—¿En qué estabas pensando? ¡Espera!
¡Tú no piensas!—gritaba furioso mientras llegábamos al hotel
donde nos habíamos instalado.
Habíamos decidido ir a “La Isla
Nocturna” que poseía Armand. Era una isla llena de casinos, salas
de fiesta, lugares donde descansar de una vieja ajetreada y buena
música. Los humanos solían llegar a centenas y nosotros, los hijos
de la noche, estábamos hartos de pasearnos frente a ellos mientras
desconocían la verdad. Disfrutábamos de aquel lugar como si fuese
un auténtico paraíso. Sobre todo los café-teatro.
Justamente veníamos de uno. Habíamos
decidido usar ropas algo informales, aunque sin dejar de tener cierto
estilo clásico. Unos buenos mocasines italianos, unos tejanos
oscuros de vestir, unas camisas de vestir y unas americanas. Mi
americana era roja, pues me gusta tanto el color como a Marius. El
tono era borgoña y algo apagado, pero destacaba gracias a mi cabello
rubio suelto. La suya era verde cacería y contrastaba con sus
cabellos negros y la camisa blanca, muy similar a la mía. Decidimos
aparecer de ese modo, inmiscuirnos en la vida de los humanos, para
terminar discutiendo en mitad de una función únicamente porque
decidí lanzarme al escenario y recitar un par de poemas.
Aquellos poemas eran canciones que
tenía en mi repertorio aquella fatídica noche. Había dicho que no
lo haría más. Si bien, mentí. Eran además canciones muy
sugestivas y llenas de pasión. En ellas hablaba de unos ojos
mágicos, una piel deliciosa y un cuerpo que me hacía delirar.
Obviamente Louis se levantó, me miró como si fuese a arrancarme el
corazón y se marchó al hotel. Decidí ir tras él y en ese punto
comenzamos a discutir como siempre.
—Sí estaba pensando en algo,
¿sabes?—dije.
—¿Ah, sí? ¡En tu maldito
ego!—exclamó furibundo. Sus ojos eran dos volcanes verdes de lava
tan caliente que me quemaba sin necesidad de usar sus viejos trucos
de quinqué de aceite.
—¡No!—respondí cada vez más
indignado, pues no me permitía explicarle nada. Daba por hecho que
lo había asumido por puro ego, pero la realidad era tan distinta que
incluso me avergonzaba admitirlo abiertamente.
—¡Claro que sí! ¡Eres un maldito
imbécil! ¡Sólo sabes ponerte en peligro! ¡No vas a lograr nada
salvo provocarme una úlcera!—se tiró contra mí mientras decía
aquello. Sus manos arrugaron las solapas de mi americana y me colocó
contra una de las paredes posteriores del hotel.
No sé cómo habíamos acabado en un
callejón aledaño al lugar donde descansábamos. Un lugar
escasamente iluminado con cierto hedor a humedad y desechos. Por
ende, no era el mejor sitio para discutir aunque fuese
románticamente.
—Somos vampiros. Eso es técnicamente
imposible—dije en tono burlesco mientras colocaba mis manos sobre
las suyas. Eran manos suaves, de dedos largos y palmas pequeñas. Mis
manos eran mucho más monstruosas debido a su tamaño muy superior a
las suyas. Aún así me encantaban sus manos y me siguen fascinando.
—¡Deja de contradecirme!—dijo
soltándome y dando un par de pasos intentando no escucharme más. No
deseaba discutir y yo tampoco quería hacerlo, pero lo estábamos
haciendo.
—¡Ni siquiera me has dejado decirte
por qué lo hice!—acabé gritando.
—¡Hazlo!—me incitó a decirlo,
pero sus ojos rogaban que no lo hiciera si era una estupidez.
—Para llamar tu atención—balbuceé.
—¿Qué?—sus cejas se alzaron y
luego se unieron al fruncirse el ceño. Su boca, carnosa y seductora,
se torció. Sabía que estaba a punto de pegarme puñetazo.
—Hice todo eso para llamar tu
atención. Los pavos reales usan su plumaje para llamar la atención
de su pareja. Los cangrejos también bailan danzas exóticas. Hay
muchos ca...—iba diciendo hasta que se acercó, me tomó de la
chaqueta una vez más y me besó. Al apartarse lo hizo con furia,
igual que el beso. Me quedé aturdido mirándolo unos segundos sin
saber qué hacer o decir.
—Eres imbécil. ¡No vuelvas a
hacerlo!—exclamó contrariado.
—¿De verdad?—pregunté en tono
burlón.
—Ha sido... una estupidez—contestó
dándome la espalda para salir de aquel siniestro lugar en busca de
la luz cálida de una farola adyacente, muy cercana a la fachada del
hotel.
—Admite que ha sido romántico—dije
encogiéndome de hombros antes de brincar hacia la farola,
engancharme a ella y empezar a dar vueltas. Me gustaba “bailar”,
si se puede llamar de ese modo a lo que hacía, con ese mobiliario
urbano.
—¡He dicho que ha sido una
estupidez!—replicó gesticulando bastante mientras apuraba sus
pasos hacia el hall.
No hay comentarios:
Publicar un comentario