Armand y sus experimentos locos... ¡Yo también deseo que los haga, pero lejos de mi lado!
Lestat de Lioncourt
Me hallaba sentado en uno de los cafés
más concurridos de la quinta avenida, una de las arterias
principales de Manhattan, cuando vi pasar a un muchacho
extremadamente atractivo. En cierto momento se giró y clavó sus
ojos miel en mí. Fue sólo un segundo. Su mirada tenía tal fuerza y
tanto dolor que sentí que me atravesaba. Quedé paralizado con la
taza de café entre mis manos y la mente llena de dudas. Pude haber
leído sus pensamientos, pero no hizo falta.
Era espigado, no muy alto, y cualquiera
diría que algo desgarbado porque caminaba apurado. Llevaba una
camisa negra, sin corbata y con un cuello clásico, y unos jeans
negros algo holgados y rectos. No me fijé en sus zapatillas, pero
juraba que eran de esos zapatos que parecen deportivas. Su piel tenía
un ligero toque dorado debido a la exposición del sol. Poseía una
boca carnosa, algo grande, y me recordó mucho a la de Lestat. Su
cabello era ondulado, revuelto, y rozaba sus hombros. Llevaba entre
sus manos un teléfono móvil. No pude verlas bien, pero juraría que
eran grandes y de dedos delgados.
Digamos que me enamoró su estilo, su
dinamismo al caminar y el dolor que llevaba arrastrando quizá varios
años. Me vi reflejado en esa mirada. Esos ojos eran muy similares a
los míos. Por eso salí de la cafetería soltando algunos dólares
sobre la mesa, acomodé mi chaqueta vaquera y salí con pasos rápidos
tras él.
Seguí sus pasos durante varios
minutos. De vez en cuando me ocultaba para que no se percatase de mi
proximidad. No quería beber de su sangre, ni codiciaba su presencia
a mi lado, sólo quería averiguar y hacerlo sin revolver sus
pensamientos. Aunque acabé haciéndolo.
Cuando se detuvo en una parada de
autobús, apoyado en la marquesina, con la mirada enfocada en la
pequeña pantalla del móvil me armé de valor. Me introduje en su
mente y comencé a revisar su vida como si fueran los archivos de un
ordenador. Lo que hallé no pude creerlo. Me trastornó demasiado,
pero comprendí por completo su dolor. No podía entenderlo del todo
porque yo no vivía su vida, ni su situación, pero sí podía
entrever la asfixia que suponía esta sociedad para él.
Era un hombre de esos que rondan las
calles más céntricas, pero que le ahogan las personas cuando se
vuelven inquisitivas. Digo que era un hombre porque fallé al echarle
edad. Aparentaba unos veinte años como mucho, pero ya rebasaba los
treinta. Tras su perfecto afeitado, su sonrisa amable al hablar o dar
indicaciones a los turistas, había un alma que a veces se sentía
derrotada. Sin embargo, se sentía reforzado con cada paso dado. En
su teléfono móvil tenía puesta una canción de Bon Jovi y eso me
recordó nuevamente a Lestat. Sin embargo, pasó rápido a David
Bowie y luego a Queen.
El dolor provenía hacia la sociedad
que le había tocado vivir y que le imponía un sexo, un género y
una sexualidad. Él era un hombre transexual. Él nació hombre, no
mujer como muchos afirman para referirse a sus pasos por este mundo.
Nació tal y como muchos lo conocen, pero con unas carencias
hormonales y una impronta equívoca al nacer. Su género era
masculino, pero de vez en cuando le gustaba romper los roles
establecidos para su sexo porque le parecían opresores. Además,
sabía que podía y debía hacerlo. Un hombre con conciencia, con
libertad, con deseos de luchar y gritar a viva voz que estaba
oprimido aunque le tacharan de victimista. Su sexualidad, por mucho
que cueste asumirla, no era la de un hombre heterosexual que admira y
ama a las mujeres sentimental y sexualmente. Él las admiraba, las
adoraba, las amaba y las codiciaba a su lado porque eran sus
hermanas, sus amigas, sus primas, su madre, sus conocidas, sus
ejemplos y seres que podían hacerle sentir extremadamente cómodo en
su día a día por las conversaciones que tenían. Pero no era
heterosexual. Él era gay. Y ese era otro problema. Se añadía el
problema que muchos homosexuales le señalaban como un intruso, como
una mujer por tener unos genitales distintos a los convencionales en
un hombre. Del mismo modo que muchas lesbianas y algunas feministas
le increpaban creyéndose superiores a él y le acusaban de haber
mutilado su cuerpo. Pero no era así. Él sólo era libre. Sólo
luchaba por ser libre para poder ser feliz. Para él la libertad era
felicidad. Porque cuando uno es libre de ser, de amar y de expresarse
puede ser feliz. Sólo así.
