Nunca me perdonaré lo que ocurrió con
ella. No debí hacer caso omiso a las reglas que Marius me había
ofrecido. Pensé que podía saltarlas. Me equivoqué. Fue duro oír
sus incansables preguntas acerca de su futuro. Durante algunos años
parecía vivir ajena a lo que ocurría, pero su mente comenzó a
formarse como la de cualquier mujer adulta. Sus ojos se volvieron más
fríos y comenzó a no desear mi compañía. Algo me decía que sabía
lo que yo había hecho, pero aún así sus preguntas se volvían un
calvario insufrible. Si existe un infierno ella lo abría con cada
mirada.
No obstante, fui feliz. Admiro que la
felicidad me cegaba en ocasiones. Vivía ajeno a su odio visceral.
Los primeros años no era raro que ella se abalanzara sobre mí,
rodeara mi cuello con sus pequeños brazos y me llenase el rostro con
pequeños y dulces besos. En definitiva, no era raro ser su padre.
Ella me había aceptado como cualquier niño huérfano que desea un
poco de comprensión y amor, pero en mí faltó el respeto. No
respeté que su vida se apagaba y que era su momento, sino que la
congelé suspendiéndola en mitad de la nada. Por eso me odió.
Sigo sintiendo su presencia en aquella
vieja casa de Nueva Orleans. A veces incluso puedo escuchar sus botas
de charol contra el suelo de madera. En ocasiones, cuando me siento
en el piano y toco alguna pieza, puedo percibirla recostada
maravillosamente en el sofá, como una muñeca perfecta, con algún
libro de la biblioteca. Muchas veces la he descrito, pero os aseguro
que ni siquiera yo soy capaz de plasmar su belleza entre lo infantil
y lo pérfido de una mujer fatal.
Louis jamás dejó de verla como una
niña y cumplía todos sus caprichos con tal de tenerla contenta.
Ella me retaba y yo la retaba, las discusiones a veces eran eternas,
pero finalmente me inclinaba y besaba sus mejillas, su frente y la
punta de su nariz rogándole perdón. Él no necesitaba nada de eso.
Sólo tenía que mirarla de forma compasiva y ofrecerle lo que pedía.
Incluso intentó que se asemejase más a él ofreciéndole un diario,
como los que suele aún escribir, para que pusiera en entre sus hojas
todo lo que sentía. El mismo diario que terminó en Talamasca
gracias a la intrépida Jesse Reeves y que luego usó Merrick Mayfair
para ponerse en contacto, supuestamente, con ella.
Sé que muchos lectores de mis
aventuras la detestan y no entienden como puedo defenderla, tal vez
porque no son padres y no pueden ver más allá. Quizá porque no se
han percatado que yo, y sólo yo, soy el culpable del dolor que ella
arrastraba. Por eso quizá jamás podré perdonarme. Tal vez por ese
motivo adopté a Rose e intenté enmendar con ella todos los errores
cometidos con Claudia.
Lestat de Lioncourt
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