Nadie me hizo caso.
Lestat de Lioncourt
La observaba silenciosa ensimismada en
sus libros. Algunos los habíamos adquirido juntos, otros estaban ya
en los diversos baldes de las numerosas estanterías que ocupaban
nuestra biblioteca, y varios los había conseguido tal vez de algún
pobre infeliz o por su propio riesgo. Sus ojos azules centelleaban
llenos de una euforia única. Parecía una muñeca perfecta que había
cobrado vida. Apenas tenía unos seis años cuando fue arrebatada de
las faldas del cadáver de su madre, para luego ser ofrecida a este
mundo tenebroso como una pequeña caja de Pandora que no decía
abrirse del todo. La música del piano a veces sonaba gracias a sus
pequeños y mágicos dedos, pero en esta ocasión era Lestat quien
tocaba.
Me sentía dichoso, pero algo me decía
que todo cambiaría pronto. Mi mundo, su mundo y el de Lestat sería
transformado bruscamente. Nuestro mundo se convertiría en cenizas.
Tenía un presentimiento extraño que pudría mi alma y la consumía
como si fuese la llama de una vela. Sentía que mi pecho se llenaba
de grandes y oscuros temores. Había visto en sus ojos la perversión
de un adulto, la humillación de una mujer que desea tener y no
puede, y algo en mí gritaba que le dijese algo a Lestat. Pero no
podía. Algo en mí me lo impedía. Exponerla al criterio de mi
amante era peligroso. No quería que él tomase cartas en el asunto y
todo empeorase por momentos.
Tomé asiento en el diván retirando
algunos cojines, crucé mis piernas y sonreí fascinado. Ella se
incorporó para ofrecerme su diario en una página que acababa de
terminar. Hacía tan sólo unos días que le había regalado tan
bello cuaderno. Había versos sueltos que conformaban un poema
misterioso y al lado una fecha.
—He hecho un poema para ti a base de
otros de autores poco conocidos o recordados—decía con aquella voz
dulce, pero con un timbre tan adulto que me sobrecogía. Ya no era mi
niña, no era mi pequeña, no era mi damita y a la vez seguía
siéndolo. Aquella mujer, esa mujer que ella era, jamás lo sería a
mis ojos a los ojos de cualquiera. Pero Lestat sabía que dentro
había una criatura llena de soberbia y deseos salvajes, pues me lo
había confesado en alguna ocasión. Aún así la amábamos. La
amábamos más que a nosotros mismos y ese quizá fue nuestro mayor
pecado—. Amor mío, ¿te gusta?—preguntó risueña, aunque notaba
cierta perversión en su pronunciación.
—Dile que sí—dijo Lestat desde el
piano—. Así se callará y no interrumpirá mi gran interpretación.
—¡No tienes motivos para ser tan
desagradable!—expresé indignado—. ¡Sólo tienes envidia porque
no te ha dedicado nada!
—Me ha dedicado unas mordaces
palabras nada más entrar en la biblioteca—comentó con una sonrisa
llena de maldad. De inmediato dejó de tocar y se incorporó
colocando sus manos a ambos lados de sus caderas—. Mírala, Louis.
Sólo tiene palabras dulces para ti, ¿y para mí? ¿Qué hay de mí?
Antes te gustaba pasear conmigo.
—He aprendido que no es bueno pasear
con zafios con insuflas de príncipes—dijo con una ligera caída de
ojos para luego girarse y tener ojos sólo para mí—. ¿Te gusta?
—¡Maldita sea! ¡Claudia!—gritó
furioso.
—¡Vete al infierno, padre!—exclamó
correteando fuera de la sala.
—¡Se puede saber qué sucede!—dije
sin saber cómo asumir todo aquello.
—Hace unos minutos entró y me dijo
que ojalá una noche despertase y yo no estuviese en su vida. Desea
mi muerte, Louis. He podido verlo en sus ojos—respondió
terriblemente intranquilo.
—Tonterías...
Creí que lo eran. Realmente lo creí.
Si bien, algo en mí me decía que esa premonición era justamente el
final de nuestra familia, el ataque de Claudia hacia Lestat y el odio
germinando por completo en su corazón.
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