Lestat de Lioncourt
—¿Por qué me has ordenado
llamar?—pregunté con solemnidad en mi voz.
Hacía algún tiempo que no descendía
al corazón de los infiernos. Las reuniones entre demonios y caídos
eran frecuentes, pero mis visitas eran esporádicas. Disfrutaba más
de mi propia revolución. No quería seguir las reglas o designios de
otro dios. Suficiente tenía con Padre como para soportar a la
serpiente enroscándose en mi cuerpo, susurrándome cerca del oído
ciertas tentaciones y logrando que al fin me rindiera a sus caprichos
una vez más.
—Yo no he ordenado nada—respondió
tras una ligera risotada.
Estaba sentado en su trono. Era un
trono monstruoso debido a los numerosos cráneos y alas cercenadas
que lo conformaban. Allí había ángeles y demonios que él mismo
había decapitado debido a sublevaciones y guerras más allá de los
límites del cielo. Su cuerpo era delicado y tentador, poseía un
rostro similar al de un querubín y la mirada de una mujer fatal.
Ante mí tenía el capricho perfecto entre hombre y mujer. Su piel
era lechosa, el lunar cercano a sus labios carnosos era demasiado
excitante, y su pectoral estaba bien formado así como sus piernas.
Apenas llevaba algo de ropa cubriendo sus partes. Era sólo una
ilusión, pues la criatura que estaba tras ese seductor envoltorio
era más oscura e incluso mil veces más atractiva a pesar de sus
cachos y largas uñas retorcidas.
—Samael...—murmuré cansado.
Sabía que estaba intentando coquetear
conmigo desde su trono. Me hallaba en la mitad de aquel salón
mientras la guardia me observaba a mis costados. La luz de las
numerosas antorchas y velas incidía sobre nosotros con cierto
sobrecogimiento. Había oscuridad, pero no era total y se podía ver
claramente a nuestro alrededor gracias a esas luces naturales. Él
odiaba la electricidad, lo extremadamente moderno y las multitudes
vacías. No era como todos creían. Sí era destructor, seductor y
abusivo pero también era un espíritu poco comprendido y que buscaba
cierta armonía con la naturaleza. Odiaba al hombre por imbécil, por
adorar a un cretino, pero no así a los animales y su medio.
—Sólo hice una sugerencia,
Lucifer—dijo en tono divertido levantándose del asiento para
caminar hacia mí.
Sus caderas eran algo amplias, como las
de una fémina, pero su forma de andar era muy tosca. Cada pisada que
daba parecía patear almas. De hecho, estábamos en el lugar idóneo
donde se torturaban.
—Memnoch, por favor—respondí.
—Necesitaba verte—confesó echando
sus delicados brazos sobre mis hombros.
Diferíamos en estatura. Yo alcanzaba
casi dos metros y él apenas llegaba al metro sesenta. Había
menguado de tamaño desde la última vez únicamente porque sabía
que de ese modo era más tentador, pues parecía un adolescente o una
fémina. Sabía como tentar a los hombres, sobre todo a los más
pueriles y decadentes.
—¿Por qué?—pregunté.
—Extrañaba discutir contigo y
burlarme de mi hermano.
Mentía. Podía ver en sus ojos el
reflejo de la lujuria. Sus lengua viperina y bífida me podía decir
lo que quisiera, pero su alma vibraba como lo hacía un violín entre
los dedos de un músico diestro. Tenía ante mí a la criatura más
peligrosa sobre el mundo conocido.
—Tengo una misión que cumplir en la
Tierra.
Poseía varias. La principal era
encontrar diez almas puras, las cuales aún desconocía cuales debían
ser sus características. Las otras eran secundarias, pero también
eran importantes a su modo. No obstante, él siempre me llamaba para
desequilibrarme y provocar la furia de mi padre. Yo era libre. Nunca
había tomado participación de bando alguno. Sólo quería sentir
mis alas surcar los aires sin que nadie pudiese encarcelarme en sus
creencias, motivaciones y guerras.
De inmediato, y sin pudor alguno, se
arrodilló ante mí bajando mi cremallera. Allí mismo sacó mi
miembro sin que yo pudiese impedírselo. Era incapaz de huir de sus
atrevidas acciones. Siempre caía. Supongo que estaba enamorado de él
de algún extraño modo. Sus ojos brillaron como piedras oscuras y yo
jadeé al sentir su lengua acariciar mi prepucio, sus dientes tirando
de este y finalmente sus labios apartándolo para hacer de las suyas
con mi glande.
Mis manos se posaron en su cabeza y mis
caderas comenzaron a moverse. Frente a todos los presentes estábamos
teniendo sexo. Sus soldados más leales, algunos hijos nuestros, nos
observaban sin pudor alguno como si aquello fuese habitual y hasta
necesario.
Pronto su boca abarcó toda mi
virilidad y su aliento golpeó mi vientre. Mis pantalones tajados
habían caído al suelo y mi camiseta acabó desechada a un lado. Mi
imponente figura estaba retorciéndose de placer ante sus actos
pueriles. Si bien, no fue todo.
Él se apartó incorporándose y
tirando suavemente de mi brazo derecho con ambas manos, logrando que
me moviera torpe debido a tener los pantalones por los tobillos, para
llevarme hasta el trono y hacer que me sentara. Me convirtió en Rey
del Infierno por su gracia divina, del mismo modo que él volví a
ser la única criatura que lograba dominarme a su modo.
Sus glúteos, aún enfundados en aquel
pequeño trapo que ocultaban sus vergüenzas, rozaron mi endurecido
miembro y sus manos, convertidas en garras, arañaron mis pectorales.
Eché mi cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Estaba intentando
recuperar mi mente, pero no podía. Cuando menos lo esperé estaba
penetrándose y gimiendo mi nombre. Por mi parte, hice lo mismo.
Cada cabalgada era un gemido, como el
tañido de una campana. Cada gemido era una oración blasfema. Mi
líquido preseminal pronto manchó sus entrañas y eso hizo que el
ritmo aumentara. Él empezó a recitar mi nombre, así como las
oscuras profecías que nos vinculaban. Por mi parte hice aparecer mis
alas, aún de un color blanco cegador, y cuando estas se alzaron en
su máximo esplendor derramé mi semilla muy dentro de su cuerpo.
—Y Dios no puede castigarte, pues soy
tentación. Dios jamás caerá sobre ti, pues aún lo amas y te ama.
Dios es tu padre y un padre demasiado benevolente con un hijo pueril,
lascivo, sensual, poderoso...
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