El adiós es... siempre doloroso.
Lestat de Lioncourt
—Debo dejarte.
Me dijo mirándose al espejo de su
tocador. Estaba allí sentada observando su largo cabello negro
disperso sobre sus hombros y espalda. Su cepillo de hermosa plata y
rubíes se deslizaba sobre esta como si fuese un espeso mar salvaje.
Sus ojos profundos subieron hasta mi figura, la cual estaba allí
asomada con su hermosa ropa blanco marfil. Mi tono de piel
contrastaba con el suyo, tan marmóreo. El traje rojo, ajustado en su
cintura y que realzaba su busto, se desparramaba sobre su silla. La
escena era idílica, pero sus palabras no eran llenas de amor y
bondad.
Ella que era mi amiga, mi amante, mi
compañera, mi mujer y mi diosa. Ella que me había dado la vida y la
libertad más allá de la opulencia y respeto que me gané sólo por
nacer. Ella se iba, se marchaba, y yo me quedaría solo y huérfano.
—¿Irás con Marius?—pregunté por
un casual. Sólo quería saber si alguien la acompañaría.
—No—dijo—. Ya no.
—Pandora—suspiré aturdido—,
¿puedo cambiar algo que te parece ofensivo?—dije intentando
aferrarme a una posibilidad.
—No puedo soportarte, no puedo
soportar esto—contestó girándose para mirarme a la cara
directamente. Esos ojos flameaban dolor—. No estoy acostumbrada a
todo... todo...
—Mi respeto, apoyo incondicional y
amor—dije con semblante serio, pues sabía cuál era el problema.
Ella jamás había sido respetada, ni honrada, ni amada de ese modo.
No sabía corresponderme y todo le aterraba de sobremanera. Sé que
me amaba, pero amaba más a Marius y aún más su libertad—. ¿Te
da miedo amar?
—No me obligues a decirte algo
hiriente—respondió con los ojos llenos de lágrimas que no sabían
si salir o quedarse en sus propios infiernos.
—No, lo lamento—susurré.
—Déjame marchame—. Se incorporó
mirándome con esa angustia antes de agachar la mirada un segundo.
Todo lo que llevaba puesto lo había elegido yo, con toda mi buena fe
y sueños, deseando cumplir caprichos y necesidades. Había bañado
en joyas, telas caras, flores, perfumes y libros su vida. La había
acompañado allí donde ella deseaba ir.
—Puedes hacerlo, puedes irte—dije
acercándome a ella para tomar sus trémulas manos. Las tenía
cálidas. Había bebido recientemente en la fiesta, lo sabía. Allí,
entre la marabunta de gente sin principios y enjoyados hasta el
cabello, había sido partícipe de la muerte y las duras elecciones a
las que estábamos implicados como hijos de la oscuridad y la
sangre—. En esta fría noche puedes irte, pero quien se marchará
soy yo—sentencié—. Quédate en esta hermosa Rusia—murmuré
acercando mis labios, algo helados, a su rostro de porcelana—,
helada y magnífica en muchos sentidos,—añadí sintiendo como una
lágrima caía estropeando su maquillaje— y yo me iré a la India
donde puedo refugiarme tras esta profunda pérdida—dije terminando
por sellar mis palabras con un beso lleno de amor—. Allí te estaré
esperando si en algún momento te cansas de viajar, de vivir
aventuras palaciegas—me sentía triste, pero no podía dejar de
amarla—, de indagar sobre la historia y el origen de la vida. Allí
estaré para ti, venerándote en sueños como a una diosa—mis ojos
se clavaron en los suyos antes de dar media vuelta y marcharme hasta
mi recámara, donde comencé a empacar mis pocas pertenencias.
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