Me encontraba en la biblioteca de mi
castillo. Estaba allí atrincherado intentando indagar más sobre mi
nueva aventura. Muchos situaban la Atlántida en diversos puntos del
mundo. Algunos se aventuraban a colocarla muy cerca de las costas del
sur de España. Me emocionaba emprender esa búsqueda como los viejos
arqueólogos de tiempo atrás que salían con un mapa, ilusiones y
poco más. Necesitaba saber qué ocurría con esas almas que gritaban
esperando ser salvadas.
—¿Qué haces aquí?—pregunté al
sentir una presencia peculiar que logró agitar mi corazón.
Hacía años que no olía esa fragancia
a magnolias. No lo había dicho, pero así olía ese supuesto
demonio. Quedé paralizado por unos segundos en mi cómodo sillón de
respaldo alto. Mi cabeza se apoyó con brusquedad aplastando mis
rizos a la nuca mientras mis manos se aferraban con fuerza a un atlas
antiguo.
—¿Acaso no puedo visitar de
improviso a un viejo amigo?—respondió surgiendo entre las sombras
con un aspecto más moderno y violento. Vestía ropa de cuero, tenía
el cuerpo bañado en tatuajes y sus ojos parecían más profundos que
nunca. Él me lo había asegurado. Sí, lo dijo. Podía tener
distintos aspectos y eso me perturbó.
—Tú y yo no somos amigos—dije.
—Qué pena... —murmuró antes de
llegar al escritorio tras el cual me protegía de su peligrosa
presencia—. Yo llegué a pensar que sí—dijo levantando la mano
derecha hasta su rostro para mirar sus uñas, como gesto de
indiferencia, mientras arqueaba la ceja derecha.
—¿Qué buscas?—pregunté haciendo
acopio de mí mismo mientras Amel me alertaba que podía ser
peligroso.
—No sé. ¿Qué hay de ti?—dijo
apoyándose con ambas manos sobre la mesa.
—¿Por qué vienes a buscarme?
Era la cuestión principal y
primordial. Deseaba saber qué le había hecho volver a buscarme.
Supuestamente había quedado atrás su deseo de ser escuchado, ¿no
es así? ¿O quizá sólo quería que lo escuchara Amel? Porque ambos
provenían del mismo lugar.
—No lo sé—contestó encogiéndose
ligeramente de hombros—. Realmente no lo sé—reafirmó—. Creo
que aún me llamas poderosamente la atención y es inevitable que
esté aquí.
—Ya no creo en tus mentiras—confesé
sintiendo que al fin podía mover más de un par de músculos.
—Es una pena—sonrió con una
amabilidad siniestra mientras se apartaba unos pasos.
—Cielo, Infierno o Tierra son lo
mismo—dije.
—Es posible—contestó tras una
larga carcajada—. Nadie dijo que estas tres realidades no
conformaran una sola—dijo guiñándome un ojo para luego darse
media vuelta y empezar a observar las molduras del techo, los cientos
de libros que poseía y la chimenea que permanecía apagada pues aún
no era época de frío—. De hecho, ¿cómo ibas a salir simplemente
subiendo unas escaleras?—preguntó—. No tiene sentido—añadió
dándome por completo la espalda casi al borde del punto más oscuro
de la habitación.
Esa noche me había quedado sin luz y
los generadores no funcionaban. Sólo estaba usando velas y estas se
movían insinuantes creando sombras terribles. Esa oscuridad le daba
a la conversación intimidad y peligrosidad a la vez.
—Que intentes mentirme de nuevo
también carece de sentido—aclaré levantándome de improviso de la
silla para recargarme en la mesa.
—Es posible—susurró.
—No estoy solo. Él está a mi lado.
Él te conoce—por supuesto que hablaba de Amel. Él me lo decía.
Estaba allí agitándose con fuerza diciéndome que era peligroso.
—¿Y vas a creer a un espíritu que
decidió exterminar en varias ocasiones a los vampiros jóvenes?
Ah... ¿acaso creías que las otras Quemas eran cosa improvisada?
Amel te miente, amigo.
Aquello tenía sentido y era obvio que
lo había pensado, pero luego caía en la cuenta que si eso había
ocurrido era porque él no tenía conciencia del todo. Amel no era ya
un peligro. El único peligro era él.
—¡Deja de llamarme amigo!—grité
antes de desplomarme.
Al despertar él no estaba y la mañana
se acercaba. Amel me despertó justo a tiempo para ver el amanecer y
huir a mi escondrijo. Él me había dado golpes demoledores en
aquella aventura junto a él en aquel dichoso infierno, en su Sheol,
donde logré ver mis pecados reflejados en las almas que allí se
acumulaban en un tumulto que deseaban arrancarme la piel a tiras. En
esa época, yo creía que el mundo era salvaje pero me equivocaba.
Había lugares más salvajes que las ciudades, que la guerra interna
que posee cada hombre en este mundo lleno de almas corruptas y
malditas. Me hizo creer en él con toda mi alma; pero los tiempos
cambian y las creencias caen en el olvido. ¿A qué venía ahora?
Lestat de Lioncourt
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