Admito que me ha emocionado saber esto.
Lestat de Lioncourt
—¿En qué estás pensando?—preguntó.
El tren tomaba la curva en ese momento
en una de las calles más pobladas. La maqueta era de Londres, cuando
la época industrial estaba en su mayor apogeo, y me había llevado
días terminarla. La nieve acumulada sobre los viejos tejados le
daban un aspecto mágico, casi navideño.
—Dímelo tú—respondí colocando la
última figura, un Santa Claus.
Quise echarme a llorar como cualquier
huérfano, pero me mantuve con la vista puesta en los raíles de
aquella pequeña máquina que imitaba a una locomotora de hierro
antigua. Incluso hacía su pequeño ruido al marchar sobre las vías.
—Daniel, no has venido aquí para...
Mi ojos violáceos no le permitieron
continuar. Tenía la vista puesta en aquel hombre que parecía un
coloso a mi lado, debido a lo anchos que eran sus hombros. No parecía
un ciudadano romano, por mucho que se sintiese hijo del imperio, sino
un celta de ojos sabios y rostro marcado por la tragedia. Podía leer
en la nula expresividad de sus labios un dolor que no dejaba marchar.
—Armand no puede cuidarme,
¿verdad?—dije regresando la vista a mi pequeña obra—. Se ha
rendido.
—He pedido que me deje cuidarte, pues
sé que ambos poseen una riña demasiado intensa—iba explicando—.
Es algo que no vais a poder limar con facilidad.
—Ah...—suspiré y luego dije con
voz alzada—. ¡Y pensar que creí que ser un vampiro sería vivir
para siempre sin problemas!
Me detuve en miad de la calle. La nieve
se acumulaba. Tenía las manos heladas, así que las metí en mis
bolsillos. Él, casi de inmediato, se aferró a mi brazo. Había
estado recordando en silencio la vivencia de hacía más de diez
años. Quise echarme a llorar, pero me contuve. Sus ojos almendrados
estaban puestos en mí como un niño curioso y yo no pude hacer nada
más que sacar mis manos, colocarlas sobre sus mejillas encendidas y
desear besarlo. Pero no lo hice.
—¿Estás bien?—preguntó.
—Sí, sí... —balbuceé, antes de
apartarme y seguir caminando.
—Hacía mucho tiempo que no estábamos
juntos, uno al lado del otro—dijo apurando sus pasos para volver a
agarrarme del brazo. Tenía el cabello pelirrojo oculto bajo un
ridículo sombrero rojo con renos en color blanco. Realmente parecía
un niño.
—¿Por qué me abandonaste junto a
Marius?—pregunté al fin al culpable de todo.
—Creí que era la única forma de
mantenerte con vida—respondió sin titubeos, por lo cual supe que
era verdad—. Recuerdo como enloqueció Nicolas y lo mal que me
porté. Inicié un desastre.
—¿Y ahora?—pregunté deteniéndome
frente a un enorme y hermoso escaparate de juguetes, el cual se
iluminaba con cierta potencia—. ¿Por qué has aceptado caminar
conmigo?
—Porque todo lo que ha ocurrido me ha
hecho desear estar aquí, junto a ti, aunque sea unos
minutos—contestó con una sonrisa alegre y franca. Era la primera
vez que lo veía ser feliz a mi lado, la primera vez que parecía no
tener peso en sus bolsillos.
—¿Es un regalo de navidad
adelantado?—dije frunciendo el ceño.
—Sí, lo es.
Entonces me tomó de los hombros,
logrando que me inclinara, y me besó con la terneza que tienen los
labios de un muchachito. Allí, bajo una pequeña nevada en las
calles neoyorquinas, él me ofreció el mayor premio de todos: su
cariño.
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