—Te reitero que puedo conocer y
comprender bien tus pensamientos y más íntimos deseos.
Su voz reverberó en mi cabeza como si
alguien hubiese conectado un equipo de música en ella. Cerré
automáticamente los ojos y eché hacia atrás la cabeza en el
respaldo de mi butacón. El fuego crepitaba en la chimenea y fuera
una horrible tormenta acariciaba los muros de mi castillo. No muy
lejos de aquí se hallaba lo que fue el pueblo, el cual estaba siendo
reconstruido por puro capricho mío. Hacía unas horas había paseado
por sus calles y me detuve en la vieja taberna. Miré el letrero,
justo como lo recordaba, y me eché a llorar.
Había vuelto por unos segundos a mi
juventud. Era de nuevo un joven de veinte años aguardando su futuro.
Pude sentir incluso el peso de mi capa y las botas que me hizo el
padre de Nicolas. De inmediato recordé el aroma de aquel hombre
joven, de aspecto menudo y ojos castaños. Quise escuchar la melodía
del violín atravesando los muros, pero sólo hallé silencio.
—Lo sé—respondí pasados unos
segundos.
—Aún piensas en él—me aseguró—.
Es una de tus más terribles frustraciones y obsesiones.
Una obsesión que me llevó a aceptar
las palabras de Memnoch para viajar al infierno, y posteriormente a
los cielos, sólo para encontrarlo. No lo hallé. Ni siquiera sé
donde estuve realmente.
—Es posible—susurré colocando mis
manos sobre mi pecho. Sentía el corazón muy acelerado.
—Lestat, belleza, deberías enterrar
de una vez ese pasado—dijo en confianza.
—Son recuerdos—le reproché.
No quería abandonar también en ellos
a mi primer amor. Me negaba.
—Y frustraciones—indicó.
—Sólo quisiera toparme con su alma y
pedir disculpas—aseguré.
¿Pero era cierto? ¿Sólo eso? ¿Me
conformaría únicamente con eso? Él quería que me torturara la
conciencia, que se taladrara mi alma, y que jamás pudiese vivir sin
pensar en lo estúpido, egoísta y patético que fui. Merecía un
castigo, ¿pero no era ese uno?
—No las aceptaría.
Amel tenía razón. Nicolas no
aceptaría unas simples disculpas por sinceras que fuesen.
—¿Así lo crees?—pregunté.
—Sí—respondió de inmediato.
Aún así no dejé de pensar en él
durante toda la noche. Esa maldita obsesión jamás se iría.
Lestat de Lioncourt
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