Hasta que lo admite...
Lestat de Lioncourt
Todos tenemos momentos tristes en el
baúl de nuestra alma. La historia que hacemos debido a nuestros
pasos por este mundo, así como la que nos vincula a quienes vamos
conociendo y pertenecemos sin pretenderlo, puede ser demasiado gris y
amarga. Recuerdo como llovía aquella noche en la cual decidí que
debíamos separarnos. Fue extraño. Una decisión que creía
razonable y que desquebrajaba mi alma.
Tenía las manos introducidas en los
bolsillos y la vista perdida en el jardín de la vieja mansión de mi
familia. Nací y crecí rodeado de comodidades. Descendiente de una
familia que lo tuvo todo gracias al desarrollo industrial del país,
perteneciente a la élite y a cierto poder en la sombra. Si bien,
también era hijo de la soledad y el orgullo. La tristeza anidó hace
tiempo en mi corazón, pero este se volvió salvaje e intratable.
Cuando la conocí todo cambió.
Siempre pensaba en lo mismo. Era mi
droga, mi obsesión, mi cruel destino y lo único que no podía
rechazar. Y a la vez era lo único que tenía que eliminar de mi
historia. Ella no se merecía mi amor poco respetuoso, altanero e
imposible. Yo era tóxico para ella. Demasiado viejo, demasiado
orgulloso y demasiado hipócrita para una mujer que aún le quedaba
años para aprender a encontrarse a ella misma. Era fuego salvaje de
ojos de hiedra venenosa y yo un imbécil.
Encendí el fuego de chimenea y usé el
atizador durante un buen rato. Jugaba con la madera ardiendo y me
preguntaba si sería capaz de quemar todas las cartas que no le di.
Mi vida sería miserable sin ella, pero tenía que asumirlo.
Ahora me doy cuenta que lo hice por mí
y no por ella. Actué como un cobarde. Decidí que era mejor huir a
encajar los golpes. Un maldito idiota. Tuve miedo a las consecuencias
de un amor incontrolable como una tempestad en mitad del mar. Sí,
fui imbécil.
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