En alguna parte de Nueva York surgió
una conversación. Una de esas que usualmente pasan desapercibidas
para el resto de los mortales. O más bien, para la mayoría. Hay
inmortales que estarían dispuestos a tener la suerte de escuchar tal
diálogo por simple, extraño y rápido que fuese.
—¿Alguna vez piensas sobre las
consecuencias de tus actos?—preguntó con las manos metidas en su
gabán negro. Sus largos cabellos pelirrojos caían sobre sus hombros
y su afilada mirada castaña se enterraba, como si fueran alfileres,
en los ajenos. Estaba realmente molesto porque no medía sus
palabras, sus actos, sus determinaciones...
—¿Deseas que sea sincero o que te
mienta?—dijo tras una risa socarrona.
—Sinceridad, por favor—contestó.
—No—contestó aún jactándose de
su valentía, o más bien de su temeridad.
—Lo sabía—murmuró apretando los
dientes.
Ambos eran jóvenes y apuestos, pero
uno llevaba una ropa demasiado formal para su edad. Uno era rubio,
esbelto, con una boca carnosa y unos ojos con distintas tonalidades
de azul y violeta. El otro era más bajito y menudo, además el gabán
de paño no evitaba ver el Armani gris humo que llevaba bajo este. El
desvergonzado rubio tenía el pelo aún más largo y rizado, el cual
caía sobre una chaqueta de cuero llena de tachuelas. Uno usaba
mocasines, el otro botas típicas de una estrella del rock. Era la
guerra entre la ropa formal y la de un bala perdida.
—No del todo. Pienso en las virtudes
de comprobar si estoy equivocado o no. deseo experimentar como hizo
Frankestein con su monstruo, Jekyll consigo mismo...—argumentaba
hasta que fue detenido por su propio reflejo en un escaparate. Se
quedó allí callado observando como se reflejaba en el vidrio, pero
también dejando que sus ojos se perdieran en los instrumentos que se
exponían. Había un violín. Siempre que veía uno recordaba a
Nicolas.
—Son casos literarios—respondió
tras un largo suspiro.
Retrocedió unos pasos y tiró de su
acompañante para que siguiese caminando a su altura. El otro
muchacho estaba algo desorientado, pero sólo fueron segundos. Como
supondréis uno era Armand le Russe y el otro Lestat de Lioncourt.
—Basados en grandes hombres de la
ciencia que comprobaron sobre su propia persona, o todo lo que tenía
a su alrededor, la certeza de sus palabras—dijo.
—Locura—masculló el pelirrojo.
—Ah, sí. ¡Y sienta bien!—alzó
los brazos soltándose del fuerte agarre de su contrario, su
adversario, su amigo y uno de los personajes principales en su vida.
Armand siempre había estado ahí.
—Al parecer es en lo único que
piensas. Piensas en tus locuras y en lo bien que quedan en tu hoja
laboral—rechistó arrugando su nariz.
—¿Acaso tú no piensas en tus
proyectos de alquimia? Sé que aún adquieres aparatos electrónicos
para revisar su funcionamiento y realizar experimentos poco
sensatos—respondió entre risotadas Lestat, como si fuese algo
extremadamente divertido.
—¡Cállate!—gritó.
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