Estaba allí sentado, a la orilla de
los pies la cama, como si fuese una muñeca de coleccionista. Sus
voluptuosos labios estaban perfectamente pintados de carmín, sus
ojos se encontraban vidriosos aunque enmarcados en unas largas
pestañas postizas y sus párpados tenían un ligero toque para darle
cierta profundidad a sus ojos. Los pómulos también estaban algo
arrobados y no sólo por el ligero pudor que sentía ante la
situación que se avecinaba, sino por un ligero toque de color. Tenía
colocada una bata de seda negra corta, a medio muslo, aunque estaba
abierta mostrando el descarado y erótico conjunto de lencería. Sus
cálidos muslos y torneadas piernas estaban enfundadas en unas medias
de rejilla y el short de la lencería tenía unos elaborados
rosetones, el sujetador transparentaban sus pequeños pechos de
diminutos pezones cafés. Llevaba peluca, castaña y larga, que le
daba un aspecto dulce a un rostro tan fino.
Dejé el maletín en el suelo mientras
desataba mi corbata para poder ver de cerca aquella obra de arte.
Olvidé por completo el sonido de los teléfonos sonando, las órdenes
de mis superiores y la torpeza de los trabajadores que dependían de
mí en la oficina. Olvidé todo al inclinarme sobre su cuello y
aspirar su aroma dulzón, erótico y pegajoso.
—¿Te gusta, papi?—preguntó en un
tono de voz pícaro pese a lo sumiso.
Mi mano derecha se coló de inmediato
entre sus muslos, acariciando sus cálidas ingles, para rozar con la
punta de los dedos su sexo oculto. Él bajó la mirada mientras abría
las piernas dejando que aquel divino roce prosiguiera, pero aparté
la mano y me senté en la cama invitando con un gesto a que se
subiese sobre mis muslos. No lo dudó. En menos de dos segundos
estaba sobre mí apoyando sus manos, de uñas largas, sobre mis
hombros.
Su pelvis se movía insinuante como si
realizara la danza del vientre, o si fuera una peligrosa serpiente
que desea hipnotizar a su presa, entretanto me quitaba la chaqueta y
sacaba cada uno de los botones de mi camisa de su respectivo ojal.
Por mi parte coloqué mis manos sobre sus senos, rozando con mis
pulgares sus pezones, para después colocarlas bajo sus hombros y
deslizar la bata quitándosela y arrojándola al suelo.
—¿Te gusta, papi?—repitió
apoyando la frente sobre la mía.
Mis dedos fueron rápidos a la hora de
desabrochar el cierre de su sujetador, el cual cayó junto a su bata,
mientras mis prendas quedaban desperdigadas por la cama. Sin cuidado
alguno pegué mi boca a su pecho derecho y mordí su pezón sacándole
un gemido. Entonces noté su erección bajo la ropa íntima. Una
erección que iba tomando forma al mismo ritmo que la mía.
—Me gustaría más que tuvieras tu
boca ocupada—respondí al fin hundiendo el dedo índice y corazón
de mi mano derecha entre sus labios, acariciando su lengua, lo cual
hizo que comenzara a succionar completamente motivado.
Sus uñas se enterraron en mis hombros
y bajaron hacia mi torso, clavándose en mis costados y enterrándose
por completo en mis caderas muy cerca del borde del pantalón y el
cinturón de cuero que llevaba, el mismo que quería sacar para
azotar sus glúteos.
Él se deslizó hasta el suelo, saqué
mis dedos de su boca y dejé que bajara la cremallera, sacara mi sexo
algo erecto y comenzara a ofrecerle besos cortos en el glande. Me
miraba de forma cándida pero podía ver un brillo de perversidad en
esos ojos oscuros, seductores y llamativos. Sus ojos eran el café
que despertaban cada una de mis neuronas. Mis manos se colocaron
sobre su nuca ayudándole a succionar cada pedazo de mi miembro. Su
boca lo había cubierto, sus labios llenos de carmín manchaban mi
bragueta y su lengua endurecía aún más aquel músculo que poco a
poco entraba en acción.
En cierto momento me saqué la correa
con la mano derecha, mientras la zurda seguía en su nuca con los
dedos enredados en su peluca. La misma correa que terminé tensando
con ambas manos mientras miraba como me observaba encantado. Tomé
sus hombros apartándolo para dejarlo de pie frente a mí. Pude ver
su erección desbordando sus interiores mientras sus labios
temblaban. Con un gesto dominante le pedí que se recostara sobre mis
piernas, tensé una vez más la correa y dejé que se tumbara para
hacerla tronar sobre su trasero.
Fueron cuatro los azotes que tuvo que
soportar antes que rompiera su ropa interior para dejar libre su
miembro. Su entrada quedó también expuesta, la cual pronto fue
palpada por mis dedos, humedecidos previamente por su boca, que no
tardaron en penetrarla. Él gemía y temblaba, rogaba y deseaba, pero
yo simplemente lo dominaba dándole la oportunidad de sentir placer
tras el dolor. De buenas a primeras lo arrojé al colchón, justo en
el borde donde me había esperado, caminé hacia la mesilla de noche
y tomé el lubricante.
—Ahora verás, putita—dije con
rabia pentetrándolo echando a un lado el pelo de su larga peluca,
para inclinarme y morder con fuerza su nuca. Después me incorporé y
lo penetré con violencia en cada embestida.
Mis testículos sonaban golpeando sus
glúteos, redondos, pequeños y firmes, permitiendo que mi excitación
creciera tanto como mis gruñidos. Resoplaba, gemía y gruñía como
un perro que rasca bajo una puerta, que busca encontrar una presa,
mientras que él chillaba mi nombre entre escandalosos gemidos. Su
erección se rozaba contra el colchón al igual que sus pezones, sus
manos se aferraban con fuerza a las sábanas y las mías golpeaban su
trasero. Finalmente colé mi mano izquierda bajo su torso agarrando
uno de sus pechos para pellizcar con rabia su pezón, la otra quedó
acariciando su muslo mientras lo levantaba para que quedara encima
del colchón. Y de ese modo, con esa deliciosa postura, llegamos al
orgasmo. Lo hice yo primero, pues la presión de su entrada tan
estrecha y de sus músculos contrayéndose, provocó que lo hiciera.
Él no tardó más de unas pocas embestidas extras que le ofrecí,
las mismas que le regalé para sosegar mi furia.
Aquel día mi pequeña putita se
convirtió en mi objeto de mayor deseo.
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Dedicado a alguien muy especial.
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Dedicado a alguien muy especial.
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