—¿Qué demonios haces?—preguntó
desde la puerta.
—He decidido que quiero pasar tiempo
de calidad con Rose, pues pronto será Navidad y hoy representa en su
escuela “A Christmas Carol” de Dickens—expresé frente al
espejo mientras intentaba acomodar la corbata. Jamás se me había
dado bien los nudos de esas elegantes sogas.
—¿Vas a ir solo?—dijo entrando al
fin.
Posee un porte que yo jamás tendré.
Cada paso parece medido y su mirada, tan humana como aviesa, se clava
en mí como dos auténticas dagas hechas con diamantes de color
verde. Su gentil sonrisa se dulcificó cuando me tomó de los hombros
y logró vernos en el espejo. Él vestía un traje verde botella de
tres piezas, si contaba con el chaleco a juego, y una camisa blanca
pulcra sin corbata. Tal vez porque no le hacía falta. Yo tenía un
aspecto salvaje pese a mi uniformidad de hombre de negocios de altos
vuelos. Por el contrario yo usaba un azul marino muy oscuro, una
camisa similar a la suya y la corbata roja en tono borgoña.
—No sabía si querías
asistir—expliqué.
—Tiene doce años y debe ser ya toda
una damita, seguro que muchos jóvenes se fijan ya en su belleza.
—Es una niña—repliqué algo
molesto. Incluso fruncí el ceño juntando mis cejas.
—Dentro de cuatro años la
considerarán un buen partido, pues las mujeres parecen madurar
antes. Con dieciséis años todas asisten a fiestas, unas más
alocadas que otras, donde bailan con otros jóvenes de su edad y se
enamoran estúpidamente del chico cuya sonrisa es más
bonita—comentaba girándome hacia él, para deshacer la corbata y
comenzar a anudarla.
—Luego maduran de verdad y se dan
cuenta que es mejor estar solas—dije con cierto orgullo, aunque no
sabía qué tipo de mujer sería Rose. Había intentado por todas mis
fuerzas que fuese culta, educada, con bondad en su corazón y una
madurez fuera de lo común. No obstante era bastante tímida y quizá
muy ilusa en muchos sentidos. Temía que la hirieran cuando llegase
su primer amor, aunque en estos momentos sólo representaría por
primera vez un bonito cuento navideño.
—Esa es tu madre—me advirtió—.
Hay mujeres, que pese a su esmerada educación, deciden por sí
mismas seguir a un hombre y ser su apoyo.
—Sinceramente, preferiría que el
hombre fuese su complemento y ella fuese el complemento del hombre.
Estar de apoyo es muy digno si se desea, pero prefiero que ella
aprenda a ser un pilar fundamental de nuestra sociedad—. Hablaba
con orgullo y creyendo firmemente en lo que decía.
—Sin condicionamientos de ningún
tipo—susurró terminando de acomodar el nudo, para luego tirar
suavemente de la corbata, logrando que me inclinara hacia delante. De
inmediato rozó sus labios con los míos, mordió con sus blancos
dientes el inferior y luego me besó apasionado. Noté como cerraba
los ojos bajando los párpados lentamente, para luego soltar la
corbata y echar sus brazos a mi cuello. No lo dudé. Reaccioné a
tiempo atrapándolo.
Aquella noche asistimos a la obra de
teatro en aquel caro y magnífico centro de estudios. Ella parecía
vibrar con cada palabra. Era el fantasma de las navidades pasadas y
ofrecía al viejo cascarrabias una lección magistral. Los otros
niños estuvieron bien, pero no eran mi Rose.
Tal vez he vivido otras navidades con
la misma intensidad y belleza, pero no con ese deseo tan ferviente de
creer en un Dios bondadoso. Deseaba que la bendijera, que la cuidara
cuando yo no estaba, y vigilara sus pasos para que jamás se
tropezara con monstruos como éramos nosotros. Era mi pequeña, mi
niña, mi dulce ángel... mi Rose.
Lestat de Lioncourt
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