Con sinceridad... Marius se la está jugando. Yo soy Armand, Pandora o Daniel y le hago correr hasta el otro extremo del universo.
Lestat de Lioncourt
—¿Qué estás buscando, Marius?—sin
levantar el rostro del libro que estaba leyendo.
Allí estaba con ese aspecto de
escultura neoclásica de rostro de efebo pese a sus más de treinta
años, con sus dorados cabellos rizados encantadoramente revueltos
sobre su frente y sus prendas cómodas de hombre moderno. Parecía
una imagen tentadora sacada de algún relato fantástico, pero era
algo más que una mera ilusión de un cuento de hadas o la
imaginación de un loco. Sonreía suavemente saboreando tal vez las
mieles de la victoria. Pandora me había humillado horas atrás y fue
por su culpa. Siempre tan entrometido como yo lleno de orgullo
herido.
—¿Buscas el ego pisoteado por tu
desdichada mujer? Pobre Pandora... jamás dejará de amar a un
cobarde que se refugia en ira y violencia—susurró antes de mirarme
con esos penetrantes ojos azules. Sonrió dulcemente como si fuese un
bondadoso muchacho y descruzó sus piernas, se levantó del asiento y
dejó el libro sobre una mesa alta que únicamente sostenía un
encantador jarrón cargado de flores silvestres.
—¿Por qué le dijiste a Pandora algo
que ocurrió hace milenios? ¡Por qué!—grité apretando los puños.
—¿Qué cosa? ¿Tus juegos con sus
esclavas o el descaro coqueteo con aquella dulce adolescente que
vendía frutas en el mercado?—me miró impávido.
No me temía. Ese maldito desgraciado
sabía que no podía siquiera golpearlo sin que los rumores llegaran
hasta Pandora y esta se lo contara a Lestat, así como a toda la
tribu, dejándome como un desgraciado. Me tenía acorralado. Sabía
que todos adoraban a ese maldito lisiado que ya no lo era por obra y
gracia del mismo científico chiflado que logró darle un hijo a
Lestat, devolverle la visión a Maharet o indagar profundamente en
nuestra genética.
—Marius, estoy esperando tu
respuesta—dijo acercándose a mí con la elegancia de otra época.
Maldije a ese esclavo venido a más,
como también a su belleza tentadora y esa forma de expresarse tan
abrumadora. Era como estar bailando con el Diablo sin saber siquiera
si te ama o te odia. Sabía que me apreciaba, pero a la vez gozaba
contemplar como me volvía una bestia intransigente y furibunda.
—¿Te han dicho alguna vez que cuando
te molestas se notan las líneas de expresión de tu cara y eso te
convierte en un ser mucho más humano? Un ser humano por completo con
sus expresiones, sentimentalismos y necesidades—comentó frente a
mí, a sólo un paso, antes de tomarme del rostro deslizando sus
fríos y suaves dedos por mis facciones.
—¿Qué pretendes?—pregunté
sosteniéndolo de inmediato por los brazos, por encima de los codos,
mientras le miraba con cierta incredulidad.
—No lo sé—respondió.
—¿No lo sabes?—dije apartándolo
para moverme por la habitación como un animal enjaulado.
—¿Tendría que saberlo?—dijo sin
mover ni un músculo.
Se sentía la tensión. Podía cortarse
el aire con un cuchillo. Mis ojos de vez en cuando reparaban en su
rostro y me quedaba absorto en su piel tenue, lechosa y seductora.
Parecía un muchacho. Las pequeñas arrugas que se habían formado en
su cara se habían borrado con el paso del tiempo y sus labios
parecían más carnosos. Ante mí tenía el David de Miguel Ángel
convertido en un ser que caminaba y respiraba, que sentía y
codiciaba, y que siempre buscaba el modo de llevarme a la ruina.
—Quizá siempre te he deseado,
Marius.
Esas palabras rebotaron en mí logrando
que todo mi cuerpo temblase de ira y deseo. Quise lanzarme sobre él
como un animal salvaje arrebatando su ropa, lamiendo su figura y
hundiendo mis manos en sus rizos. Pero me contuve entretanto él
sonreía de forma deliciosa. Parecía invitarme igual que un enorme
pastel frente a un niño que lleva semanas queriendo un pedazo. ¿Me
atrevería a tocarlo y hundir mis dedos en él para llevarlo a mi
boca? ¿Sería capaz de degustar lo prohibido? ¿Acaso no era el
amante predilecto de mi buen amigo Avicus? Lo era. Maldita sea. Lo
era. Sabía que dejarme llevar por el deseo me haría caer en un gran
problema.
