—¿Alguna vez has imaginado el mundo
de forma distinta?—pregunté aquello cuando la descubrí en el
jardín.
No sabía que había regresado a este
lugar, el cual para ella era el símbolo de una vida indigna y cruel.
Sabía que el castillo, cada una de sus piedras, era una pesada carga
que aún la aplastaba. No obstante, estaba allí. Había ido hasta la
pesada puerta principal y se había detenido a observar el escudo de
armas que lucía en su parte superior.
—Siempre—dijo sin mirarme—. Por
eso decidí viajar—susurró girándose con una sonrisa en los
labios y prosiguió hablando—. Deseaba contemplar los distintos
lugares, incluso los más recónditos, para dejar de imaginar y tener
una visión clara y profunda de todo.
—No me refería a eso, madre—me
acerqué a ella y la estreché entre mis brazos. Ella aceptó ese
breve contacto para luego colocar sus manos en mi rostro. Sus ojos
brillaban como las perseidas antes de caer.
—Oh, te refieres a
cambiarlo—respondió.
—Sí. Imaginar que puedes cambiarlo.
Había imaginado mil veces que lograba
cambiarlo, pero por mucho que me atreviese a ello me daba cuenta que
no lo lograba. Sí, salía victorioso de mis aventuras, pero no
siempre tenía ese resultado que me hiciese sentir feliz, orgulloso o
capaz de lograr algo más inmenso. En ocasiones tenía que quedarme a
solas conmigo mismo y meditar. Entonces, en medio de mis palabras y
pensamientos, me daba cuenta que había cambiado yo más que el mundo
mismo.
—Todos lo hemos hecho hasta
percatarnos que el mundo nos cambia a nosotros, nos llena de una
madurez auténtica y de heridas que no pueden cauterizarse. Aún así
se sigue intentando hasta lograrse. Me he caído muchas veces,
Lestat. He sentido como desgarraban la piel de mi alma hasta
convertirme en algo que nunca he sido ni seré...
Sus palabras siempre habían tenido un
fuerte impacto. Sin embargo, aquella noche fueron golpes duros que me
hicieron despertar. A veces nos creemos diferentes, pero no es así.
Todos tenemos momentos similares aunque los vivimos de forma
distinta, en circunstancias diferentes y en ocasiones más de una
vez. Nos enfrentamos a un mundo que puede ser impredecible, pero
también a las consecuencias de nuestras acciones. Por eso siempre he
hecho lo que he creído oportuno o aquello que realmente ansiaba. No
he desperdiciado ni una sola oportunidad. Ella me hizo ver que no
hacer aquello que uno ansía es permitir que un pequeño punto
oscuro, por minúsculo que pareciese, nos consumiese.
—Yo también—respondí casi sin
aliento.
—Cuando te dije que nunca te
rindieras es porque rendirse es de mediocres, de personas que no
tienen ideales firmes y propósitos importantes. La única persona
que puede decir que no vas a cumplir tus sueños eres tú. Si
permites que otros o las circunstancias lo dicen, entonces eres
débil.
Me estrechó de nuevo entre sus brazos
y acarició mi nuca con sus largos dedos. Recordaba su rostro pálido,
con el velo de la muerte en su mirada, y temblaba asustado. Sin
embargo, eso fue hace mucho tiempo. Demasiado tiempo tal vez. Ahora
ya no era así, ya no iba a morir y yo tampoco. Había logrado algo
que todo hombre desea y es que su madre viva eternamente, que nunca
le falle y pueda recurrir a ella cuando se tiene miedo. Cuando hablo
de hombre hablo de hombres y mujeres, de seres humanos, de las
criaturas que realmente somos pese a nuestra inmortalidad. Todos y
cada uno deseamos que nuestras madres sean eternas.
—Madre...—balbuceé tras aspirar su
aroma y me aparté para mirarla a los ojos.
—Dime—dijo con una sonrisa calma.
—Espero poder inculcar esto en mis
hijos, en Rose y en Viktor—dije tomándola de las manos.
—Ya lo has hecho. Ya lo has hecho.
No sabía si era cierto, pero ella
siempre se daba cuenta de las cosas mucho antes que yo. Supongo que
lo había logrado al verlos unidos, desafiando a la vida eterna, para
alcanzar el privilegio de vivir alguna aventura que sólo ellos
podrían tener. Esperaba que nunca olvidaran esa lección como yo no
lo hacía.
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