De encuentros eróticos va la cosa.
Lestat de Lioncourt
El sonido de sus tacones repiqueteaban
como campanas llamando a misa. Mi pluma se detuvo sobre el talonario
y mis ojos se alzaron en dirección a la puerta que daba al pasillo
central. Tras el cristal de la puerta se dibujaba un escenario
tentador. Su figura envuelta en algún elegante vestido, el perfume
francés más caro embriagando su delicada piel y un cigarrillo
manchado de carmín en dirección a sus labios intentando calmar sus
nervios. Pude ver su sombra proyectándose contra el cristal rugoso y
opaco donde podía leerse “Director Julien Mayfair”.
Era el director de mi propia empresa.
Había fundado “Mayfair and Mayfair” con el sólo propósito de
gestionar nuestro patrimonio y conseguir hacer lo mismo con el de
convecinos. Nuestra experiencia en inversiones, influencia entre
jueces y políticos, así como el prestigio de ser una familia
arraigada en la ciudad les hacía venir con asiduidad. Justamente
terminaba un cheque que tenía numerosos ceros y era sobre los
beneficios que habían obtenido uno de nuestros clientes. Justo lo
hacía cuando la tentación llegaba a la hora del cierre.
Todos mis empleados se habían
marchado. La mayoría eran familia. Estaban mis hijos mayores, sus
primos y un par de familiares lejanos que apenas tenían vínculos
habituales con los que vivíamos en First Street. Lo sabía, estaba
seguro, así como tenía conocimiento de mi vicio más común y
peligroso: el trabajo.
Abrió de forma enérgica la puerta. No
necesitaba decir que estaba allí. Entró mientras me acomodaba
tomando mi pipa y daba una calada sintiéndome el hombre más
afortunado. Ante mí tenía una preciosa imagen cargada de erotismo.
Una gabardina gris plomo cubría sus curvas y unos elegantes tacones
de aguja, bastante altos para cualquiera, envolvían sus delicados
pies. Tenía un rojo carmín muy llamativo dibujando su bonita y
perversa sonrisa. Tiró la colilla al suelo y la apagó con su pie
derecho. Sus ojos oscuros se clavaron como dagas en los míos y
colocó sus manos en el cinturón que ataba su abrigo.
—Vine porque no eres capaz de venir
tú. Ya te faltan agallas, ¿o tal vez ganas?—preguntó con un tono
de voz indecente antes de abrir de par en par su gabardina y
mostrarme una lencería fina traída de París.
Era un corsé púrpura con encajes y
bordados de rosas en tono negro perla, medias de red, delicadas
bragas y liguero a juego con el corsé. Por supuesto, sentí como una
tremenda erección empezaba a despertar bajo el pantalón de mi traje
gris humo. Me incorporé como si tuviese un resorte en la silla,
apagué la pipa y me acerqué.
Rápidamente mi boca bebía de la suya.
Mi lengua empezó a paladear su labial y mis manos recorrían su
cintura, viajaban por la espalda y agarraban sus glúteos. Podía
sentir al hombre cerca observándolo todo. No me importaba. Él podía
ver lo que realmente codiciaba. No me gustaban las putas y fulanas
que él rondaba, tampoco mis primas o sobrinas. Sólo lo quería a
él.
—Richard...—susurré entre jadeos
mientras él intentaba deshacerse de mi chaqueta, corbata y camisa.
Cuando lo logró enterró sus uñas largas contra mi piel algo más
pálida que la suya, pero más gruesa.
Mis cabellos ya estaban teñidos de
canas, pero mis ojos eran bravos como los de un hombre mucho más
joven. Él reía bajo entretanto colaba su mano dentro de mi
pantalón, pues había bajado la bragueta. Cuando menos lo esperaba
lo tenía contra la mesa, por supuesto de espaldas, mordisqueando sus
hombros y bajándome el pantalón.
—Cariño, déjate probar primero—dijo
antes de gemir sobresaltado por un par de azotes contra sus glúteos.
Entonces lo giré y lo miré. Sus ojos
eran hermosos pozos de poder. Sí, poder. Podía conmigo y con
cualquiera. Podía volver loco al más cuerdo. Su mano derecha
comenzó a manipular mis testículos mientras hacía una caída de
ojos demasiado erótica. Volví a besarlo, pero esta vez lo agarré
del cuello con la diestra y deslicé mis dedos hasta la parte
inferior de su mandíbula. Cuando paré el beso escupí en su boca y
luego mordí, tirando con cierta violencia, de su labio inferior. Di
un par de bofetadas bien fuertes, las cuales hubiesen tumbado a
cualquiera, mientras lo agarraba bien por el brazo con la otra mano.
Por último metí mis dedos en su boca y presioné su lengua. Él no
dudó en cerrar sus labios y comenzar a succionar como si fuese mi
miembro. Hacía aquello en el mismo momento que sus dedos apretaban
con deseo la base de mis testículos.
—Saborea entonces—dije empujándolo
hacia el suelo.
Quedó de rodillas con su boca pegada a
mi glande, el mismo que lamió mirándome lascivamente. De nuevo una
caída de ojos hizo que mi miembro palpitara aún más. La erección
era casi absoluta. Su lengua humedecía desde la base hasta la punta
y de la punta a la base. Incluso dejó un par de besos en mi vientre
y muslos antes de iniciar una garganta profunda. Mis dedos se
enredaron sus largos cabellos ondulados y mi cadera se volvió loca.
Perdí la cabeza y la noción del lugar donde nos hallábamos.
El fantasma seguía mirándonos desde
uno de los rincones. Reía encantado ante el espectáculo que le
ofrecíamos. Era sin duda alguna algo que cualquiera disfrutaría.
El sonido del chupeteo se convirtió en
la mejor melodía y la acompañaba con el eco de mis gruñidos. Sólo
lo incorporé porque quería bajar un poco su ropa interior. Al
hacerlo lo senté en la mesa y eché a un lado sus braguitas, sacando
por el lateral derecho su miembro erguido. Por supuesto, retiré la
piel sobrante de su glande y jugué con ella. Por último succioné
un par de veces logrando que sus piernas se abrieran.
—Julien, Julien, Julien... amor
mío...—decía recostándose en la mesa entretanto me empujaba. Ya
estaba harto de juegos y dispuesto a todo. Ni siquiera había
acomodado su entrada, pero eso no importaba. Sabía que él había
estado jugando en el coche que había decidido traerlo hasta mi
despacho de abogados e inversionistas.
Abrí bien sus piernas, tomé el abre
cartas y rompí la lencería para envolverme con sus muslos.
Finalmente me introduje en su interior y bombeé con rabia, destreza
y deseo. Él buscó agarrarse de cualquier forma, pero la única que
halló fue incorporarse ligeramente y colocar sus manos en mis
brazos, justo por debajo de mis hombros, mientras yo me aferraba a su
encorsetada cintura.
—Zorra, di lo que eres—dije en
medio del éxtasis.
—Soy tu puta, tu muñeca, tu zorra...
Soy todo tuyo—balbuceó echando la cabeza hacia atrás, dejando los
ojos en blanco y finalmente cerrando estos mientras todo su cuerpo se
tensaba. Elevó la cadera, apretó su trasero estrangulando mi sexo,
mientras sus uñas se enterraban en mis brazos. Eyaculó. Yo hice lo
mismo.
Fue la primera vez, aunque no la
última, que lo hicimos en mi despacho. El descaro fue en aumento.
Todos sabían que el joven que a veces me acompañaba a ciertos
recados por la noche, cuando ya gran parte de la ciudad dormía, se
travestía para cumplir mis fantasías eróticas más pronunciadas.
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