Entonces me di cuenta que comenzó a
caminar hasta una pequeña bolsa. Era un maletín muy masculino y
elegante. Tenía la boquilla metálica, la anchura idónea para
transportar artilugios médicos y al notar que sacaba un estetoscopio
comprendí que era de Fareed. Ese dichoso médico y científico hindú
había estado allí y posiblemente se encontraba muy cerca. El
maletín estaba sobre un mueble alargado de color caoba, el cual se
usaba para guardar correspondencias y diversos archivos importantes.
Sobre él había diversos sellos, sobres y plumas, pero pronto
estaría diverso material médico hasta que dio con lo que quería.
Era una caja metálica minúscula de donde sacó un pequeño tubo.
—Ha logrado que no necesite frío
estas maravillas—comentó—. Aunque no sé si te atrevas a probar
cuan flexible puedo ser—dijo girándose con una jeringa mientras
subía su suéter fino estilo marinero. Tenía una ropa muy
occidental de hombre cuidado y adicto a la moda. Estaba seguro que
Gregory le ayudaba a elegir sus prendas para pasar desapercibido,
pero eso no era siquiera importante en ese momento o en algún otro—.
Mírame... ¿no me deseas?—clavó sus ojos en los míos del mismo
modo que enterraba la aguja en su vientre plano algo marcado. Sus
pupilas se dilataron debido a la fuerte dosis que se había aplicado
mientras contenía el aliento.
No sé por qué lo hice pero me lancé
a la aventura. Me acerqué a la caja tomando una de las jeringas,
desencapuché la aguja y logré tomar la dosis idónea para mí. Cada
vampiro sabía cuál sería la precisa gracias a unos análisis
exhaustivos que había hecho ese maldito demonio. Rápido sentí
cierto hormigueo por mi columna y el deseo bullir más allá de la
ira que ya poseía.
Había decidido usar túnica nada más
entrar por las puertas de la vivienda. Atrás estaba el elegante
traje Victorio & Lucchino de chaqueta borgoña que había
arrastrado desde mi hotel hasta la entrada del edificio. Allí sólo
tenía una túnica color vino de la cual me deshice mientras él
hacía lo mismo con cada una de sus prendas, pero cuando terminó
desnudo, antes de ser rodeado por mis brazos, me ofreció el cinturón
con un gesto lleno de respeto y necesidad. Sus ojos brillaron como
dos llamaradas entretanto su miembro tomaba forma sólo de imaginarse
siendo sometido.
No dudé en acapararlo besando su
rostro con cortos pero apasionados besos, en hundir mi rostro en su
cuello y lamer sus clavículas arrebatándole el cinturón de entre
sus dedos. Él jadeaba mientras su cuerpo tomaba cierta temperatura,
salvo sus manos que seguían frías y se dirigían más allá de mi
vientre. Su mano derecha acariciaba mi glande aún envuelto en su
sensible piel, para de inmediato tirar de esta con un ritmo suave
desde el inicio hasta la base. Mis ojos se cerraron gozando de ese
movimiento tan delicioso y mis piernas tiritaron por un segundo, pero
volví en mí y lo aparté empujándolo hacia el diván donde había
estado leyendo.
Él me miró deseoso y yo le hice
arrodillarse ante mí. Doblé bien el cinturón e hice que este
rozara su mandíbula y bajase por el torso hasta su ombligo. Su sexo
se movía suavemente inclinado hacia la derecha. Tenía un hermoso y
rosado glande que pedía ser atendido aunque fuese con sus dedos,
pero él se mantenía firme esperando mis órdenes. Temía hacer algo
que le despreciara y le dejara allí, arrojado sobre las baldosas de
mármol, deseando un poco de satisfacción y sosiego para su lujuria.
Decidí tomar asiento en el diván
recargando mi espalda en la pared contigua, de hermoso papel pintado
color ocre, mientras blandía mi improvisado látigo. Él de
inmediato supo lo que hacer. Se subió sobre mis piernas recostando
su torso, algo menos ancho que el mío, elevando sus glúteos y
ofreciéndome de ese modo una imagen demasiado erótica. Mis manos
rozaron sus muslos desde la canilla pasando por la pantorrilla y
llegando al interior de estos. Él jadeó al percibir mis dedos
palpando ligeramente sus testículos. Podía notar su miembro
aplastado por su peso contra mis piernas y eso logró que formalizara
el juego. El primer golpe le sacó un quejido, el segundo gritó
porque le ofrecí mayor violencia, pero los siguientes fueron una
mezcla de placer y dolor a partes iguales. Blandía el cinturón de
cuero con mi diestra mientras la zurda se introducía en su boca.
Flavius comenzó a lamer mis dedos, chuparlos y codiciarlos como si
fuese mi virilidad. Sus ojos se cerraron gozando aquello como una
perra bien entrenada hasta que los saqué para introducirlos en su
estrecha entrada. Sus jadeos y gemidos despertaban en mí una bestia
que clamaba por permanecer dormida, pero no pude evitarlo. Finalmente
cedí.
