Y este es el pasado de Benji.
Lestat de Lioncourt
La arena, dorada y cálida, se hundía
bajo las patas del dromedario. Este avanzaba demasiado lento, como si
fuese una tortura levantar cada pezuña del suelo y volverla a
colocar. El sol brillaba fuertemente en el horizonte y calentaba
demasiado. Era como una enorme bombilla de demasiados vatios y sentía
que derretía su cabeza. El vaivén del movimiento del animal se
sumaba al mareo por la fatiga debido al cansancio, el sol y la escasa
hidratación. Las carpas de enormes telas marrones se difuminaban por
momentos, pero parecían cercanas. Una cálida brisa, como si fuese
una bocanada de aire proveniente del infierno, golpeó su rostro y
movió los caireles negros de su alborotada cabeza azabache. Sus ojos
rasgados estaban delineados con una tinta oscura pegajosa, parecida a
los caros cosméticos de las estrellas del celuloide, usada evitar la
arena. Poseía una mirada vacía carente de cualquier emoción,
aunque en realidad sólo se estaba desplomando.
Su padre lo elevó de su asiento y lo
transportó dentro. Allí le mojó la cabeza sin mucho cuidado con un
cántaro, lo despojó de su ropa oscura y le puso una túnica blanca.
Después lo echó sobre la alfombra que cubría parte de la choza
hecha de lonas y lo dejó descansar. Su madre no estaba, tampoco el
resto de sus hermanos. No sabía porqué habían dejado su
emplazamiento en plena madrugada para recorrer kilómetros hacia el
oeste. Se suponía que iban a permanecer en el poblado un tiempo,
pero su padre decidió que debían irse.
Escuchaba a lo lejos el ruido de una
conversación en inglés. No era un idioma que él manejase. Levantó
la cabeza como pudo, pues aún se encontraba algo mareado, y observó
al hombre con quien discutía su padre. Parecían estar acordando la
venta de algún animal. Hablaban de dólares y los dólares eran esas
cosas cuadradas de papel con las cuales se compraba leche, ropa,
calzado, arroz o medicinas. Su madre estaba enferma por culpa del
último parto. Necesitaban esos dólares.
Entonces se desplomó y al abrir los
ojos regresó a la realidad. Estaba en medio de un bullicioso tráfico
y aquel sueño, ese recuerdo lejano, parecía ser de otra persona. Se
llevó el cigarrillo a los labios, le dio una calada e intentó
tranquilizar su corazón. Ahora sabía inglés y comprendía la
conversación. Su padre exigía un buen trato para él, ya que el
extranjero decía que estudiaría lenguas y aprendería un oficio. A
cambio de su servicio el niño comería, sería atendido con buenas
medicinas y tendría una vida digna que él no le podría dar. Si
bien, lo entregaba a cambio de unos cuantos cientos de dólares, los
cuales eran una miseria a decir verdad, para poder comprar medicinas
y comida durante un buen tiempo. El hombre a quien lo vendió se
llamaba Fox y jamás lo trató bien, lo alimentaba lo suficiente para
no morir y las prendas eran las que a veces donaban en una iglesia
por caridad cristiana.
Tenía ahora casi doce años, era alto,
y de complexión fuerte. Sin embargo, cuando fue agarrado por ese
indeseable sólo contaba con ocho y tenía las carnes demasiado
débiles. Hizo de él un esclavo de manos hábiles para robar
carteras, de dulce rostro angelical para cautivar a los camellos que
comercializaban sus drogas y la puta más barata para momentos
ocasionales. Dolía. Su vida dolía. Su infancia le había sido
arrebatada, pero en ese momento se sintió consolado. Quería creer
que su madre fue salvada y que sus hermanos seguían vivos gracias a
él.
—Algo es algo—dijo mirando la
ceniza que se desprendía de su cigarrillo—. Pero hasta mi Dios
parece haberse olvidado de mí... ¿lo habrá hecho mi madre?—murmuró
alzando la vista al cielo donde no había un sol calentando su
rostro, sino una nube de contaminación ocultando las estrellas.
Unas noches más tarde Fox estaría
muerto. Armand haría entrada en su vida.
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