—Soy el diablo.
Insistió una vez más. ¿Cuántas
veces me había visitado al filo de la madrugada? Entre el día y la
noche, justo en ese preámbulo, intentando que lo siguiera como si
fuese el único camino hacia la felicidad. ¿Tal vez unas mil? Cada
pocas semanas se acercaba y susurraba versos que me recordaban a los
poemas de Baudelaire. De hecho, era muy similares a “Las flores del
mal”.
—Sé quien eres y no eres
precisamente el diablo—respondí con una leve sonrisa mientras me
acomodaba en mi ataúd.
—¡Falso! Crees saber quien soy.
La cólera dominaba su voz esta vez.
Estuve por decir su verdadero nombre, pero me mordí la lengua. Amel
me había hablado de él y sabía que no era quién decía ser,
aunque era fuerte y podía ser peligroso.
—Amel te recordó—susurré
regodeándome.
—Amel siempre ha sido un
imbécil—chistó.
—No niegas que lo conozcas—dije
arqueando mis perfectas cejas doradas.
—Fue una criatura viva, por ende lo
conozco—intentó mentirme, pero no le era posible.
—Falso de nuevo. Fue una criatura
viva, pero no le conoces sólo porque lo observaras.
En mi última aventura todo se desveló.
La escasa venda que quedaba en mis ojos cayó a mis pies y se
convirtió en un humo fácil de despejar. ¡Ajá! ¡Ahí apareció su
verdadero nombre, su historia y todo lo que había logrado a base de
engaños! Sí, los mismos que un demonio. Magnus había caído en su
trampa y estuvo a punto de quedar cautivo, pero alguien lo salvó.
Muchos seguían presos de la locura, de su perfecto infierno creado
para convertir en miserable la vida de otros y alimentarse así del
sufrimiento.
—¡Debes creerme!—vociferó.
—Nunca—dije tras una fresca
risotada.
—¡Me vengaré!
—Aquí estaré esperando tu
venganza—dije tras comprobar que se había marchado dejándome de
nuevo a solas con mis pensamientos.
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