Bianca a Marius... ¡Señoras y señores!
Lestat de Lioncourt
Eres tan cobarde. Pero tan cobarde. Ni
siquiera mereció la pena decírtelo cuando me marché. Preferí que
mi silencio y el vacío te hiciesen reflexionar, pero después de
tantos años sigues siendo el mismo. Llegas a una habitación y la
llenas acaparando las miradas de todos. Eres el hombre que todos
desean ser, debido a su porte imponente y su forma elocuente al
hablar. Sin embargo, sólo eres un pobre diablo. Huyes de la soledad
transportándote a otros mundos de pinturas imposibles, pero a la vez
terriblemente realistas. Posees magia en tus dedos, ya que tu alma es
muy valiosa. No obstante, estás tan furioso contigo mismo, tan
frustrado por tus escepticismos y creencias vacías en una política
poco democrática, que te envalentonas y huyes a la vez.
He aprendido a comprenderte, pero no a
respetarte. Respetarte lo hacía antes cuando estaba ciega y era una
ilusa. Creí que podrías amarme, ansiándome entre tus brazos.
Confundí la elegancia de tu toque, la pasión de tus besos, la
belleza de tus ojos fríos, la elocuencia de tus discursos con la
verdad que yacía en tu corazón. Esa verdad que duele cuando te
atraviesa y te hiela el alma. Porque es así. Ni tú mismo quieres
aceptarlo, pero estoy aquí para ser la amiga que no supe ser, la
amante que te intenta ver feliz alguna vez y la mujer paciente que
jamás he dejado atrás.
No llegaste a amar del todo a Pandora,
aunque adoraste su pasión. Esa misma pasión que veías en ella era
la que tú tenías. Era un rival digno. Claro que la codiciabas. Una
niña como ella, una mujer que floreció con tanta belleza, era un
tesoro increíble para el hijo de un patricio. Tú, un historiador y
pintor, tenías que tener una compañera a tu altura. Pero no la
amabas. No era un amor real. La adorabas como adora un padre a un
hijo, un maestro a su discípulo, un amigo a una amiga y un hermano a
su gemela. En mí tal vez viste a alguien similar, igual que en
Akasha aunque esta jamás tuvo voluntad propia sobre su cuerpo hasta
que despertó, como si fuese la Bella Durmiente, de un largo sueño.
Y todos esos artistas, discípulos y
grandes pensadores. ¡Por supuesto que los amaste! ¡Pero de forma
egoista! Amabas su arte, codiciabas su cercanía, porque el arte es
para ti un hijo y también un padre. Querías tener un medio para
comunicarte y ellos eran tus pinceles, lienzos y también los ilusos
que hablaban a otros de tus hallazgos o te hablaban de los suyos.
Iguales otra vez.
Ese chiquillo enfermizo, ese que ahora
tienes a tu lado, es sólo otra ilusión. Daniel no es tu amor y lo
sabes. Sólo lo cuidas para no sentirte miserable. Sabes bien a quien
pertenece tu corazón, tu alma, tu verdad, tu voz, tu orgullo y tu
gran talón de Aquiles. Dilo en alto, pues yo lo voy a gritar por
todo el mundo cuando me lo pregunten. Él es Armand, él es Amadeo,
él es Andrei...
Odias amar a tu opuesto. Un muchacho
que cree que es posible seguir a un dios, tan déspota e hipócrita
como lo eres tú, y que teme su castigo, del mismo modo que teme que
tú lo ignores. Ahora él tiene un verdadero amor, una balanza en
equilibro. Tienes miedo, un miedo horrible. Si bien, puedes estirar
tu mano y alcanzarlo o simplemente dejarlo ir. Tú decides. Si no lo
haces terminará olvidándose de ti y tú te hundirás en la
oscuridad. En ese momento sí serás el monstruo que no debe
mostrarse, pues el hechizo de la desesperación se apoderará de ti y
en tus ojos no habrá luz. En tus ojos sólo hallarás dolor.
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