Coloqué su hermosa figura, esa estatua
de carne y piel, frente a mí de rodillas e hice que lamiera el fruto
prohibido que guardaba para él. Aquel manjar provocó que salivara
logrando una erección aún más formidable. Su lengua parecía
experta o quizá llevaba demasiado tiempo codiciando cada centímetro
de esta.
En mitad de un arranque de lujuria
acabé aplastándolo contra el suelo, dejándole pegado al mármol,
para acabar entrando en él sin compasión alguna. Mi miembro se
enterró como una daga ensanchando su estrecho camino al Olimpo. Cada
milímetro se aferraba a mi miembro y mis testículos golpeaban con
fuerza. Podía escuchar perfectamente sus gemidos y alaridos clamando
que fuese tan brusco como dominante. Coloqué mi pie derecho sobre la
cruz de su espalda y penetré furibundo mientras él intentaba mover
las caderas para que el roce de ambos fuese aún más caliente.
—Marius... —murmuró con aquella
boca enrojecida sutilmente abierta como la de un pez moribundo sobre
las tablas del piso de un barco. Sus rizos se pegaban al sudor
sanguinolento que ya le cubría como una deliciosa pátina.
Mi posición cambió y mi pie dejó de
estar aplastándole, deseaba ver su rostro y comprobar cuánto me
deseaba. Di un par de pasos hacia atrás masturbándome al observar
aquel glorioso espectáculo. Mis manos se pasaban deseosas sobre mi
glande entretanto aplastaba mis testículos con la otra. Acabé
sentándome en el diván llamándolo con la voz ronca. Él se
incorporó tembloroso y subió sobre mis piernas comprendiendo bien
mis deseos, como si ambos compartiéramos la misma terrible fantasía.
Su rostro estaba enrojecido y sus manos
se clavaron en mis hombros como si fueran las garras de un animal.
Cada movimiento de sus caderas era como alcanzar la gloria. Mi
virilidad se hundía por completo y él temblequeaba mirándome a los
ojos, apoyando su frente contra la mía y sonriendo satisfecho porque
estaba siendo mío. Sabía que llevaba años buscando algo más que
mi enfrentamiento, pero jamás sospeché que su deseo fuese tan
humano.
No dudé en besar sus labios acaparando
su boca y dejando que mi lengua se enloqueciera en el mismo instante
que se detuvo, vibró de pies a cabeza y eyaculó manchando mi
vientre y torso como así mismo. Acabó abrazándome moviendo
sutilmente sus caderas esperando que yo hiciera lo mismo. Aguardé
casi un minuto tras notar las contracciones de su estrechez, sus
movimientos de pelvis, sus jadeos y palabras sucias que eran como
miles de poemas clavándose en mi alma, enterrándose igual que lo
hicieron sus uñas, logrando que mi mente volara.
Acabé todo aquello mirándole a los
ojos escuchando como recitaba un poema erótico. Nuestras miradas
eran clave y llave de una perversión inusitada. Podía contemplar
sus mejillas rojas como manzanas maduras y notaba su respiración
agitada. Apenas podía hablar, pero lo hacía sólo para excitar algo
más que mi cuerpo: mi alma.
—Llévame al pasto y hazme tuyo. Deja
que las estrellas iluminen el camino hacia mis muslos. Permite que
beba de ti el elixir, mi dios. Quédate conmigo porque hoy ya no
huyo. Salvaje, entregados, arañados y cansados. Tú y yo. Amándonos
en un mundo perverso, indómito y azumbrados—decía mientras se
contoneaba aún dejando que mis fluidos se extendieran dentro de sus
entrañas—. Mírame, ¿no te parezco una escultura tan magnífica
que deseas pintarme con tus dedos?—dijo tomando mi mano derecha
para mancharla con el semen que había manchado ya ambos. Estaba ya
frío, pero igual de pegajoso, pero no le importó llevarlo sobre sus
pezones para que los acariciara.
—Tú amas a Avicus—respondí.
—Y tú supuestamente adoras a Armand,
pero yaces con su creación—dijo sonriendo perverso.
—Mi mujer es tu amiga—murmuré.
—Ahora llamas mujer a Pandora... pero
ella te llama viejo desamor—comentó apretando suavemente sus
muslos contra mis caderas—. ¿Cómo me llamarás a mí? ¿Qué
seré? ¿Conseguiré ser algo más que tu puta griega?
—Serás mi consuelo cuando esté
cansado de otros mundos—dije riendo bajo.
—Conseguiré enamorarte hasta desear
que te arranquen el corazón—respondió levantándose indignado con
las piernas aún débiles.
Noté como sin pudor alguno se marchó
dejando atrás sus prendas y a mí, su amante, satisfecho. Pude ver
sus glúteos aún rojos debido al cinturón y como el semen corría
libremente por sus muslos hasta las rodillas.
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