Daniel tuvo un poco de su medicina o quizá todavía se puede solventar todo. ¡Yo qué sé!
Lestat de Lioncourt
—Ya ni siquiera recuerdo cuando fue
la última vez que tuve un momento de paz y libertad auténtica, es
decir, de felicidad. Tal vez fue aquella noche en la playa tras el
último día de vacaciones. Había dejado atrás mi vida estudiantil
y ahora tenía que enfrentarme al mundo real, ese que me causaba
nerviosismo y desvelos. Estaba emocionado y aterrado al mismo tiempo,
pero sin duda alguna creo que fue el último día que fui
auténticamente feliz. Encendí mi cigarrillo y dejé que la brisa de
aquel agosto tardío me revolviera un poco el cabello—dije con la
vista cansada y un terrible sentimiento de vacío. Era tan profundo
que sentía como los dedos de una mano invisible aprisionaban mi
corazón, lo estrujaban con fuerza y sonreían con una malicia propia
de un gigante dispuesto a aplastar el mundo entero conocido.
Pensé en aquellos momentos que nada me
impidió seguir soñando allí, como si no hubiese un amanecer a
punto de eclipsar mi última noche de salvaje libertad universitaria.
Lentamente, él recogió el tazón que
había colocado frente a mí y miró su contenido. Estaba vacío. Me
había tomado aquel café con cereales como si fuese lo más habitual
como cena tardía. Sus ojos chocaron con los míos y después suspiró
largamente.
En ese momento pestañeé sorprendido,
como si no me hubiese dado cuenta que él estaba allí. Sin embargo
fue él quien me hizo perderme en el pasado y en mis sentimientos.
Aparentemente era un muchacho bajo,
menudo, de cintura muy ajustada y caderas muy amplias para ser un
hombre, sin sombra de barba, nariz recta, pómulos llenos, de
carnosos labios rosáceos y mirada lacónica. Tenía un cabello
rojizo muy alborotado y caía sobre sus estrechos hombros. No sé
porqué pero lo deseé desnudo. Era como si me hubiese convertido en
el peor de los demonios ansiando pecar con el más hermoso de los
querubines de Dios.
Quedó quieto, miró a su alrededor,
mientras sostenía con firmeza, entre sus manos delicadas y pequeñas,
la pieza de cerámica de color azul marino que parecía querer
estallar en mil pedazos. Finalmente dio dos pasos hacia atrás para
darse media vuelta y dejar el tazón en el fregadero, junto al otro
centenar de platos sucios acumulado desde hacía varias noches.
Parecía respirar hondamente, con aire satisfecho. Sin embargo, sus
ojos parecían intranquilos como las estrellas fugaces dibujadas en
el cielo más despejado.
Instintivamente me incorporé y lo
busqué. Fue un impulso sin mesura ni razón. Sólo lo hice. Era como
si un resorte mecánico se hubiese activado. Él quedó quieto
permitiendo que me aproximara. Mis manos cubrieron sus mejillas y mis
labios se aferraron a los suyos. Él, abrazándome, parecía rogar
que no me detuviese. Entonces, dejando que toda la adrenalina subiera
decidí dar rienda suelta a mis deseos.
Su camiseta celeste se rasgó cayendo a
jirones al suelo. Su blanco y pequeño torso deslumbró bajo el foco
fluorescente de la cocina. Mis dedos parecían garras mientras que
sus manos se extendían hacia mis hombros, intentando anclarse para
no trastabillar y caer. El bombeo intenso de su corazón me hacía
pensar que no estaba muerto, que nunca lo estuvo realmente y que el
monstruo que tenía ante mí era un verdadero adolescente.
Cuando quise darme cuenta él estaba de
rodillas con su rostro hundido en mi bragueta. Ni siquiera recuerdo
los pasos previos. Su boca acaparaba mi virilidad mientras esta
palpitaba en su interior húmedo, caliente y profundo como su
garganta. Me miró con su mirada que me recordó al café recién
hecho, pues me calentó y aceleró. Mis testículos chocaban con sus
labios. El glande estaba descapullado y húmedo cuando salió de
aquellas fauces que me devoraban.
Recuerdo todo como si hubiese sido ayer
mismo, pero hace más de veinte años. Hoy ya no tenemos nada que nos
vincule salvo dolor, miseria, recuerdos hundidos en la hecatombe y un
extraño sentimiento de pertenencia que no logramos separar. He ido a
buscarlo a una de las bibliotecas de este laberíntico edificio y lo
he hallado.
Estaba colocado sobre la mesa de
escritorio de la biblioteca francesa. Así llama a una de las
bibliotecas que posee. La mesa es robusta y tiene las patas talladas
de tal forma que parecen garras de una bestia sacada de libros de
fantasía. Parecía un ángel puesto ante el altar para que Dios
mismo lo contemplara como un milagro. Desnudo, perlado de sudor y con
los ojos tan intenso como en aquella ocasión. Sin embargo, sus
gemidos no me pertenecían. Sus piernas estaban abiertas y
temblorosas, sus caderas se movían en círculos ayudando al impulso
de la pelvis de su amante y sus manos rasguñaban la parte superior
de la mesa.
Estuvo esperándole siglos y al fin
pudo culminar su sueño. Quien estaba arrebatando su aliento,
provocando disturbios y alarmas en su mente, era su amor eterno. El
hombre que lo convirtió en el monstruo perfecto y decadente que es.
Casi podría jurarse de un milagro tan tanto dolor ofrecido por parte
de ambos. Él era Marius.
Había estado viviendo con ese
imponente vampiro durante varios años. Me creía su nuevo discípulo
y gran amor, pero no podía compararme con el tesoro que hallaba
siempre entre sus tiernas y formidables piernas. Sus glúteos
aceptaban el castigo de la distancia y el orgullo herido. Él me
miraba, pero nuestro maestro ignoraba mi presencia.
Si habían logrado estar de ese modo
era gracias a la ciencia moderna. Las inyecciones de hormonas
avivaban el deseo carnal más allá de los pocos segundos que uno
siente antes de enterar los colmillos, beber un par de tragos y
separarse de inmediato. Aunque no importa como lo habían conseguido,
sino que lo lograron.
En cierto momento un largo gemido de
respiración agitada e incendiaria necesidad dio paso a un orgasmo,
para luego echar un caliente chorro en su interior para que
continuara el fuego en el perverso pelirrojo que desbordó de igual
modo. Al llegar su miembro ya expulsaba gruesas gotitas de semen
sobre su pequeño ombligo, pero en ese momento fue un chorro cálido
y abundante contra su vientre plano y el abdomen marcado de su
amante, padre, maestro y dueño eterno.
Me miró como si fuese una muñeca
carente de vida, pero esos ojos reían a carcajadas. Había gozado de
su venganza. Ni podía ser mío y ni permitiría que otro fuese para
mí. Recuperó a su viejo amante, su honor, su orgullo y también la
felicidad que yo le había arrebatado. Porque esa noche fui feliz y
en esos momentos me convertí en el hombre más desgraciado, odiando
ese pequeño recuerdo y desafiándome a mí mismo para poder
olvidarlo.
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