Aprendí que era el dolor cuando supe
que él había muerto. La culpa sobrevoló sobre mi cabeza y cayó
sobre mis hombros aplastándome, enterrando sus poderosas garras, y
logrando que llorara. Me convertí en presa y víctima de las
consecuencias de mis actos. No podía huir, no había solución, y él
ya no estaba. Se había convertido en un vacío terrible en mi
corazón. Recordé las últimas noches como una pesadilla continua,
acepté el silencio como una herida que nunca se cerraría y supliqué
perdón a su alma, estuviese donde estuviese, por no haberle dado lo
que él necesitaba.
No fui comprensivo. No fui atento. No
supe jamás darle algo más que promesas incumplidas, dinero a cambio
de mi tiempo y palabras vacías que sólo servían para manipular sus
sentimientos. No fui lo mejor, fui lo peor. Sabía que él había
dado gran parte de su alma, de su talento, por tenerme a su lado y
por huir conmigo a una ciudad que detestaba. Prefería morir de
hambre a volver a Auvernia, quería llorar para poder elaborar el
arte que tanto amábamos, porque él nunca había sabido lo que era
el amor. Realmente jamás lo había sabido. Y yo sí lo sabía. Sabía
que era ser amado, envidiado y codiciado. Pero él no se daba cuenta
del torbellino de colores que podía ser, de lo arrebatador que era
su rostro cuando sonreía y de esas manos, esas dulces manos, que te
subían a los cielos para hacerte caer precipitadamente a los
infiernos.
Supe que era realmente sufrir cuando
supe que se había suicidado. Aunque yo había llorado miles de veces
en el castillo de mi padre, por las humillaciones de aquel lisiado y
los golpes de los salvajes de mis hermanos, admito que no padecí ni
la mitad de la rabia, frustración y dolor que en aquellos instantes.
Había sido todo en vano. Habíamos huido y jurado amor eterno, en la
ciudad de los cafés y el arte, para nada.
Por eso, cuando entré en aquella
taberna portuaria y lo vi me sentí como en casa. Había viajado años
atrás, a mi pueblo natal rodeado de montañas, al contemplar esa
mirada torva y cínica. Leí en su mente el dolor que guardaba, cada
herida que se había creado en su conciencia y la belleza de sus
lágrimas en las faldas de las señoritas de compañía. Sólo se
aferraba a ellas, dejando su rostro entre sus cálidos senos, para
que éstas le abrazaran como nadie hacía en el hogar.
Un hombre de su edad, de la edad de
aquel rico hombre de negocios, debía estar casado y llorando por la
descendencia que todavía no tenía. Sin embargo, él lloraba por la
muerte de un hermano que arrojó a la locura, pues él fue quien le
incitó a ser un beato. Ese maldito idiota me recordaba a Nicolas,
siempre temeroso de Dios y del Diablo, pensando que todo tenía una
razón de ser en las tinieblas o la luz.
Sin embargo, encontré fascinante algo
en Louis, en aquel hombre, y es que su alma tenía algo de luz. Una
luz que Nicolas jamás pudo tener. La misma luz que me enamoró y me
dejó arrojado por siempre a un amor enfermizo.
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