Louis lo admite. Tarde, pero no importa.
Lestat de Lioncourt
Habíamos vuelto a discutir sin
remedio. Era algo que hacíamos desde la primera noche. Nuestro
camino se había convertido en una tortura de principio a fin, pero a
la vez no podíamos estar demasiado lejos el uno del otro. Admito que
siempre he tenido gran parte de culpa, pues he exigido verdades
demasiado profundas e imposibles de aceptar como tales. Cuando él me
decía algo, por mínimo que fuese, de inmediato creía que sólo se
burlaba de mí. No importaba si así fuese o no, pues yo todo lo
tomaba como un ataque. Soy un maldito imbécil y un arrogante que se
creía superior por su dinero, sus tierras, su cultura y su
educación. Desconocía por completo que él había venido a mí por
amor.
Un día, por mera casualidad, descubrí
que provenía de la misma ciudad en la cual yo había nacido. Aquello
hizo que mi corazón bombeara desbocado, pero de inmediato creí que
sólo era una coincidencia y más tarde que probablemente había
jugado conmigo para burlarse comprobando mi desmesurada reacción.
Siempre creí que su forma de comportarse tosca era debido a formar
parte del populacho, pues jamás pensé que era un noble. Nunca
hubiese imaginado que los nobles comían con sus animales en la mesa,
que incluso peleaban con ellos por un trozo de carne y que eran
capaces de poner sus botas llenas de barro sobre el mantel. Él me
desmintió todo y rompió cada uno de mis mitos.
Esa noche, en la cual habíamos vuelto
a discutir como siempre, había salido a la luz la muerte de mi
hermano. Él se enfureció. Decía que no dejaba descansar a los
muertos y por ello pagaría un alto precio. No entendía el motivo
por cual lo decía. Ahora sé que era porque aunque él no podía
comunicarse con ellos, ni verlos, sí era capaz de sentirlos. Por
aquella época sólo poda apreciar la perturbación en el ambiente.
Él había supuesto que allí estaba mi hermano observándonos,
llamándonos demonios o satanistas, cuando él había huido de una
secta tan peligrosa como la propia religión cristiana.
Fue la misma noche en la cual provoqué
un terrible incendio. Habíamos tenido distintas discusiones y ya no
pude más. Creía que amaba más la mansión, mis tierras, la vajilla
misma o las cómodas camas, donde incluso su padre había yacido, que
yo. No pude soportarlo. Fue por celos. Admito que fueron unos celos
terribles. Las llamas me hicieron sentirme bendecido y sus lágrimas
ante la tragedia fortalecido, pero entonces me miró serio y tomó el
sendero para marcharse de allí algunas horas. Pasado el peligro, y
ya en Nueva Orleans, desapareció algunos días.
A la tercera noche apareció con una
sonrisa triunfante. Yo aún seguía negándome a consumir humanos,
pues creía que era algo horrible. No podía arrancarle los sueños,
la ilusión, la fe y todo lo que somos, o al menos todo lo que somos
cuando somos aún mortales, a otro ser. Imposible. Pero él había
encontrado a dos prostitutas y las devoró sin vergüenza ni dolor
frente a mí. Disfrutó coqueteando, pasando su lengua por sus senos
empolvados, aspirando el aroma de estos y dejándose agasajar la
entrepierna. Todo aquello frente a mis narices.
Los celos de nuevo me consumían. Pude
haberlas ayudado, por supuesto. Tal vez incluso pude detenerlo y
echarlo fuera de la sala. Sin embargo, me quedé allí observando
todo esperando que se pudrieran en el infierno. Jamás lo he
confesado tan a viva voz. Quizá no podía, pero creo que simplemente
no deseaba que él supiera lo mucho que lo amaba, lo envenenada que
tenía mi alma por la necesidad de ser el único y tampoco lo asumía.
Supongo que tampoco era capaz de asumir mi homosexualidad. Nunca fui
capaz hasta que regresó tras deshacerse de los cuerpos.
—¡Por qué lo has hecho!—dije
abruptamente nada más escuchar sus pasos por el pasillo.
—Porque puedo, porque quería, porque
lo deseaba y porque soy malo. ¿Acaso no soy el diablo,
Louis?—preguntó rebasando el marco de la puerta del salón del
apartamento que habíamos alquilado.
—No puedo más...—murmuré con la
voz quebrada.
—Dilo, Louis. Di que soy el diablo,
di que soy cruel. Dilo, pues me hace sentir bueno—decía
aproximándose a mí con esos hermosos ojos profundos de zafiro.
—Déjame... ¡Ten respeto!—grité
dando unos pasos hacia atrás.
—¿Respeto a qué? ¿A Dios o a tus
malditos celos de sodomita reprimido?—aquellas palabras me hicieron
abrir la boca de par en par, así como mirarlo absolutamente
atónito—. El día que asumas que me amas, que me codicias tanto
como a la sangre, no estaré a tu lado. Me habré ido cansado y
arrepentido por haberte creado.
—¡Sabes que no es así!—dije
desesperado.
—¿Qué no es así? ¿Tu amor por mí?
Puedo verlo y sentirlo—susurró antes de moverse demasiado rápido
para atraparme entre sus brazos y besarme. Hizo que me temblaran las
piernas y que mi corazón latiese desbocado. Realmente lo amaba. Esa
noche lo asumí. Asumí todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario