Y por esto, chicos y chicas, Marius no quiere saber nada de los dos...
Daniel x Armand...
Lestat de Lioncourt
—Él cree que tienes la culpa de todo
lo que ha sucedido entre nosotros.
Al fin habló. Había entrado en la
biblioteca donde me encontraba leyendo con ese aspecto de joven
trasnochado. Ya no llevaba esas gafas redondas de montura endeble,
sino que dejaba a la vista sus ojos violetas. Tenía el flequillo
revuelto, algo pegado a la frente por el sudor sanguinolento que
recorría esta como pequeñas estrellas dispersas en el firmamento, y
la vista cansada. Parecía fatigado, pero a la vez su piel lucía
lozana por haber bebido una buena cantidad de sangre. Su camiseta
estaba algo arrugada, mal metida dentro de su pantalón vaquero, y
los cordones de una de sus deportivas oscuras estaban sueltos.
—Marius siempre cree que el resto del
mundo tiene la culpa de sus desgracias.
Comenté dejando a un lado “Historia
de dos Ciudades” mientras me acomodaba mejor en el sillón
reclinable que había instalado para mayor comodidad. Tal vez era un
“parche” en un lugar tan refinado como el que había logrado
recuperar y embellecer con esculturas talladas en madera de caoba,
frescos y numerosas estanterías repletas de libros que ya no se
veían en las librerías. Sin embargo, vi esta maravilla y no me pude
resistir a adquirirla. Por otro lado, yo también vestía como un
elegante burócrata, uno de esos yuppies neoyorquinos. Había
adquirido un nuevo traje diseñado en exclusiva para mí con una
línea clásica, era de lana y tenía un tacto muy agradable. También
llevaba chaleco a juego, zapatos oxford, camisa de algodón blanca y
el cabello largo peinado hacia atrás atado en una coleta y con algo
de gomina.
—Pero, ¿y si tiene algo de razón?
Razón, ¿Marius? Ni hablar. En ese
caso no. Tal vez sobre la necesidad de incorporar reglas, establecer
prioridades y sobre arte. Sin embargo, ¿sobre lo demás? Nunca. Era
un hombre que siempre se basaba en su propia opinión y jamás tenía
la ajena en cuenta.
—Tú no eres un objeto, yo tampoco—.
Respondí alto y claro con la mayor brevedad posible—. Cada uno es
libre de estar donde desee estar. ¿No es eso libre determinación?
¿No es eso la libertad que él tanto promulga?
—Armand, lo sé. Sin embargo, siento
que le debo el haber cuidado de mí.
—No le debes nada, Daniel—contesté
apoyando los codos en los brazos del sillón—. Él cuidó de ti
porque así lo quería y sentía, por lo tanto no puede exigirte
retribución alguna al respecto.
Hablaba la voz de la experiencia.
Durante muchos años pensé que le debía la vida por haberme salvado
en dos circunstancias muy precarias. Una de ellas fue cuando me
adquirió como esclavo, la otra cuando no me permitió morir
envenenado después de la refriega con ese maldito imbécil que me
quería como si fuese su puta privada. Sin embargo, me di cuenta que
lo hizo por egoísmo. Él quería ser amado aunque nunca logró abrir
del todo su corazón. Deseaba idolatrarme como si fuese la figurita
de uno de sus viejos dioses o un querubín auténtico, para que yo lo
alabara como se alaba a Dios de rodillas y completamente ciego.
—¡Pero me siento un cobarde!—gritó—.
Yo aún le amo y respeto.
—Pues corre a sus brazos—dije tras
arquear las cejas y sentirme confuso. Si tanto le amaba, ¿qué hacía
aún aquí? Debía ir a la Corte donde estaba Marius esperándolo.
—Sí, sé que puede parecer esa la
solución, pero no es tan fácil—comentó acercándose a la mesa
con aires dubitativos—. Yo no lo amo de ese modo.
—¿Y cómo lo amas?—pregunté.
—No tanto como a ti. Me he dado
cuenta que donde debo estar es a tu lado.
En otro tiempo hubiese reído como un
adolescente y corrido a sus brazos. Estoy seguro que lo hubiese
besado y pedido que no se marchara de mi lado. Incluso habría
llamado al servicio para que preparara una habitación espléndida
para que se quedase. También le habría comprado una nueva máquina
de escribir, ordenador o lo que quisiera para que siguiera ejerciendo
como periodista a las órdenes de Benjamín. Pero, ¿ahora? Lo miraba
con suspicacia. Podía decir que me amaba, por supuesto, aunque no
iba a creerlo con la suma facilidad de otros tiempos.
—Felicidades—dije tras aclarar la
voz.
—Armand, por favor—su tono sonó a
ruego, un ruego similar al que yo solía hacer a Marius—. Quiero
que me escuches como yo nunca lo he hecho contigo.
—Exacto. No lo hiciste—. Me
incorporé y eché a caminar sin vacilar ni un segundo en dirigirme
hacia donde se encontraba y quedar a escasos centímetros. Alcé mi
rostro y lo miré a los ojos con los míos pardos, al borde de la ira
y la derrota—. Decidiste que hiciese algo obligado. Sabía que no
estabas preparado y queme aborrecerías. Tenía tanto miedo, Daniel.
¡Y me obligaste!—grité finalmente sin pudor porque sentía que mi
alma se hacía añicos. Además me aferré a él, lo hice como si
fuese mi todo y yo me fuese a convertir en un mero fantasma.
—Ya basta... ¡Basta de
reproches!—dijo agarrándome de los brazos provocando que me
quedara aún más pegado a él, aunque no moví los pies de mi lugar.
—Yo no he sido quien ha empezado—.
Susurré aquello a pesar de saber que sí había sido quien inició
todo.
—Armand...—balbuceó mi nombre tras
un largo suspiro. Tenía la voz quebrada.
—Dime—dije alzando de nuevo la
mirada.
—Yo te amo a ti por encima de todos.
Aquello hizo que mi corazón comenzase
a latir desbocado. De nuevo ese sentimiento, otra vez esa pasión que
no podía controlar ni remediar. Creí que me volvería rematadamente
loco.
—¿Y qué quieres decirme con
esto?—pregunté.
—Quiero estar contigo... —susurró.
—Oh, vaya. No esperaba algo así.
Realmente no lo esperaba. Él siempre
había huido de mí.
—¿Por qué eres tan duro?
—Porque mi corazón está lacerado y
nadie ha deseado cuidarlo. Siempre he sido abandonado y perjudicado.
Nunca me han querido escuchar—iba diciendo cuando de repente
comenzó a besarme y a quitarme la ropa.
En segundos estábamos desnudos
mientras retrocedía hacia la mesa de escritorio bellamente tallada
con motivos del cielo y el infierno, en representación de mis
pesadillas y carencias religiosas. Quería recuperar la cordura, pero
era imposible. Además ambos seguíamos un tratamiento de
recuperación del deseo sexual, el cual estaba marchando demasiado
bien. Ya no sólo éramos adictos a la sangre, sino que podíamos
hallar placer en tocarnos y tocar a otros.
Sus manos, firmes y mucho más grandes
que las mías, se aferraron a mis glúteos y los azotaron antes de
tomarme de las caderas y subirme a la mesa. Sus ojos eran los de una
fiera y los míos también eran bastante salvajes. Ambos miembros se
irguieron como flechas hacia el techo y pude notar como su diestra
bajaba hasta el interior de mis glúteos, acariciaba mi entrada y
hundía un sólo dedo para acabar jadeando cerca de mi boca
entretanto yo cerraba los ojos, mis mejillas se coloreaban de un rojo
vivo y mi boca dejaba escapar un quejido junto a un pequeño gemido.
No quería pensar en las noches que él
habría vivido con Marius. Sentía celos de no haber sido él, de no
haber sido salvado una vez más por mi maestro, pero también por no
haber sido yo quien le recuperase y amase durante todo este tiempo.
Rabia, miedo, desesperación y todo convertido en un deseo sexual que
no podía controlar. Mis piernas se abrieron más mientras él me
estimulaba y besaba. Su boca soltaba la mía únicamente para
mordisquear mi cuello y pezones, los cuales estaban tan duros como mi
hombría y la suya.
Al final, él decidió sacar su mano,
abofetearme, girarme en la mesa, acomodarme como le pareció oportuno
y tomarme del cabello jalando fuertemente de mí a la vez que me
penetraba. No hubo paciencia ni ternura, sólo una directa
penetración mientras gruñía mi nombre. Yo, por supuesto, me aferré
a la mesa como un gato que se afila las uñas en un mueble nuevo. Las
embestidas eran rápidas, fuertes y profundas. Abría bien mis
piernas, me aferraba como podía y movía mis caderas al mismo ritmo
pero de forma contraria. Mi próstata era estimulada por su glande y
mis ojos se embarraron en lágrimas sanguinolentas. El libro cayó de
la mesa hacia el suelo quedando abierto con las pastas de bella
encuadernación hacia arriba.
Pronto lo único que se escuchaba en la
biblioteca eran sus testículos y el chapoteo de la fricción de su
miembro en mi entrada que ya estaba llena de fluidos. Sentía como
mis pezones se rozaban sobre la superficie de la mesa, así como mi
miembro lo hacía. No era capaz de acariciarme como me hubiese
gustado, como siempre me ha gustado, porque la violencia de aquel
sexo me impedía moverme. Era una presa en manos de una bestia
hambrienta que había convertido mi traje en guiñapos arrugados
junto a su ropa barata.
De un momento a otro, sin saber cómo,
se inclinó y me mordió mientras eyaculaba provocando que yo también
lo hiciera. Su boca en mi nuca me había hecho sentir el paraíso
bajo mis pies, además también estaba su eyaculación presionando
con un fuerte chorro mi próstata.
A partir de esa noche Marius me ha
dejado de hablar y él ha decidido instalarse en Nueva York.
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