Armand a veces me da ternura. Sólo a veces.
Lestat de Lioncourt
—¿Te encuentras bien?—preguntó
apoyado en la baranda de metal que daba acceso a la escalera contra
incendios.
Había subido a lo alto del edificio,
justo donde las palomas solían estar durante el día, para poder
contemplar la ciudad como lo hacían ellas. Mis ojos pardos se
mantenían en un estado de alerta y agitación permanente
convirtiéndome en un ser inestable. Apenas llevaba algo de abrigo.
Tan sólo una chaqueta vaquera a juego con los jeans desgastados por
el dobladillo. Incluso estaba descalzo. Sentía bajo mis pies las
pequeñas piedrecitas que allí se habían regado.
Detestaba la sensación de desasosiego
desacompasado que ofrecía mi corazón. Mi mente estaba revuelta y
los fantasmas del pasado se habían conectado una vez más conmigo.
El mar de polución impedía ver las estrellas, pero sabía que la
mayoría que allí brillaba las había visto en los cielos nocturnos
de Roma cuando esperaba que él apareciera.
—Armand, te estoy hablando—indicó
colocando sus manos sobre mis hombros. Eran manos delicadas de un
hombre que jamás había usado estas para trabajos pesados. Las manos
de un burgués cuya vida se había detenido hacía siglos—. He
subido aquí porque me ha llamado poderosamente la atención que no
desearas acudir a la ópera con nosotros.
—Vete, Louis—respondí—. Vete y
déjame a solas.
—¿Por qué? ¿Ha sucedido algo?
Él insistía en saber qué me pasaba.
Yo sólo quería estar a solas con mi dolor. Soñarlo era un
martirio, pero jamás lo verbalizaba. Él sí lo hacía en ocasiones.
Levantaba el teléfono y me comentaba cuanto me echaba de menos. Por
mi parte sólo podía cerrar los ojos y desear que el dolor menguara
como mengua la luna. Pero no. Sólo crecía y se convertía en una
daga que retorcía cada una de las arterias de mi corazón.
—Deberías olvidarlo de una buena
vez. Han pasado siglos y se ha demostrado que es imposible que podáis
estar juntos. Su orgullo y su falta de tacto son un referente para no
codiciarlo como lo haces—decía involucrándose en la situación y
dejando a un lado el simple apoyo.
—Louis, no quiero consejos—dije—.
Me conformo con un abrazo sincero. No quiero que me digas lo que
tengo que hacer o como debo vivir mi vida.
—Haces público tu dolor y por ende
me veo en la necesidad...
—No—recalqué arrugando la nariz y
apartándome de él—. Vete a la ópera y déjame aquí. Necesito mi
espacio, mi momento de angustia, para ofrecerme una posibilidad u
otra—dije mirándolo a los ojos, pues me había girado hacia su
rostro. Él se veía preocupado, pero sabía que no entendería nada.
Afortunadamente se marchó de
inmediato. Nada más escuchar mi petición la acató. Nadie podía
saber lo que yo estaba viviendo porque nadie era yo. Habían vivido
amores y desilusiones, pero ninguna como la mía. Nadie vive de igual
modo el fracaso de un amor. Sobre todo porque sé que ese amor sigue
ahí postergado en el tiempo esperando el momento de revivir. Y yo
sigo aquí aguardando aunque él no lo crea. Sigo soñando, aunque él
decida que sólo le ocurre a su persona. Sigo manteniendo mis manos
atadas a un amor que puede que no merezca la pena para los demás,
pero que para mí sigue siendo mi gran pasión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario