Parece que esta relación marcha...
Lestat de Lioncourt
—¿Qué estás observando?—preguntó
logrando resonar sus zapatos por las baldosas de la gran sala donde
me hallaba. Me había refugiado en la biblioteca francesa, el lugar
favorito de Lestat y también mío.
Había un enorme ventanal que había
logrado abrir, el frío entraba de forma repentina a ráfagas algo
gélidas, y la nieve golpeaba de vez en vez mi rostro. Mis manos,
pequeñas pero decididas, se aferraron a la barandilla mientras
observaba como la oscuridad envolvía una estampa típica de película
romántica y navideña.
—La nieve acumulándose por doquier
en las aceras—respondí.
Ni siquiera me había girado para poder
observar su figura gallarda de ojos azules penetrantes, ese rostro
delicado y sus labios carnosos. Era algo desgarbado y torpe, pero sus
manos eran bondadosas y hacían milagros en mí. Nada más apoyarlas
entorno a mi cintura creí que me desvanecía.
—Pronto vendrán todos a celebrar el
final del año—dijo apoyando su mentón en mi hombro derecho,
pegando ligeramente su rostro al mío.
—Las calles se llenarán de
neoyorquinos y turistas deseando un poco de esperanza—explicó.
Parecía tan ensimismado con las
celebraciones navideñas, tan vulgares y consumistas que me
provocaban ciertas náuseas y resquemor, que me parecía sumamente
curioso. Si bien, era cauteloso. Me sentía nervioso ante la sola
idea de vivir a solas, aunque sólo fueran un puñado de horas, a su
lado. Benjamín y Sybelle se habían marchado al teatro, pues estaban
con representaciones navideñas que ambos amaban enloquecidamente.
Louis se había marchado hacía meses en busca de Lestat y él estaba
recluido en su castillo francés sintiéndose similar al Conde
Drácula.
—Sí, es la primera vez que lo
viviré—dijo inquieto con sus manos sobre mis caderas—. Debe ser
divertido.
Se echó a reír estrechándome con
firmeza, haciéndome sentir un muñeco de peluche en brazos de un
niño amoroso. Cerré los ojos y aspiré su aroma, empecé a sentir
su calor pese a las inclemencias del tiempo, y en algún momento él
me apartó de la ventana para cerrarla. En ese instante me giré,
apoyando mis manos en sus hombros, para poder perderme en esos
poderosos ojos azulados. Tenía la mirada limpia como la de un recién
nacido, sin tacha alguna.
—Antoine, dejan todo echo unos
zorros—murmuré arrugando la nariz.
—¿Y?—dijo riéndose aún—. Es
una celebración hermosa, como el desfile de Navidad que vimos hace
unos días—comentó alzándome unos centímetros del suelo para
girar conmigo y acabar sentándome en el escritorio.
De inmediato crucé las piernas y los
brazos, permitiendo que él se quedara frente a mí con su nariz casi
rozando la mía. Sus largos brazos se estiraron hacia el mueble, sus
manos de dedos huesudos y largos acariciaron la superficie, y luego
me permitió sentir sus labios con un beso tan breve como una
caricia.
—No voy a insistir en lo estúpido
que es salir a la calle para festejar con desconocidos una noche más
del año—dije frunciendo el ceño.
—Sigue así de cascarrabias y te
convertirás en Marius.
Aquellas palabras me sorprendieron.
Quedé sentado, casi al borde de la mesa, con cierto temblor. No
temblaba por el frío, sino por la ira. No quería parecerme a ese
terco, orgulloso, peligroso y mentiroso de mi maestro.
—¿Qué?—dije aún atónito.
—Armand, debes salir de esa concha de
dolor y miseria—dijo colocando sus manos sobre mis mejillas, para
luego acariciarme con sus pulgares. Deseaba besarlo, pero él lo hizo
antes. Todo lo que yo quería él me lo ofrecía.
—Antoine...—balbuceé.
—Ven conmigo y celebremos que estamos
juntos y vivos. ¿No es eso lo que celebran los mortales? El estar
juntos, vivos y llenos de esperanza.
Tenía razón. Celebraría con él el
final del año. El día último del mes último en su hora última
estaríamos allí, con todos los mortales, gritando que dábamos la
bienvenida a un nuevo año.
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