Las reacciones de Louis siempre
incrementaban el fuego demoledor que sentía en mi interior, la
pasión era incontrolable y mis instintos más primarios surgían
como una marabunta de hormigas, las cuales cosquilleaban en mi
vientre y subían hasta mi pecho. Mis manos se colaron bajo el suéter
y levantaron la camisa perfectamente introducida en sus pantalones
oscuros de vestir. El gimió cuando mis dientes atravesaron la fina y
sensible piel de su cuello, hundiéndose como dos poderosas agujas,
mientras succionaba suavemente un poco de su sangre.
Él se recostó sobre la florida
alfombra, dejando que sus cabellos negros ocultasen el hermoso
trazado que esta poseía, y sus ojos, los mismos siempre me cautivan,
brillaron con un fulgor cargado de deseo. Rápidamente sus manos se
colocaron en mis hombros tirando de mí hacia él. Quería que lo
besara, sus labios estaban preparados y yo no dudé en hacerlo.
Mis labios presionaron sobre los suyos
y mi lengua, herida por un corte profundo, la introduje en su boca
ofreciéndole mi sangre mezclada con la suya. La pasión se desbordó.
Sus piernas se abrieron y rodearon mis caderas, logró así que me
excitara de tal forma que acabara rozándome. Nos movíamos como las
olas de un mar agitado. Nuestras bocas parecían querer aferrarse más
una con la otra, pero de vez en vez se separaban y quedábamos como
dos peces buscando aire lejos del mar. Sus mejillas se arrobaron con
un rubor muy intenso y sus ojos se cerraron mientras enterraba sus
uñas en el cuero de mi chaqueta.
—Hazlo—dijo.
Me incorporé a duras penas, quedando
de rodillas frente a él, para buscar en el forro interior de mi
chaqueta un líquido cristalino y sin olor. Ese líquido era
testosterona, similar a los inyectables pero en una fórmula
mejorada, que no dudé en ingerir provocando que todo mi cuerpo
reaccionara de forma más que evidente.
Él se lanzó sobre mi bragueta
mientras terminaba el tubo y le ofrecía uno. Bebió con mayor avidez
entre tanto bajaba la cremallera del cierre. Después, sin más, bajo
mi pantalón de un tirón fuerte y comenzó a lamer mi bajo vientre,
hasta llegar a la base de mi miembro, porque yo no llevaba ropa
interior. Sus mágicos labios se abrieron como un pequeño túnel
directo a un infierno cálido, estrecho y húmedo. Apretó con
dulzura el glande y bajó hasta el final de aquel cuerpo endurecido
por sus actos y los míos. Dos impúdicos demonios convertidos en dos
seres de ascenso a lo más parecido al cielo y conversar con Dios,
pues eso era el placer del sexo cargado de amor e historias
imposibles.
Sus ojos se clavaron en los míos como
dos dagas de hermosa empuñadura. Mis manos no tardaron en acariciar
sus cabellos, ondulados y espesos, para finalmente apretar su cráneo
y pegar de ese modo sus labios a la base, rozando así mis testículos
y haciéndole resoplar sobre el vello que coronaba mi miembro. Mis
caderas se movieron bruscas en un par de estocadas y luego lo tiré,
como quien tira un hierro candente que ha estado entre sus manos
desnudas, para empezar a desvestir su coqueta silueta.
Nada más tenerlo allí desnudo recordé
todas las emociones que sentía cuando era sólo un adolescente. Mi
sexo, humedecido y erguido en su máximo esplendor, se veía
imponente y desesperado. Él se giró recostando pegando su pecho por
completo al suelo, alzando sus caderas de este y dejando sus rodillas
clavadas al mismo. Su rostro quedó girado hacia la izquierda, pero
esos ojos me perseguían.
No lo dudé. Penetré de una vez. Un
grito terrible rebotó entre los gruesos muros de aquella habitación.
El movimiento empezó fiero y acabó fiero. Cada movimiento de mi
cadera destruía las paredes de su estrecho vergel. Su sexo, también
duro, se movía como el péndulo del reloj que marcaba la una de la
madrugada. Tenía los labios abiertos, tan rojos como las cerezas.
—Ámame sólo a mí—. Su voz estaba
entrecortada y sus manos se aferraban como podían a la alfombra, la
cual empezó a quedar destruida porque sus uñas las arañaban como
si fuera un gato salvaje.
Antes que todo acabase tan rápido,
pues todavía no lograba controlar esa subida tan frenética de
placer, salí sentándome de espaldas al fuego. Sin perder el tiempo
tiré de él y lo subí a mis caderas, logrando penetrarlo de una
vez. Sus largas piernas, de muslos cálidos, se aferraron a mí
enroscándose como una serpiente y comenzó a moverse. Mi boca no
quedó quieta porque mordisqueaba sus pezones, sus clavículas y
cuello. Y la lengua, la cual parecía bífida como la de un demonio
desesperado, lamía bajo su mandíbula y buscaba el lóbulo de cada
uno de sus orejas. Él gemía y farfullaba en nuestro idioma natal,
el francés, todas las locuras que deseaba acometer conmigo.
Finalmente llegamos. Primero lo hizo él
apretándome duramente mi hombría, convirtiéndome en preso de sus
deseos, incitándome a llegar. Después me aferré con fuerza a su
cintura. Mis brazos lo rodeaban firmemente mientras caíamos sobre la
alfombra, otra puñetera vez, y él serpenteaba aunque su simiente
manchaba ambos vientres. El mío, como no, rellenó su interior
aunque seguí moviéndome provocando que parte saliese manchando
parte de sus glúteos y también el destruido objeto de decoración
que me había regalado Gregory. Sí, la alfombra había sido un
regalo bastante caro y llamativo... La misma alfombra que estaba
sucia y maltrecha.
—Lestat...—susurró jadeoso—.
Dime que me amas, aunque sea mentira.
—Nunca te mentiría, Louis. Te amo,
te amo demasiado...—respondí con el rostro empapado en sudor, como
el resto de mi cuerpo y el suyo, y con mis rizos rubios pegados a él.
Salí lentamente de su entrada, pero me
quedé recostado sobre su figura. Aplastaba cada músculo, hueso y
trozo de su ser. Mi boca se pegaba a sus mejillas, besándolo con
ternura. Él era todo. Siempre ha sido todo. Jamás dejará de ser
todo.
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