Habían caído ya las primeras nieves.
Los campos de vid estaban cubiertos y la humedad condensaba el
aliento alrededor de la boca. En París, las luces navideñas
acaparaban la atención sin olvidar que estábamos en “guerra”.
El clima de intranquilidad era obvio, pero yo me había refugiado
hacía algunas horas en mi castillo. Me sentía como los clásicos
vampiros del cine de Hollywood y las viejas leyendas de Transilvania.
Sólo faltaba que me acomodara cerca del fuego arropado por mi capa y
con una virgen sobre mis piernas. Si bien, el estridente sonido de
una guitarra eléctrica desbordaba los gruesos muros mientras algunas
de las grandes bandas del rock hacían sucumbir la calma, agitando mi
alma y recordándome quien era yo.
Me senté cómodamente en el sillón,
tal y como había imaginado, pero mis prendas eran bastante distintas
a las imaginadas. Mis botas eran las de un muchacho, los pantalones
de cuero se pegaban bastante a mis piernas y tenía una correa de
metal pesado que cruzaba parte de mi cintura. La chaqueta que llevaba
también era de cuero, llena de correas y cierres de metal. Tenía en
los brazos unas puntiagudas piezas metálicas que no pinchaban, pero
daban cierto aspecto amenazador. Mi cabello estaba revuelto y algo
pegado sobre mi frente debido al sudor.
—Lestat—dijo entrando en la
habitación sin siquiera llamar, cosa que no era propia en él—.
¡Lestat!
Tenía los ojos llenos de amargura y
parecía querer romper a llorar. Me incorporé rápidamente, fui
hasta él y lo tomé entre mis brazos. Pude sentir entonces como se
derrumbaba, igual que un edificio en una demolición controlada. Su
llanto fue amargo y sincero. Sus manos se aferraron rápidamente a
las solapas de mi chaqueta y comenzó a manchar con sus lágrimas mi
cuello, mis prendas y también su flamante suéter color oliva así
como su camisa blanca. Parecía una virgen doliente, de esas figuras
que se colocan en los altares.
—Louis, ¿qué demonios
ocurre?—pregunté, pero no tuve respuesta.
Sólo hipaba y respiraba fuertemente.
El llanto cada vez iba a peor. Sentía una angustia terrible pues no
sabía siquiera lo que acontecía. Era como si viese el mundo
desplomarse sobre ambos sin comprender cuál fue el desencadenante de
ese horror. Acabé por tomar su rostro entre mis manos, abarcando así
esos hermosos rasgos, para ver su boca de labios temblorosos jadear
estremecido.
—Dime, ¿qué ocurre?—intentaba
mantener las formas, pero la calma se iba perdiendo—. ¡Qué
ocurre!
—He tenido un sueño... que...
—susurró agarrado a mí con sus hermosas manos, las cuales se
bajaron del cuello de mi chaqueta hasta mi cintura—. Ella estaba en
la nieve, en la nieve...
—¿Ella?—pregunté.
—Su cuerpo estaba sobre la nieve, con
aquel hermoso vestido celeste que tú le encargaste a una modista
parisina. Sus hermosos cabellos estaban esparcidos sobre ese terrón
blanco y frío. ¡Sus ojos! ¡Dios mío! Parecían ser los de una
muñeca, pues tenían el aspecto de ser de vidrio—su voz era casi
un susurro, pero podía entender todo lo que balbuceaba con horror.
No dudé en abrazarlo con fuerza
mientras lo llevaba hasta cerca de la chimenea. Allí, frente a las
llamas, nos sentamos en la alfombra y quedamos aferrados el uno con
el otro. El fuego consumía la leña entretanto tomaba el atizador y
movía algunos trozos de madera. Me preguntaba el motivo por el cual
las pesadillas se amontonaban en su alma, pero luego recordé que era
Navidad, la época en la cual los niños se alborotan y él había
estado en la ciudad.
—Louis, ¿viste a niños hoy jugar en
la nieve?—pregunté mientras él aún permanecía aferrado a mí,
escuchando mi corazón para calmarse.
—Sí—murmuró.
