Mael podría ser salvaje, pero también era alguien que sabía consolar. Yo también creo que sigue vivo, aunque sea en nuestros corazones. ¿Adónde estará?
Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez te has sentido
solo?—interrumpió el silencio que ambos habíamos formulado.
Ella tenía sus manos, de largos dedos
finos de color marmóreo, sobre mi larga cabellera rubia pajiza.
Trenzaba pequeños mechones, casi insignificantes, como si fueran
espigas de trigo. Hacía aquello con parsimonia mientras el fuego
caldeaba la habitación. Era una casa situada en una montaña,
excavada en la roca, y sin luz eléctrica. Llevaba viviendo allí
algunos años cuando yo la conocí.
Fue extraño. Paseaba por el bosque
acariciando las cortezas de los árboles, como ella acariciaba mis
cabellos en ese momento, preguntándome adónde fue toda mi cultura y
si mi familia me recordó incluso después de la muerte. Un raro
presentimiento caló hondo en mi pecho y noté como otro inmortal me
observaba. Me giré y no vi nada, pero pronto salió de entre los
matorrales una hermosa mujer como si fuese un animalillo salvaje. Por
su cabellera pensé que era la representación de un zorro astuto y
vivaz, pero al ver sus ojos sentí un escalofrío. No tenía ojos.
Carecía de globos oculares, pues sus cuencas estaban vacías.
Después supe que Akasha había hecho
tal atrocidad y ella conseguía ojos de hombres y animales, para así
poder ver el mundo que la rodeaba. Aún así era diestra correteando
por el bosque y olfateando el mundo igual que un sabueso. Era una
mujer ligada a la naturaleza, vinculada como una hija y una madre. La
admiré desde el primer momento en el cual la vi con ese manto rojizo
lleno de minúsculas ramitas y diminutas hojas. Sus manos olían a
musgo y su vestido a arcilla.
La noche era oscura como la pesadumbre
de un viejo solitario, pero la luna se alzaba entre las hermosas y
frondosas copas de los árboles. Las estrellas brillaban con fuerza.
Hacía frío, pronto nevaría. Era prácticamente invierno y el
infierno blanco se acercaba.
—¿Solo?—dije abriendo los ojos
para ver el fuego, y luego girarme hacia ella.
Había estado ensoñando con nuestro
primer encuentro, hacía más de diez años. Un encuentro fortuito
que me había hecho vibrar y aún hoy, tras tantos años, lo sigue
haciendo.
—Sí, como si necesitaras estar al
lado de otro, aunque no hubiese conversación o esta tuviese largos
espacios de silencio—explicó.
Esa noche aún no había robado un par
de orbes para su cara de hermosos rasgos. Tenía las mejillas
marcadas y algo sonrosadas, pese a que no se había alimentado
correctamente. Vestía uno de sus largas túnicas verdes con un
pequeño cinturón. Sus pies estaban cubiertos de trapos viejos, no
tenía zapatos. Era una ermitaña que enviaba cartas cada semana a
sus descendientes, la cual pronto se volvería adicta al mundo
moderno y a la tecnología. Eso sería cuando tuvo que aparecer con
mayor frecuencia para proteger a Jesse.
—No.
—Quizás...—murmuró acomodando sus
manos sobre mis hombros—. Olvídalo.
—Tal vez sientes esa profunda
necesidad de compañía porque tu hermana no está—dije directo—.
Buscas en otros la compañía adecuada, alguien que entienda tus
gestos y caricias. Necesitas que aprecien tu silencio y tus
palabras—susurré girándome suavemente hacia ella. Vi en su
expresión pena y necesidad. Estaba a punto de echarse a llorar, pero
permaneció entera.
Había numerosas cartas de navidad
sobre la mesa. Ella tenía alquilado un número postal donde todos
enviaban sus cartas, tarjetas, postales y diversa documentación.
Ella leía con pasión cada nota. Incluso era capaz de cantar las
buenas noticias. No conocí jamás a una mujer más bondosa y
entregada a su familia, aunque estos eran descendientes lejanos de su
hija. Creo que lo hacía por ella. Por esa niña que no pudo sostener
en sus brazos más de unas semanas. La misma criatura que nació de
un acto ruin, pero que unió las vidas y almas de dos seres
profundamente apasionados.
Sí, conocía a Khayman. Él venía de
vez en cuando con sus trajes caros o prendas de cuero. Sus calzados
llegaban destrozados por la caminata, pese a que podía volar como
las aves o los murciélagos. Se acercaba a ella, besaba sus mejillas
y le contaba lo que había descubierto de la familia. Esa Gran
Familia Humana que tanto amaba. Después se iba, encomendándome a mí
su compañía.
—Sí, quizá—contestó con una
sonrisa bondadosa, para seguir trenzando algunos mechones más—. No
obstante, creo que es porque sé que ella está ahí fuera... y...
—Y sufre, como tú—murmuré en tono
quedo—. Sufres porque quieres encontrarla.
—Y tú, Mael, ¿por qué
sufres?—preguntó echando sus brazos sobre mis hombros, para luego
besar mi mejilla. Esperaba una pronta respuesta.
—Yo ya no sufro—mentí para que
ella no notase mi dolor, pero creo que se hundía en la brea que era
mi alma—. Hace tiempo que dejé de hacerlo.
—Es mentira, ¿sabes que conozco y
comprendo todos tus gestos?—me dijo.
—Ah... mujer...—dije riéndome
porque me había agarrado con una mentira en mis labios— ¿Cómo
eres tan observadora?—pregunté girando mi rostro de nuevo hacia el
fuego—. Digamos que sufro porque aún intento llenar el vacío que
quedó tras la muerte de mi cultura, mi religión y mi compañía
junto a Avicus. He ido llenando mis bolsillos de experiencias, de
hermosas conversaciones contigo, pero...
—Falta—intervino.
—Sí, pero admito que es grato estar
frente al fuego junto a ti. Es una época relevante para los celtas,
aunque ahora se convirtió en el nacimiento del Dios cristiano entre
los humanos. No quiero pasar estas fechas solo—me abracé mejor las
piernas y suspiré. Me sentía perdido entre ese mar de gente
insolente que eran las ciudades. Cuando bajaba por la colina y me
perdía por los pueblos, los centros urbanos y finalmente entraba en
tiendas o avenidas muy pobladas sentía pánico. La gente ya no
amaba, no sentía, no deseaba de corazón... Todo era muy plástico y
barato.
—Ya está, terminé—dijo agarrando
el espejo que había sobre sus faldas, para dármelo y permitirme
observar su obra.
—¡Ah! ¡Parezco un elfo de cuento de
hadas!—me eché a reír a carcajadas apreciando ese trabajo.
Incluso había colocado pequeñas ramitas y trozos de su cabello
rojizo como ataduras. Parecía un elfo guerrero al cual le faltaba el
arco y las flechas.
—A mí me pareces un hombre muy
bondadoso—susurró cerca de mi oreja derecha, provocando que me
sonrojara.
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