Oh, Louis... Louis... Cómo amé esto.
Lestat de Lioncourt
Miré el ataúd por más de diez
minutos. Hacía relativamente poco que había visto uno. Los
recuerdos de mi hermano se amontonaron como piedras de un alud.
Temblé de pies a cabeza. Quise echarme a llorar, pero me contuve. La
lluvia caía en sirimiri tras una terrible tormenta eléctrica. Por
la ventana se colaba tan sólo un poco de luz, pero rápidamente fue
tapiada por uno de los roperos que había en la habitación. Lestat
preparaba absolutamente todo.
—Introdúcete—dijo.
Sentí la boca seca y los labios
agrietados. Quise hablar pero no pude. Me incorporé de la silla en
la que me encontraba y di un paso, pero finalmente me llevé
horrorizado las manos a la cara. Froté mis dedos sobre mis
facciones, hundí estos en mis cuencas oculares como si no quisiera
ver y después chillé. Sí, chillé.
—Deja ese maldito drama—siseó
acercándose a mí, agarrándome por las muñecas y mirándome a los
ojos hecho una verdadera furia—. ¿Acaso quieres que nos
descubran?—preguntó soltando mis brazos echándolos hacia abajo.
Quedé abatido, al igual que un cuerpo sin alma.
—No quiero entrar en un ataúd—susurré
conteniendo mi fuerte deseo de llorar. Afortunadamente él me había
dado la espalda, pero aún así decidí no hacerlo. Apreté los puños
y me armé de valor.
Él me dijo que viviría algo más que
el dolor de la muerte. Tenía razón. Anhelaba la muerte, la
codiciaba, pero eso no sería castigo suficiente para mi terquedad y
estupidez. Debía sufrir un castigo mucho peor. Y lo era.
—Oh, vaya—dijo girándose hacia mí
mientras arqueaba sus perfectas cejas doradas—. Ahora me vienes con
remilgos.
—No son remilgos...—me apuré a
decir.
—¡Claro que lo son!—entonces fue
él quien alzó la voz—. ¿Quieres morir? ¿Acaso quieres morir de
una forma horrible siendo descubierto y expuesto al sol? ¿Deseas que
tu carne arda mientras chillas sin poder ocultarte? ¿Eso quieres?
Un escalofrío recorrió mi columna
vertebral y mis manos se cerraron en puño. Di dos pasos más hacia
mi nueva cama, pero miré en derredor y los armarios me dieron una
idea.
—¿No puedo ocultarme en un armario?
—Incómodos y con ranuras. El sol
entraría—me explicó volviéndose a girar para abrir la tapa de
tan bella mortaja. Se introdujo y estiró sus fuertes brazos hacia
mí—. Ven, hoy dormirás a mi lado. Hoy descansaremos juntos.
Mañana te conseguiré uno a tu medida.
—A mi medida... —balbuceé antes de
envalentonarme y echarme sobre él.
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