Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 3 de mayo de 2017

Soy tu Dios.

A Daniel y Antoine no les va a gustar esto.

Lestat de Lioncourt

Estaba allí de pie completamente desnudo. Su piel parecía aquel cálido vergel tentador de aromáticas flores, ese que una vez palpé como si fuera espelta crecida en las faldas de cualquier montaña, y que besé como quien besa la estatua de un moderno apóstol, Dios antiguo o medalla de un ángel guardián. Tenía el rostro ligeramente girado hacia la ventana y la luz fúnebre que penetraba por esta, así como la tenue brisa primaveral, rozaba sus mejillas cubiertas de lágrimas sanguinolentas. Ante mí tenía la imagen idílica de un querubín desterrado de la compañía de un Dios terrible, el mismo que lo contemplaba con soberbia y encendido deseo. 

Abrí la caja de oro y rubíes que había a mi lado, arrojada sobre la mesa como si no valiese nada, y saqué de su interior forrado con terciopelo granate un par de frascos de un líquido cristalino, así como una jeringa y una aguja puntiaguda, algo gruesa, envuelta en una funda. Ante el sonido del cristal contra la rugosa madera de mi escritorio él tragó saliva, cerró sus ojos castaños y permitió que otra lágrima bordeara sus mejillas hasta la comisura de sus carnosos labios. 

Me incorporé tomando aire y aspirando el olor de la pintura fresca de un óleo recién acabado. Miré a mi diestra y vi mi obra. Era él con las ropas que le había exigido retirarse como si fuese una fulana barata, de esas que cualquiera puede adquirir en las esquinas mientras pierden honor y belleza, aunque a la vez no lo era. En sus ojos había un brillo de esperanza que él hacía demasiado tiempo que lo había perdido. 

Acorté la escasa distancia entre nuestros cuerpos con un frasco entre mis dedos y la jeringa preparada. Clavé la aguja en la parte superior del medicamento y volqué su contenido para inyectarlo. Rápidamente sintió el pinchazo mientras apretaba los puños. Ante mí tenía otra criatura distinta y a la vez idéntica. La misma que pocos segundos después recibió otra inyección, aunque esta fue directa a su pelvis. 

Solté la jeringuilla sobre la mesa y tomé su rostro entre mis manos, abarcándolo con aquellos dedos largos y ásperos, para besarlo lentamente y ofrecerle mi lengua. Él abrió la boca sin mucho ánimo, pero finalmente se aferró con sus jóvenes manos a mis brazos y ahogó el gemido en aquel beso. Pronto las lágrimas dejaron paso a los ojos entusiastas que se anclaron a los míos. No dudé ni un segundo en deslizar mis manos por su torso desnudo, desprovisto de vello o musculatura marcada, para viajar hasta su vientre plano y palpar su miembro algo despierto. 

Mis dedos comenzaron a manipular aquella daga palpitante, la cual pronto apuntaría como una flecha al techo, mientras sus labios se volvían jadeantes y sus ojos buscaban la compasión que la cual yo carecía. Sus piernas se abrieron con el ancho de sus caderas y sus dedos, los de sus manos, se aferraron a mis prendas como si fueran garras. 

—Sigues siendo una puta agradecida tras tanto tiempo—susurré con una sonrisa lasciva. 

Entonces tiré de él para llevarlo hasta la mesa, lo subí sobre esta y abrí bien sus piernas. Dejé caricias sutiles desde sus rodillas a las ingles, de las ingles a su vientre y de este a su sexo. Manipulé con cuidado sus testículos y dejé que mi lengua lamiese su glande aún cubierto por su prepucio. Cuando cubrí su virilidad con mi boca comencé a echar hacia atrás esa fina capa de piel, la misma que era tan sensible y que al jugar con esta logré que gimiera echando su cabeza hacia atrás. Sus largos cabellos ondulados se convirtieron en llamaradas castañas que parecían abofetear el aire. Temblaba como un primerizo y eso me hizo sentirme dichoso. 

Me incorporé únicamente para tomar de la caja un juguete uretral. Este no tardó ni unos pocos segundos en estar introducido en aquel pequeño conducto. Él gimió entre estertores de dolor y pánico, sobre todo cuando acompañándolo fue un anillo metálico que cubrió su miembro desde la base. Después lo giré sobre la mesa y jadeé cerca de su oreja derecha, la mordí y lamí su nuca entretanto mis manos parecían entusiasmadas con el tacto de sus redondos glúteos.   

—¿Quién soy yo?—pregunté con voz grave.

—Mi amo, mi maestro, mi Mesías, mi Dios...—respondió mientras yo me retiraba para buscar en el baúl que yacía a los pies de mi cama con dosel, una de esas maravillas que nunca pasan de moda, uno de mis látigos. 

Miré en el interior y había varios. Todos eran idóneos para marcar su piel. No obstante, decidí que el gato de nueve colas sería el apropiado para marcar sus redondeces y que luego iría la vara de avellano. Sonreí palpando sus glúteos con pequeñas palmadas antes de ofrecerle las primeras caricias con mi látigo. Él gritó de gozo y abrió más su piernas. Sus manos comenzaron a arañar la mesa buscando tener mayor resistencia, colocó sus pies de puntillas y elevó sus glúteos. La puta bien agradecida que era salió a flote rápidamente. 

