Una narración de Armand que no os dejará para nada indiferentes... ¡Ah! Por eso no puedo odiarlo, ¿saben? No puedo.
Lestat de Lioncourt
Me hallaba en mi habitual paseo
nocturno. Reconozco que me apasiona salir solo sin que nadie pueda
juzgar mis pasos. Quizás es porque estoy demasiado acostumbrado a la
soledad, a su manto cómplice, y a no tener que dar explicaciones.
Era invierno. Lo recuerdo muy bien porque tuve que conseguir
apresuradamente unos guantes esa noche. Las temperaturas habían
descendido hasta por debajo de los dos grados. No era para nada poco
habitual que Nueva York alcanzara estas temperaturas y más cuando se
avecinaban nevadas. El suelo estaba algo congelado y aún así los
transeúntes se movían con rapidez por las aceras. Esa noche era
imposible conseguir un taxi, aunque de por si es algo increíblemente
difícil hallar uno en esta ciudad.
Subí las solapas de mi abrigo negro de
doble botonadura de pecho sencillo, el cual había comprado por su
versatilidad y porque me refugiaba del frío. Bajo este llevaba un
cardigan celeste y una camiseta de mangas largas del mismo tono. En
los pies llevaba unas botas especiales de suela antideslizante que
odiaba porque no eran tan estilosas como el resto de mi calzado.
Vestido de ese modo, con una gorra negra de las que suelen usar
actualmente los jóvenes, parecía un adolescente intentando
aparentar ser un hombre adulto. No me importaba.
Mis ojos castaños se movían por todos
los escaparates mientras sostenía un vaso de café para llevar. Los
vampiros no podemos saborear ciertos alimentos, pero amamos el calor
y el aroma que transmiten. Me encanta el olor a chocolate y café así
que habitualmente me detengo a comprar un vaso. Imitaba que tomaba un
trago cuando me giré hacia el lado opuesto de la acera y vi una
nueva librería. Si hay un aroma que me guste más que el de estas
bebidas calientes es, sin lugar a dudas, el olor a libro nuevo junto
con el de los lienzos o frescos recién pintados. Rápidamente
atravesé la acera evitando el tráfico, el cual estaba algo retenido
debido a un atasco, y me coloqué frente a tan magnífica tienda.
—Contente... piensa que tienes
demasiados ejemplares de Dickens, Shakespeare o Wilde. Debes dejar de
comprar nuevos tomos de las distintas ediciones de sus grandes
obras—dije para mí conteniendo el aliento cuando algo me llamó la
atención. En el escaparate, junto a un libro sobre historia de la
piratería y otro sobre tribus del Amazonas, vi un libro que me causó
cierto revuelo—. Vittorio el vampiro... —leí el título en voz
alta frunciendo el ceño.
De inmediato compré ese dichoso libro.
Necesitaba saber si era otro de tantos que mentían sobre su
historia, creyéndonos una vulgar ficción, o se trataba de un
inmortal que yo no conocía. Aunque admito que no conozco a todos los
vampiros de este mundo, pero sí a los más fuertes o formidables.
Supongo que quería saber si había alguien poderoso ahí fuera que
tuviese algo que decirme acerca del mundo que yo aún no supiera.
Cuando salí de la librería, tras el
delicioso tintineo de la campanilla de la puerta, me dije a mí mismo
que no debía esperar nada maravilloso de ese libro. No tenía porqué
tener una historia extraordinaria o algo llamativo. Había inmortales
que simplemente se quejaban de todo y todos, pero sentía que había
alguna peculiaridad en ese libro que iba a hacerme estallar. ¡Y no
me equivocaba!
Al llegar a mi hogar tiré el vaso de
café, ya helado, a la papelera de la cocina que usaba para
experimentar con los diversos electrodomésticos y entré al salón
quitándome el abrigo al sentir la calefacción. Sybelle había
regresado de la Ópera y tocaba una de mis piezas de piano favorita,
Requiem for a dream, lo cual me hizo sentirme extrañamente a salvo y
amado.
—Benji ha ido arriba. Dice que
necesita narrarles a todos lo extraordinaria que ha sido la
obra—explicó con una ligera risilla—. ¿Qué tal te ha ido ese
paseo por la gran manzana podrida?
—Ah, amor mío, he encontrado algo
que puede ser extraordinario o una basura—dije bailando suavemente
sobre el mármol recién pulido de nuestro refugio, de nuestro
adorado Trinity Gates, para acercarme a ella y finalmente tomar
asiento a su lado.
—¿Otra de esas maravillas
tecnológicas?—dijo sin dejar de tocar con esa soltura y gracia
natural.
—Un libro—respondí.
—Como no...—susurró girándose con
una dulce sonrisa—. Tecnología, libros o música.
—Te veo luego, amor mío—dije
besando su hombro desnudo, pues se encontraba con un elegante traje
de noche con los brazos al aire, así como la espalda, que provocaba
que se viese como una sirena en mitad de un mundo imaginario.
Me acobijé en mi elegante biblioteca
francesa con las puertas bien cerradas. Miré los frescos, observé
las molduras del techo y los distintos libros, antes de acomodarme en
mi cómodo sillón para empezar a leer. Nada más pasar los primeros
renglones arrojé el libro al suelo y lo miré con deseos de hacerlo
arder.
—¡Qué me ha llamado ese estúpido!
¡Qué!—grité furioso.
En la mencionada obra, Vittorio el
ególatra, nos mencionaba a todos como una horda de idiotas. Me
enfurecí. Había dicho en pocas palabras que no teníamos su encanto
ni su gracia. ¡Qué iba a saber ese imbécil! Nada. No sabía nada.
Ni siquiera era capaz de aceptar que había seres tan o más
extraordinarios que él. Deseé que Akasha lo hubiese fulminado
cuando empezó su alocado exterminio. Finalmente decidí leerlo tras
unos minutos blasfemando y cuando lo hice me desternillé de risa.
Ese idiota creía que hablaba con ángeles.
—Oh, claro. Y tiene línea directa
con Dios—dije tras dejarlo sobre el escritorio.
Pensé en llamar a Lestat y comentarle
lo que había leído, pero opté por hacerlo con Louis que seguro que
le entusiasmaría desternillarse de risa conmigo. Aunque antes de
levantar el teléfono noté como mi corazón se aconojaba. Había
leído sobre Venecia, sobre el mundo en el cual fui educado por y con
amor, y por supuesto noté que toda la fiereza que demostraba a
otros, mi apasionada firmeza ante el dolor, se desmoronó como un
terrón de azúcar en un vaso de café caliente.
—Ojalá te tuviese aquí...
arrodillado ante mí... recitándome esos poemas... —murmuré intentando hacer acopio de todas mis fuerzas para poder articular algunas palabras, pero no pude. Colgué el teléfono y me recosté en el asiento imaginando a mi adorado maestro frente a mí, a mi amo, pintando aquel cuadro que se convertiría en un objeto maldito símbolo de una tragedia, una historia, un sueño marchito... una verdad.
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