Archivo Talamasca que no podía faltar. ¡Bienvenidos al terror!
Lestat de Lioncourt
Eran más de las dos de la madrugada
cuando la puerta sonó en varias ocasiones. Eran los nudillos
desnudos de David Talbot. Sabía que sólo él podía interrumpir mis
horas muertas. Últimamente me estaba ayudando a encauzar mi vida, al
igual que otros compañeros estaban ayudándome a ser el reportero
pegado a la noticia. Él quería que fuese su compañero, o más bien
su sombra, en diversas investigaciones paranormales que todavía hoy
no tenían solución alguna.
Durante varios meses habíamos seguido
nuevas pistas que iban dejando fantasmas, o espíritus, sobre lo que
estaba por venir. Todos ellos parecían inquietos, muy temerosos,
desde la destrucción de tantos vampiros jóvenes, y no tan jóvenes,
hacía tan sólo un par de años. Pero, ésta vez era distinto.
Nada más abrir la puerta, con algo de
apatía, me dejó entre mis manos unos documentos. Eran viejos,
estaban algo amarillentos, y la carpeta parecía haber sufrido
algunos desperfectos por la mala conservación en los archivos
subterráneos de la Orden de la Talamasca. La Orden paranormal poseía
numeroso inventario que a veces caía en el olvido.
—Son crímenes sin resolver—explicó—.
Ya el asesino no actúa, pero pensé que serían de tu agrado. No
créemos que fuese nada paranormal, por eso no se guardó en el
archivo oficial. Está algo destruido, pero las letras aún se pueden
leer.
—¿De qué época es?—dije
acariciando el canto ligeramente grueso, y destruido, de aquella
carpeta. Era marrón, algo deshilachada en los bordes, y parecía
tener diverso material. No me atrevía a abrirla. Sentía que era la
caja de Pandora.
—Años veinte y cuarenta. El último
crimen sucedió en 1943—dijo señalando el final de la carpeta,
donde estaba la fecha en bolígrafo de tinta azul.
—¿De qué se trata?—la curiosidad
comenzó a roer parte de mi alma, perforándola y llegando su
esqueleto que ya temblaba impaciente.
—Lee y disfruta. Posiblemente no
puedas olvidar estos crímenes jamás—contestó apoyando sus manos
en mis hombros—. Quizás puedas escribir un artículo o algo
interesante. Sé que puedes. No hagas que se olvide.
Segundos después se colocó mejor su
gabardina, salió de mi habitación y bajó los escasos escalones
hacia la planta baja del edificio. Había decidido vivir en aquella
ciudad perdida de rascacielos, corrupción, noches de música en
antros de moda, taxis amarillos y canciones de Sinatra. Estaba en
Nueva York, la ciudad que parecía más viva de noche que de día,
disfrutando de la vida y él me traía crímenes. Era como un pájaro
de mal agüero, pero agradecía que lo hiciera. Tenía un blog en
Internet y debía llenarlo de contenido interesante.
Nada más escuchar la puerta de la
calle cerrándose, como si hubiese dado alguien un fuerte portazo,
cerré la de mi habitación y encendí la luz del flexo. Necesitaba
algo más que la luz taciturna de la lámpara principal. Quería leer
como hacían los mortales: con buena luz. Aunque, honestamente, no
hacía falta.
Al abrir la carpeta pude percibir
perfectamente el polvo, la humedad y el moho donde se había guardado
las últimas décadas. El título era llamativo, estaba en la primera
hoja, y parecía que tenía gancho para usarlo en mi propio artículo:
Máscaras humanas en Venecia.
El primer crimen ocurrió en la plaza
de San Marcos. Este lugar es conocido mundialmente y siempre ha sido
codiciado por los turistas. Las fechas eran del Carnaval de aquel
año, del año 1921. Una máscara apareció colocada en una
escultura, de las numerosas que puedes hallar por Venecia. Era, en
concreto, en una de las columnas con leones que allí se encuentran.
Uno de éstos tenía la máscara adherida a su rostro. Un trabajador,
de mediana edad, de los equipos de limpieza, los cuales duplican sus
esfuerzos en las fiestas, la halló pensando que estaba hecha con
papel maché y otros productos que le daban un realismo casi macabro.
Sin embargo, al tomarla entre sus dedos se dio cuenta que era piel
humana. La policía llegó a la zona poco después, la acordonó e
investigaron. El rostro era de una joven desaparecida un año antes.
La siguiente fue encontrada a los pies
del Neptuno de la escalinata de los Gigantes, en uno de los palacios
ducales de Venecia, un año más tarde. También era de otra joven,
la cual había desaparecido por fechas similares en 1921. Entonces, y
no antes, se habló de asesino en serie. Sin embargo, el caso se
mantuvo oculto por miedo a las pérdidas económicas que se hubiesen
precedido al hacerse eco los periódicos nacionales e
internacionales.
El caso era extraño. Las pieles habían
sido arrancadas con técnicas de taxidermista y maquilladas con grand
estilo. Representaban a polichinelas, un personaje primordial en el
Carnaval Veneciano. Muchos rogaron que sólo hubiese dos casos, pero
una tercera joven había desaparecido días atrás. Al año siguiente
ya sabían que aparecía una nueva máscara. Así ocurrió durante
más de dos décadas.
Los cuerpos, mutilados o no, jamás
fueron encontrados. Ni siquiera la última joven que desapareció en
1943. Todas eran muy hermosas, poseían un canon similar en sus
rasgos. Eran chicas de ojos claros, piel clara y cabello negro. Sus
rostros eran suaves, muy dulces, y pequeños. No eran altas, sino más
bien de estatura media. Así que el asesino, fuese quien fuese, tenía
unos gustos.
Jamás se encontró a las muchachas y
jamás se supo quien era el criminal. Nadie, jamás, habló. No se
vieron testigos de quien colocaba esas horribles máscaras ni de la
sustracción de las muchachas, algunas que ni siquiera habían salido
esa noche de sus casas. Todas tenían entre dieciséis y veinte años,
justo en la flor de la vida. El país jamás cayó conmocionado, pues
nunca se alertó a la población que vivió ajena a algo tan macabro.
Al terminar de leer sentí náuseas e
indignación. No comprendía como se podía estar tan ciego. Deseé
escribir un artículo y finalmente he decidido narrar la historia,
como bien he creído, en éstas líneas.
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