Entonces vi los nubarrones en su vida,
los insultos en un bar homosexual más allá del café donde lo había
visto cruzar sus ojos con los míos. De inmediato me marché de
aquella parada y corrí a toda velocidad. Usé mi velocidad vampírica
para no ser visto, para ser sólo un soplo de aire, y poder llegar a
sus acosadores. Eran homosexuales. Gente que seguía burlándose de
los transexuales siendo estos los principales iniciadores del
movimiento del “Orgullo”.
Sentí asco y vergüenza por mi
sexualidad, por mi sexo, por la verdad que siempre tenía entre mis
manos... Ni siquiera yo, adorador de Dios, he creído que este los
condenara y rechazara. Nunca vi bien que la iglesia impusiera esa
norma moral y quizá por eso seguí adorando a Satanás, pues es una
criatura mucho más libre en ese sentido.
Me senté allí hasta que se marcharon
y los seguí. A dos de ellos los maté rápido bebiendo de su sangre,
pero al tercero, al que realmente inició las críticas e insultos,
lo llevé a mi laboratorio. Sigo usando la experimentación como
pasatiempo. Sobre todo porque me parece algo necesario. Comprendo que
no haga falta de mis intervenciones de “Alquimia” teniendo en
cuenta que tenemos grandes médicos y científicos auspiciados por
Seth, pero no puedo detenerme. Necesito hacerlo. A veces lo uso como
castigo.
Puse al individuo, algo corpulento,
sobre la mesa de operaciones de la habitación subterránea. En mi
bunker tengo de todo. No importa si son materiales quirúrgicos o
meramente electrodomésticos caseros como microondas, licuadoras o
batidoras eléctricas. Decidí colocarle la suficiente morfina para
que no sintiese nada. Con cuidado desnudé su cuerpo.
Atraerlo hacia mí, seduciéndolo como
la dulce tentación que era, fue fácil. Noquearlo para
transportarlo, también. Sin embargo, sería difícil hacer una
operación como aquella basándome en bibliografía descargada de
internet. Había numerosos libros en PDF que tuve que leer de forma
apresurada, pero logré comprenderlo. Pronto usé mis bisturí, así
como el diverso material de quirófano del que me nutro
habitualmente, para amputarle el pene, así como los testículos.
Dejé sólo un orificio para que pudiese orinar.
La operación fue un éxito. Tuve que
mantenerlo sedado durante días para que la cicatrización fuese la
correcta. También lo alimenté por vías y Benji me ayudó a ocultar
las pruebas de mis delitos vinculados a este. No tardaron demasiado
en hablar de agresión a homosexuales, de homofobia y de diversos
crímenes contra la homosexualidad. Si bien, nada se habló de los
insultos, e incluso empujones o golpes, de estos hacia un varón
transexual. No lo hicieron. Como siempre todo se quedó callado.
Un mes después, cuando todo parecía
correcto, hice que este despertara en plenos usos de sus facultades
mentales y me senté frente a él, sobre la encimera de uno de los
muebles que tenía allí abajo, y aguardé. Cuando abrió los ojos no
sabía dónde estaba, ni quién era yo y apenas recordaba algunos
hechos de aquella noche.
—¿No recuerdas lo que decías a un
hombre transexual hace unas noches?—pregunté moviendo
inocentemente mis piernas.
—Ah, el monstruo ese. Eso no es un
hombre, los hombres tienen pene. Esa era una mujer con pelo corto y
tetas amputadas—soltó rechazando de plano la transexualidad y
denigrando a este hombre una vez más.
—¿Como tú?—pregunté ladeando con
inocencia mi cabeza.
—Exacto, que tengan pene y orinen de
pie—dijo—. La biología lo dice bien claro.
—Tú ya careces de pene y testículos,
amigo—comenté—. Bájate los pantalones si lo deseas y
compruébalo.
Efectivamente. Aunque aún estaba bajo
los efectos de los analgésicos lo hizo. Se bajó los pantalones y se
horrorizó. Decía que él era un hombre, que no podía sucederle lo
que estaba viendo. Había quedado absolutamente amputado. Yo sólo le
había arrancado el miembro, pues ni siquiera le había hecho una
reconstrucción en sus partes. Tenía ante mí a un eunuco.
—¡Qué voy a hacer!—exclamaba.
—Vivir siendo un hombre sin pene,
como viven muchos transexuales, o pegarte un tiro. Por cierto, el
revólver está en la otra mesa y puedes usarlo—dije tras una
enorme carcajada.
—¡Quién eres tú! ¡Maldito
demonio!—gritó furioso.
—Precisamente... soy un demonio...
soy un vampiro—tras decir aquello me esfumé rápido de la escena,
dejándolo a solas con la pistola y su conciencia.
No tardó más de cinco minutos. La
detonación se escuchó tras la puerta. Fue rápido. No soportó lo
que los transexuales soportan. No podía pensar que sus palabras
habían tenido consecuencias. Por mi parte, fue todo un éxito. Logré
amputar un miembro sin que la persona perdiera la vida en la
intervención o tras esta. El suicidio no lo contemplo como un
fracaso para mi ejecución.
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