Empezamos con memorias cortas navideñas... esta vez Daniel... Idiota...
Lestat de Lioncourt
La música navideña se colaba por la
minúscula radio que había adquirido él mismo. La habitación
estaba decorada de forma patosa y negligente, llena de artilugios de
tiendas económicas y de otras algo más lujosas. Conté entorno a
veinte Santa Claus agitando sus brazos o moviendo su enorme trasero a
ritmo de “Jingle Bells” y el árbol también contaba con algunos
en miniatura. Observé a mi alrededor y pude lograr apreciar algunas
mesas de dulces, pero también varias botellas de ponche y de whisky.
Me incorporé casi de inmediato. Pero tropecé con una pila de cajas
envueltas en papel de regalo bastante chillón de un tamaño similar
al de un niño pequeño. Allí estaban, a los pies de mi cama,
esperando quizá que los abriese una semana antes de su fecha.
—¡Dani! ¡Feliz Navidad!—gritó
saltando a la cama como un niño pequeño. Su expresión era la de un
ángel glorioso de Dios, un pequeño y travieso querubín, que
disfrutaba animosamente de las fechas. Me sentí aturdido y terminé
recostado de nuevo con él encima tocando mi frente—. ¿Te has
enfermado?—preguntó—. Los mortales de este tiempo sois muy
frágiles.
—Aléjate de mí, por favor—dije
empujándolo lejos de mi cuerpo débil y agotado. Ni siquiera había
logrado dormir unas cuantas horas y al despertar había una fábrica
de porquería navideña a mi alrededor, brillando y sonando como si
fuera el hombre más feliz del mundo. Yo no lo era. Jamás lo fui.
Había perdido a mis padres, estaba
solo en este jodido mundo, y las navidades como la cena de Acción de
Gracias o la Pascua me parecían patéticas. Odiaba esas
celebraciones y detestaba su jersey con ese patético reno de nariz
roja sonriente. Él me miró confuso, para luego romper a llorar en
silencio. Creo que toda su alegría y deseo de celebrar algo conmigo
se fue por el sumidero. Estaba tan emocionado con la tecnología y la
convivencia había caído en el consumismo más cruel, en el deseo
más barato de comprar felicidad y escuchar villancicos. Caí en la
cuenta entonces que él no sólo había perdido a su familia, sino
que estaba auténticamente solo y yo lo era todo.
—Lo lamento—. Sonó sincero, pero
creo que no fue suficiente. A decir verdad, creo que las palabras de
disculpa siempre son vacías y carentes de sentido. Si quieres a
alguien te detienes y no lanzas una palabra que puede hacer demasiado
daño, que marca para siempre—. Armand, podemos hacer como que no
he dicho nada. Nos levantamos, abrimos esos regalos antes de tiempo y
ceno contigo mientras me cuentas tu aventura nocturna o me recitas
algo.
—No. Déjalo—susurró—. Todo esto
es ridículo—añadió quitándose el jersey para arrojarlo al
suelo.
Su pequeño torso quedó a la vista
junto a su vientre suave, delicado y de tono lechoso. Todo su cuerpo
era una provocación y yo caía en ella. Terminé atrapándolo con
ambas manos, agarrándolo con fuerza de los brazos por debajo del
hombro, y lo arrojé a la cama comenzando a lamer sus lágrimas. Eran
lágrimas de sangre lo que empezaron a correr por sus mejillas, las
mismas que tenían un sabor mejor que el whisky más caro. Él no se
movió, sólo jadeó girando su rostro hacia donde estaba el árbol y
dejó su mirada perdida en las luces. Por mi parte mordí su cuello,
pellizqué sus pezones con mis dientes, y lamí su pelvis.
No tenía escrúpulos. Después de
tratarlo como lo hice bajé sus pantalones, saqué sus patéticas
zapatillas de elfo y lo dejé desnudo para poder contemplarlo,
acariciarlo, mancillarlo con mis labios y mi lengua. Disfrutaba de
aquel acto pueril a un muchachito eterno que se abría ante mí con
la única intención de conseguir afecto. Susurraba disculpas en
inglés y ruso, que sólo lo había aprendido por curiosidad. No
obstante, como he dicho, el daño estaba hecho y era plenamente
consciente.
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