Lestat de Lioncourt
El dulce canto lírico del joven se
detuvo junto a su lira. Sus enormes ojos grisáceos se posaron en los
míos y su sonrisa se formó algo coqueta. Descendió del lugar donde
se hallaba y caminó hacia mí. Parecía un ángel. De hecho, tuve la
sensación de revivir el primer encuentro con Armand. Pero él no
tenía los vivos cabellos de fuego, sino una melena rizada y dorada
similar a la de muchos querubines dibujados mil veces en los lienzos
de los profetas de las pinturas religiosas.
—No le esperábamos por aquí—dijo.
Su voz sonó extrañamente seductora.
Tal vez por sus labios carnosos con arco de cupido. No lo sé. Sus
mejillas llenas, su mentón pequeño y su rostro aniñado me
perturbaba. ¿Qué edad pudo tener cuando el momento de su nueva vida
vino a modificar su historia? ¿Tal vez quince? Era posible que ni
siquiera llegase a esa edad. Si bien, ahí estaba. Podía tener al
menos tres o cuatro siglos, por lo tanto era mucho mayor que yo. Aún
así su fuerza era ínfima a la mía.
—Vine a ver a Notker—respondí.
—El maestro no se halla aquí—contestó
presto.
—¿Puedo dejarle un mensaje?—pregunté
colocando mis manos sobre sus estrechos hombros.
—Adelante.
—Di que vino Marius, el maestro de
las pinturas, buscando algunos modelos para poder pintarlos en sus
obras—sonreía mientras le hablaba y el rubor subió en sus
mejillas, así como un profundo nerviosismo—. ¿Podrías hacerlo?
—Lo haré. Tenga por seguro que lo
haré.
Después simplemente me fui
abandonándolo allí. No quería permanecer más tiempo en su
presencia. Me sentía poderosamente atraído y tentado por su belleza
idílica. Notker siempre ha tenido buen gusto. No sólo escogía
jóvenes talentosos, sino que también eran los más hermosos y los
de corazón más puro. Había muchachos desde los siete u ocho años
hasta los veinte. Todos eran músicos, cantantes líricos o poetas.
Necesitaba jóvenes de todas las edades y aspectos para pintarlos.
Necesitaba apreciar nuevamente la belleza desbordando en un hermoso
fresco.
Durante años había pintado sólo
composiciones salvajes de bosques, selvas y hermosos jarrones. No
sabía a que se debía, salvo cuando Amel se hizo presente con
ímpetu. Ahí comprendí que era él quien me influía. En estos
momentos, ya lejos de su persistente influencia, ansío pintar
nuevamente ángeles como en los días más gloriosos de mi
existencia. Quiero ser de nuevo Marius “El romano”.
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