—¡Te detesto!
Había regresado a la mansión después
de horas allí fuera contemplando todo lo que se había perdido al
“morir” en mis brazos. Aunque no llegó la dulce muerte como a
todos los mortales. Él no cayó en los dulces brazos de su colchón,
no fue velado y transportado a un bonito ataúd. No, no fue llorado.
Él había muerto, pero seguía vivo e indignado con mi actitud.
—Me amas.
No fue una respuesta burlona, aunque
tal vez él no percibió de ese modo. Sonreía, por supuesto, pero
era porque tenía en mis manos una verdad dolorosa que él quería
ocultar de mil modos.
—¡Eres horrible! ¡No sé en qué
estaba pensando cuando acepté el trato!
¡Imaginad la expresión fiera de su
rostro y la melancolía que desbordaba en su mirada! Esas gemas
verdes parecían océanos de lava a punto de derramarse sobre sus
mejillas. ¡Y qué mejillas! ¡Qué hermoso era! ¡Y qué hermoso es
aún hoy! Todavía puedo ver esa fiereza cada vez que un problema lo
supera y yo era su mayor problema en aquellos días.
—En cosas egoístas, ¿o acaso me vas
a decir que pensabas en los demás?—dije mientras abría los
documentos de propiedad de la mansión. Había ido al registro y
pedido que me diesen una estimación de su valor. Era increíble lo
rico que era. Mi padre dormía en una de las habitaciones intentando
descansar mientras él vociferaba.
—¡Deseaba la muerte!—me escupió
lleno de impotencia, pero con una falsa verdad que sonaba muy
sincera.
—No deseabas la muerte, no seas
cínico. Deseabas un castigo porque te sentías culpable porque tu
vida no valía mucho, pero veías una gran promesa de futuro en tu
hermano pequeño—susurré colocando los codos sobre el elegante
escritorio de madera roble y dejando que mis manos se juntaran en un
grácil movimiento.
—¡Cállate!— La exasperación era
cada vez mayor.
—¿Tanto te cuesta admitir la
verdad?—Enmarqué una de mis perfectas cejas doradas, la derecha
por cierto, mientras intentaba no carcajearme.
—¡Cállate!
Repitió mientras yo revisaba los
documentos. Era increíble. Además tenía otras propiedades y sabía
que también numeroso dinero, joyas y unos hermosos cuadros que
podían valer una fortuna en unos años. Todo era nuestro, pues de mí
no se libraría. Aunque no era lo que más me gustaba de él. Aquello
que realmente amaba era su persona. Louis había logrado tocar mi
corazón y arrebatarme la cordura.
—Vaya, sí que eres un hombre
rico—dije riendo bajo—. Esta mansión junto con la plantación
valen una fortuna.
—Miserable... ¡Sólo te importa el
dinero!
—Ojalá—suspiré algo cansado por
la discusión, pues no llevaba a nada. Él me gritaba, yo me burlaba
y vuelta a empezar—. Todo sería más fácil.
—¿Qué quieres decir?—dijo con
notable curiosidad en su voz.
—Pude manipularte, seducirte de mil
formas, y lograr que todo esto me perteneciera. Después te daría
muerte como tanto proclamas que la deseas. ¡Sería tan fácil!—.
Acabé exclamando.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Oh... ¿acaso no lo ves?
No lo veía. ¡Por supuesto que no! Yo
le amaba. Amaba a ese maldito idiota. Él me consideraba un imbécil,
un patán, un bufón y yo lo consideraba la criatura que tanto
ansiaba. Su amor estaba ahí y eso le provocaba rechazo, pues no
podía comprender como podía amarme de ese modo.
—¡Por supuesto! ¡Te divierte
hacerme sufrir!
—¿Acaso no buscabas eso? Aclárate,
hombre—respondí.
Él me miró furibundo y yo simplemente
puse mi mejor sonrisa, la de un caballero elegante y sofisticado
esperando que le partieran la cara de un bofetón. No se acercó, por
supuesto. Se quedó en mitad de la habitación intentando no echarse
a llorar, pero no lo logró. Se puso a llorar como un niño que
pierde a su madre en mitad de una gran ciudad, ¿y qué hice yo?
Actué como un miserable. Me quedé observando su rostro lleno de
belleza, sus manos cerradas en puño y su cuerpo completamente tenso.
Amé esa hermosa escultura, deseé besar sus lágrimas sanguinolentas
y beber de sus labios. No obstante, como he dicho, sólo me quedé
observando hasta que se marchó dando un sonoro portazo.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario