentado en el suelo, algo apartado de la mesa, y noté que
el resto también había sido arrojado sobre las frías baldosas de
mármol. Después un profundo vacío cubrió todo y ni siquiera se
escuchaba el tráfico, luego los cláxones volvieron a la escena y
David se apartó de aquel rincón con aspecto fatigado.
—Fue asesinada y sólo
se vengaba por su desgracia...—dijo apoyándose en la mesa para
luego desplomarse.
Benjamín no pudo
devolver la joya pues los diamantes ya no eran los mismos, pues no
había ni un diamante rojizo entre ellos. Además, había perdido
valor al destruirse en pedacitos. Agarró los diamantes, uno a uno, y
sonrió pícaro.
—Adivinad quién va a
comprar un equipo de lujo para su radio...—comentó con una
sonrisa.
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