Lo siguiente fue la vara de avellano, así como la de bambú y la pala de madera. Su piel terminó desgarrándose y dejando pequeñas gotas de sangre que me enloquecieron. Las mismas gotas que acabé lamiendo para finalmente hundir mi lengua en su cálido y estrecho orificio. 

Regresé al baúl para guardar los látigos y el resto del instrumental de delicada tortura, para luego sacar de un pequeño saco un diminuto vibrador que no tardó en estar estimulando su próstata. Sus gemidos cada vez eran más elevados y quejumbrosos. Mis dedos cada vez más lascivos porque palparon el interior de sus muslos y pellizcaron sus testículos. 

—Puta—susurré antes de besar la cruz de su espalda.

Después de tanto tiempo volvía a ser mío y yo debía continuar. Por eso me quité la levita y la dejé a un lado. Mi cuerpo perfecto de hombre de mundo, aguerrido y entrenado para sobrevivir en un mundo ya destruido y olvidado, sintió entonces la misma aguja con otro frasco que se hallaba en el interior de aquella caja que parecía ser un cofre lleno de tesoros. 

Mi miembro se irguió sutilmente, pero más aún cuando lo postré ante mí y lo hice caminar hasta una silla adyacente. Allí me senté imponente como el Dios que era para él, ese al cual aún rezaba buscando misericordia, para ofrecerle mi miembro agarrándolo de la nuca y llevándole el glande a sus labios. Sin timidez comenzó a succionar hasta lograr ingerir toda su magnífica longitud. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero esta vez eran de mero placer. Mis manos abofeteaban su rostro, tiraban de su pelo, pellizcaban sus pezones o arañaban sus hombros. Las suyas se apoyaban a duras penas en mis rodillas. 

Cuando me hube satisfecho de esa imagen llena de erotismo e indefensión, lo subí sobre mis piernas y comencé a masajear de nuevo su miembro. Hacía aquello con caricias suaves, muy lentas, apretando su glande y provocando que gimiera entre el dolor y el placer. Sus caderas no tardaron en hacer el típico vaivén de cualquier promiscua, sobre todo cuando saqué el vibrador y lo acerqué un poco más. Finalmente saqué el juguete uretral y lo dejé sobre la mesa. Hice aquello con mi boca cerca de la suya. Él sabía que no podía hacer nada si yo no se lo ordenaba u ofrecía, así que simplemente boqueó aire y ambicionó un beso que no le di. Abofeteé con fuerza su rostro logrando que su cabeza quedase girada hacia la derecha y su rostro oculto por su cabello rojizo. A continuación lo giré y penetré sentándolo sobre mi miembro. No hubo más juegos. Él tendría que moverse para mí. 

Con cada sentada él gemía. Sus manos se apoyaron esta vez en los brazos de la imponente silla y mis manos fueron a sus amplias caderas. Tenía una cintura muy femenina y un cuerpo que iba camino de la masculinidad, pero con una sensualidad afeminada demasiado apetecible. Mis gruñidos y gemidos le alentaban a continuar, a ser la casquivana del artista que tanto codiciaba. El ritmo se intensificó gradualmente y yo acabé tirándolo al suelo para penetrarlo a cuatro patas, como si fuéramos animales. Antes de llegar al límite, derramándome en sus entrañas y ofreciéndole el calor de mi simiente, quité el aro que cubría su miembro y permití que llegara. 

Él había tenido una dosis doble de testosterona, la cual nos hacía codiciar el sexo igual que a quinceañeros. No éramos los monstruos fríos y ansiosos de sangre que muchos dibujan en sus memorias. Nosotros éramos fuego ancestral que deseaba desbordarse por la falda de los volcanes hasta morir en mares bravíos. Por eso tras eyacular siguió gimiendo y moviendo sus caderas, buscando aún más, asfixiando mi sexo en su interior hasta lograr que yo lo hiciera y él de inmediato alcanzar la cima una vez más. 

Tras aquello lo arrojé al suelo, dejándolo como un trapo sucio, para luego girar su cuerpo usando mi pie derecho. Dejé que este se colocara sobre su tórax y sonreí satisfecho, sobre todo cuando sus ojos quedaron clavados en mi glande salpicado por la simiente que él podía sentir corriendo entre sus piernas.

—Por más que digas que amas a ese desgarbado francés, por más que comentes a todos que eres dichoso, siempre seré tu amo y jamás podrás librarte de mí—dije con una voz aún más lóbrega y ronca—. Levántate, Armand. Hazlo si puedes...—añadí lo último con risotadas antes de sentarme en mi silla y hacer que este se incorporara, prácticamente arrastrándose, para colocar su cabeza cubierta con rizos rojizos sobre mi muslo derecho, muy cerca de mi hombría, y comenzar a lamer los restos de aquel placentero orgasmo. 

No hay comentarios:

Gracias por su lectura

Gracias por su lectura
Lestat de Lioncourt