Fareed ha querido contribuir recordando esto para todos nosotros...
Lestat de Lioncourt
Habíamos logrado lo que para mí
significaba un triunfo absoluto. Maharet decidió aceptar mi
propuesta de examinarlos a los tres, pues no sólo ella y hermana
pasarían por mis manos y las manos de mi equipo. Estaba
absolutamente convencido que Khayman, el vampiro más antiguo sobre
la faz de la tierra, podría darme pistas sobre dónde, cómo y hasta
que punto podemos ser inmortales o estar de algún modo vinculados en
una red similar a la neuronal en un ser vivo. Llevaba años
investigando este mapa genético y había llegado a la fuente. La
verdadera fuente. Ellos tenían la sangre de Akasha, la Madre de
todos los vampiros y madre biológica de mi creador.
Recordé mis primeros pasos en la
India, tras ser convertido, y al echar la vista hacia el futuro me
sentí mareado. Habían pasado más de veinte años. Yo debía ser un
hombre prácticamente anciano, con las manos temblorosas para ser un
médico decente. Pero estaba ahí. Era aún físicamente aquel hombre
de cuarenta años, de raza hindú y ojos profundos llenos de deseo.
Sí, codiciaba ese momento. Lo ansiaba desde que conocí la historia
de Kemet, la mujer que se hizo diosa tiránica y quedó convertida a
una escultura rota a los pies de sus enemigos eternos.
—Siéntate, por favor—cuando la
manija de la puerta se giró y él entró.
Poseía los rasgos de un hombre árabe,
pero su piel era tan blanca como el mármol. Sus ojos profundos
hablaban de historias terribles que atemorizarían hasta al guerrero
más bravo. Se notaba tenso. Sus hombros estaban algo encogidos y sus
manos cerradas en puño. Yo, con suma amabilidad, le pedía que se
sentara en la camilla.
—Nunca me han gustado las batas
blancas—dijo como referencia a mis prendas y las de mi creador, el
cual estaba a mis espaldas.
—En tu época este oficio era más
bien hechicería—respondí riendo bajo para romper el hielo, pero
él sólo me miró paciente con una suave sonrisa.
—Sí, pero he visto a amigos mortales
morir en hospitales asepticos de sutil olor a desinfectante, muros
altos y resistentes, murmullo en los pasillos y choques de camillas.
Lugares muy poco acogedores pese a las flores y visitas.
La muerte siempre estará vinculada a
nosotros. De alguna forma somos muerte, pero también vida. Somos los
dos extremos de una misma cuerda. A veces cede hacia un lado, pero la
mayoría de las otras siempre gana la oscuridad del otro cabo.
Comprendía que él no se sintiera del todo a gusto en un lugar como
este. Estaba fuera de su ambiente. No había llamativas flores
paradisíacas, enredaderas, ni columnas de piedra, ni libros
amontados y ni mucho menos aves de colores que intentaran imitar su
voz. Estaba lejos de su territorio casi inexplorado donde él era un
nuevo dios silencioso, pacífico y de mente inquieta.
—Comprendo, pero aquí nadie va a
morir—respondí.
—Lo sé, lo sé—susurró a media
voz.
Noté entonces que llevaba puestos unos
audífonos colgados del cuello, como un adolescente más. Me pregunté
qué habría estado escuchando, pero rápidamente pensé que sería
alguna música tribal que le recordara a sus tiempos en el Nilo. Si
bien recordé los comentarios de la señorita Reeves, su
descendiente, hace tan sólo unos días cuando comentó que Khayman
estaba empezando a ser fanático de la música rock y en concreto de
Lestat el vampiro.
—Seth, ¿puedes pasarme el
instrumental necesario?—pregunté al comprobar que la mesilla con
mis estetoscopios y diverso material, como agujas y tubos, estaban a
su lado—. La mesilla está demasiado lejos, por favor.
—Deberás ir tú. Él me tiene
miedo—aseguró Khayman.
—¿Es eso cierto?—pregunté con
media sonrisa levantándome para dar unos cuantos pasos hasta la
mesilla.
—Ahí donde le ves, Fareed, tan
tranquilo y cordial, incluso algo nervioso, era uno de los guerreros
más sanguinarios. Destruía a cientos como si fueran hojas de papel
y ni siquiera era aún vampiro. Lo llamaban...
—El Benjamín del Diablo—respondió
mirándolo fijamente.
—Sí—afirmó.
—Hice lo que hice porque eran órdenes
de aquellos a los que era leal, pero cambié y lo hice por
ella—susurró con los ojos llenos de lágrimas. Las emociones
hacían temblar a un ser como él, un ser que había vivido milenios.
—¿Por Maharet?—pregunté mientras
me acomodaba para comenzar a inspeccionarle y tomar muestras.
—Por mi hija... —dijo—. Amaba a
Maharet, pero no podía ser desleal a mi rey. Sin embargo, esa cosa
pequeña de piel suave, carnes tiernas y mirada desesperada logró
clavarse muy hondo en mi pecho. Se convirtió en una daga que mató
al monstruo con suma facilidad convirtiéndome en una bestia dócil
frente a ella—miraba aún a Seth cuando dijo las siguientes
palabras como si aún hubiese reproche hacia la descendencia de una
mujer que había enloquecido mucho antes de volver a despertar—.
Nunca perdonaré a tu madre, ni siquiera a su posible espíritu, por
apartarme de mi hija.
—Procede... Fareed...—dijo mi
creador apoyándose en la mesa de escritorio que estaba a mis
espaldas—. Procede...
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