—¿Alguna vez pensaste en mí?
Podía escuchar su voz. Era como si
estuviese frente a mí. Todavía el sol estaba en todo lo alto y me
encontraba en mi cripta encerrado. Sobre la tapa del ataúd estaba la
pesada losa de piedra que la cubría, pues tengo otro externo para
mayor protección. Nadie podría entrar en mi lugar de reposo, del
mismo modo que nadie podría tener esa voz y ese tono melancólico
que él poseía.
—Lestat, ¿alguna vez lo hiciste?
Su voz penetró de nuevo mi cerebro
como si fuese una bala, una flecha o cualquier arma pesada. Abrí los
ojos, o al menos lo intenté, pero mis párpados no lograron subir
del todo. Mi vista estaba borrosa y mi cuerpo aún se hallaba
aletargado. ¿Estaba soñando? ¿Era real? Aún no lo sé.
—Enloquecí cuando supe que jamás te
tuve. Eras mi luz, una luz cegadora, que se apagó dejándome solo en
aquel páramo. La angustia cubrió mi alma como una capa que terminó
asfixiándome.
Quise pronunciar su nombre, pero sentía
mi mandíbula tensa. Mi corazón comenzó a bombear salvaje y mis
manos empezaron a sudar. Me sentía completamente angustiado. ¡Qué
demonios sucedía!
—Siempre seré el demonio sobre las
tablas, el mismo que tú también fuiste. Pudimos hacer que París se
rindiera a nuestros pies, tal como querías, y sin embargo
abandonaste ese deseo buscando tu propio beneficio. Siempre tú,
jamás yo...
rápidamente sentí que me faltaba el
aire y comencé a llorar. El violín sonaba en la lejanía como si él
se estuviese marchando mientras tocaba enfervorecido. Cuando todo
pasó logré gritar su nombre, agitado, sudoroso y con el corazón
roto una vez más. Por supuesto que lo recordaba, por supuesto que lo
tenía presente... ¡Crucé los supuestos infiernos de Memnoch por
encontrarlo!
Lestat de Lioncourt
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