—¿Te quedaste agotado por el frío
cuando llegaste al castillo? Posiblemente llegaste y no me
encontraste, decidiste irte a nuestra habitación y encendiste la
chimenea. Allí, en nuestra cama, tuviste ese sueño tan
terrible—decía mientras acariciaba sus largos y sedosos cabellos
negros—, pues viste a los niños jugar y aún extrañas esa parte
de ti. Y, cuando digo parte de ti, hablo de Claudia, nuestra
paternidad y años dorados.
Ella fue el nexo que nos unió, la
verdad que nos transformó en una familia. Recordaba los ojos llenos
de ilusión cuando le ofrecí sus primeras muñecas en los sucesivos
“cumpleaños”, los hermosos y caros vestidos parisinos en fechas
tan importantes como las que vivíamos, la forma en la cual la alzaba
mientras recitaba poesía y Louis simplemente observaba
minuciosamente ese hecho, los meses en los cuales le impuse un tutor
para que aprendiera música y tocara el piano, y del mismo modo que
la abrazábamos entre ambos cuando parecía cansada. La vida se
volvió trágica para nosotros, los breves momentos de felicidad se
convirtieron en pequeñas chispas lejanas como estrellas, y el dolor
se convirtió en una amargura constante.
—Rose no la disfruté. Tenía tanto
miedo que viese en mí un monstruo...—admitó— que jamás pude...
—Jamás pudiste acudir a verla a
solas, pero ella se sentía feliz cuando llegabas con tus rosas tras
una de sus actuaciones en el colegio. Aún recuerdo sus últimas
obras como si fuera hoy mismo...—dije recordando a nuestra pequeña
rosa eterna convertida en una minúscula niña, con el cabello
recogido realzando su largo cuello, mientras se movía por el
escenario bailando con un encantador vestido en la popular obra “El
Cascanueces”.
Rose siempre fue una niña despierta,
llena de vida, que poseía unas inquietudes y una imaginación dignas
de un genio. Su pequeño cuerpo era un recipiente hermoso y con el
paso de los años dio frutos. Era una joven hermosa, radiante, de
mirada curiosa e inocente. Jamás he visto unos ojos más hermosos
que ese par de océanos azules, salvo las gemas verdes que posee
Louis. Su cabello azabache, cayendo sobre su piel pálida, le dan un
toque de muchachita de cuento. Creo que no hay mujer en este mundo
más hermosa que mi dulce Rose. Una chica comprometida con sus
estudios y no con distracciones infructuosas, pero también rebelde y
llena de un amor demasiado terrible a la poesía. Podría decirse que
era la mezcla exacta de pasiones que Louis y yo poseíamos.
—Es una lástima—dijo apartándose
un poco de mí, ya algo más calmado—. Tampoco disfrutamos de
Víctor—se secaba las lágrimas mientras decía eso. Era un gesto
casi infantil hacerlo con la manga de su suéter, pero ya estaba
echado a perder debido a las gotas que habían caído de su rostro a
la prenda.
—¿Acaso te hubiese gustado disfrutar
de mi hijo?—pregunté asombrado.
—Es tu hijo, es parte de ti, así que
sería parte de mí—se giró por completo hacia mí, subiéndose
sobre mis piernas y arrancándome el hierro de la mano, para
colocarla sobre su estrecha cintura, y entonces me besó con ternura
en los labios—. Sigues siendo mi Dios y mi Satanás. Sigues siendo
principio y fin. Sigues siendo la vida y la muerte conociéndose al
fin eternamente, con una sonrisa en los labios y un guiño descarado.
Puede que parezcas a veces desconsiderado, despistado o simplemente
te olvides por completo de mí. Persigues quimeras, corres por este
mundo aunando sueños y esperanzas, para luego regresar—sus dedos
se habían puesto sobre mi rostro y jugaban como pequeñas patas de
araña sobre mis rasgos—. Eres el Príncipe de los Vampiros, el más
caprichoso y valiente de todos ellos.
—Regreso porque sé que estás ahí
aguardándome como Penélope a Ulises—respondí hundiendo mi rostro
en su cuello.
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