La amistad es así, ¿no? Tú me cuentas y yo te cuento.
Lestat de Lioncourt
—Sinceramente, no sé como lo logras.
—Es fácil cuando eres un Mayfair.
Habíamos tenido esa conversación en
varias ocasiones. La última fue aquella noche. Fue poco antes que
todo empezase a ser más truculento alrededor de nuestras vidas.
Dejamos de hablar de ello, por supuesto. También nos olvidamos de
las apuestas demasiado cuantiosas. Ya teníamos cierta edad y no nos
conformábamos con una vida cómoda, pero tampoco deseábamos
arriesgar la escasa tranquilidad y felicidad que ambos teníamos.
Creo que fue poco antes de marcharse a Italia, concretamente a
Nápoles, cuando se desencadenó una profunda charla que aún hoy
recuerdo.
Parecía entusiasta con su última
conquista. Era una joven de la calle que ejercía el oficio más
antiguo del mundo. Había venido de Gran Bretaña, era irlandesa, y
poseía una belleza increíble. No hablé jamás con ella, pero la
sonrisa maliciosa que tenía en sus labios cuando se acercaba a él
tras las partidas de poker jamás me agradó. Era como si supiera que
sería traicionado.
Por mi parte me hallaba envuelto en
diversos amoríos. Todos sabían que era un hombre que no tenía
miedo a conquistar una cama tras otra. Me revolcaba con cualquiera
según las suposiciones de los que creían conocerme. Pero era falso.
No lo hacía yo. Era el Impulsor, ese que llamaban “El Hombre”,
quien manejaba mi cuerpo y lograba hacer tales pericias. En realidad
era un amante adorador de los libros, las tazas de chocolate caliente
y los bailes tranquilos. También me perdía el juego pero sólo por
la adrenalina del momento. Él era quien bebía, fumaba el triple que
yo en mi hermosa pipa y se dejaba la piel en las relaciones
amatorias. Al menos lograba ocultar mi verdadera sexualidad en un
tiempo donde todo se veía prohibido.
Apenas se estaba eliminando la
esclavitud. Por mi parte jamás fui un esclavista nato. Siempre había
ofrecido algunos billetes a mis empleados. Para mí era ingrato no
darles algo del beneficio que adquiría día tras día gracias a sus
manos y el sudor de su frente. Así que no se podía exigir demasiado
a una sociedad que veía la mano de obra infantil como algo normal y
la mujer como alguien sometida al marido. Tenía que aparentar y ese
maldito fantasma lo hacía por mí.
—Los Mayfair sois extraños. Jamás
he visto a un hombre como tú en vuestra familia. Son las mujeres
quienes llevan el peso del apellido. Tu hermana, por ejemplo, no
parece muy por la labor y tú asumes el riesgo. Es muy extraño—opinó
recostado hacia atrás en la silla.
Manfred jamás fue atractivo. Ni
siquiera en aquella época. Era un hombre de entorno a los cuarenta
años, con alguna entrada, ojos pequeños que parecían canicas y una
boca generosa. No, definitivamente no era el canon de belleza griego.
No obstante conseguía amantes desde antes que enviudara, pero él
siempre las rechazó. Por aquel entonces se dejaba querer. Estaba
solo, arrepentido y buscaba una mujer que pudiese cuidar de sus
hijos. Un error garrafal si me lo preguntan.
—Te contaré algo ahora que estamos a
solas—dije notando que nadie nos escuchaba. Estábamos en una
pequeña habitación, con un par de copas de más, las cartas regadas
sobre la pequeña mesa y el sonido de los cánticos de los borrachos
a nuestras espaldas tras una puerta mal encajada. Me sentía en ese
momento libre y cómodo para decirlo—. Hay un espíritu o fantasma
que nos acompaña. Él dicta las normas. Quien lo ve queda a su cargo
y le ayuda a enriquecer a la familia. Mi hermana es una pobre
desdichada que jamás lo ha visto y yo sí. Lo veo desde siempre. Con
tres años asumí mi papel y hace tiempo que tengo las manos
manchadas de sangre. No soy un hombre honesto y además hago trampas.
Él me ayuda, Manfred. Eso es todo.
—Te diría que estás loco, pero he
visto fantasmas rondando por las viejas vigas de las distintas
alcobas que he visitado con mis jovencitas—respondió—. Y también
he visto un monstruo distinto. Uno hermoso y que camina por la tierra
aunque juraría que está muerto.
—¿Un monstruo?—pregunté con
intriga.
—Un vampiro.
Ambos nos miramos durante algunos
segundos y sentí que mi corazón se aceleraba tanto como el suyo.
Sonaban como tambores de guerra.
—Ella me dio la fortuna que poseo a
cambio de hacerle un Santuario para descansar de su compañero. De
vez en vez necesita alejarse de la criatura que lo hizo. Y digo lo
hizo porque a veces es hombre y otras veces es mujer. Me resulta
confuso darle un género o un sexo—dijo asumiendo que podía
tacharlo de loco como hacían todos, pero no fue así.
—Ni una palabra del Hombre a
nadie—dije.
—Lo mismo te digo de Petronia.
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