Bueno, estoy de acuerdo con él. No sé mucho de arte, pero sé cuando veo algo bueno.
Lestat de Lioncourt
Siempre he reconocido que la vida está
basada en números y los números logran formar conceptos matemáticos
que influyen en el arte. No hay nada más natural que el arte y los
números. La naturaleza está llena de grandes fenómenos artísticos
que conmueven nuestras almas. Soy capaz de reconocer la belleza
cuando la veo. Incluso en mitad de los grandes desastres soy capaz de
palparla, observarla y sentirla en el fondo de mi alma. Mi corazón
palpita cuando contemplo algo inusualmente bello o prodigioso.
Durante muchos años pensé que el arte
estaba vinculado a los museos, pues allí podían conservar y exponer
a los más grandes pintores, fotógrafos, escultores e incluso
diseñadores de moda. Existen museos de objetos que revolucionaron la
vida y el concepto de belleza como los museos de relojes antiguos, de
huevos de fabergé, automóviles o hermosas cajas musicales.
Contemplas historia, pero también el idilio con lo perfecto más
allá de su función básica.
En estos días he decidido acudir a una
exposición de “Arte Moderno”. Pensé que encontraría grandes
influencias que me harían revivir la magia del arte y lograrían que
probase nuevas técnicas. No obstante he visto cosas absurdas como
basura regada por el suelo convertida en arte, sillas simples de
plástico colgadas del techo representando la soledad o vasos de agua
convertidos en obras emblemáticas. Ya no sabes si estás ante un
objeto abandonado en mitad de la sala o realmente algo hecho a
propósito.
Ayer me puse mi mejor traje, aunque
siento que sigue siendo ropa bárbara y no me acostumbro a llevar
pantalones, para pasear por una galería de arte muy cercana a la
vivienda que ahora ocupo. Pensé que encontraría algún lienzo que
me conmoviera. Si bien, sólo encontré objetos sin forma y
fotografías mil veces reproducidas en cualquier otra parte. No hallé
el alma de artista, salvo si el alma se compone del dinero que cuesta
un jarrón inservible.
Por eso me marché indignado. Eché a
caminar por las calles más céntricas y acabé, no sé como todavía,
por uno de los barrios más empobrecidos. Hay numerosas casas
abandonadas, una vieja fábrica destartalada que antes producía
cartones y embalajes de gran calidad, y me detuve frente a un enorme
muro. Había color, pasión en cada forma, y rostros de distintos
rasgos con ojos profundos así como frases motivadoras. Me quedé
asombrado. Contemplé la belleza de frente sin tener que pagar un
sólo dólar. Mis manos temblaron y mi corazón se llenó de una
excitación insana. Artistas callejeros, que suelen ser llamados
vándalos por injustos y estúpidos que no ven más allá que un
spray sobre un muro, me demostraron que ya el arte no se halla en los
museos y que debe vivirse. Hacemos mal en guardar o refugiar el arte
para que sea inmortal, cuando si realmente merece la pena ser
conservado lo haremos. El arte debe vivirse, debe sentirse, debe
fluir de forma natural y no tiene precio.
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